Mickey Mouse, como todos, tuvo padre y éste sorprendió en una ocasión a su interlocutor con una declaración extraña. «Yo no soy Walt Disney. Hago infinidad de cosas que él jamás se permitiría. Walt Disney no fuma. Yo fumo. Walt Disney no bebe. Yo bebo», dijo en una peculiar y existencial reinterpretación del Ceci n’est pas une pipe, de Magritte. Lo que se ve no es más que máscara, trampantojo, engaño. Y genio. Pero, y esto es lo importante, sólo lo que se aprecia es lo real. Los que le conocieron personalmente le describían como una persona extremadamente tímida. Nada que ver con el seductor de bigote fino, visionario de universos de plexiglás, encantador de banqueros y megalómano voraz que hacía de cada comparecencia pública, una apología y éxtasis del entusiasmo. «Interpreta el papel de persona retraída para no intimidar a su interlocutor», escribió de él uno de sus biógrafos. Fue Nietzsche, campeón en lo de sospechar de lo evidente, el que definió a la mediocridad «como la más feliz de las máscaras que puede usar un espíritu superior». Y añadió que ningún disfraz se antoja más efectivo «para no irritar [a precisamente los mediocres], y, en casos no raros, por compasión y bondad». Pues eso.
Sea como sea, 50 años después de su muerte el 15 de diciembre de 1966, Walt Disney continúa siendo, pese a misterios, cábalas y elucubraciones, una de las personas que mejor define el siglo en el que vivió. Recorrer su biografía produce, antes que cualquier otra sensación, vértigo. Y, en su transparencia obsesiva, hasta miedo. Nacido en el barrio Hermosa de Chicago en una familia que sus biógrafos dan en llamar de forma insistente humilde pasó de repartir periódicos mañana y tarde en la empresa familiar a la persona más célebre del planeta. Y ello en apenas cuatro décadas de fiebre. Para cuando murió con 65 años recién cumplidos a causa de un cáncer de pulmón -privilegio de fumador compulsivo- podía presumir de haber producido 81 películas que revolucionaron la historia del cine con las que consiguió un total de 22 premios Oscar de 59 nominaciones. Eso y de haber sido el creador de un universo entre mágico y extraño, Disneyland, entregado a la ilusión de un mundo feliz en la arcadia capitalista de la que se erigió en defensor. «Prototipo Experimental de la Comunidad del Mañana» (EPCOT en las siglas en inglés) fue su idea de sociedad perfecta que quedó apenas esbozada en un proyecto pretendidamente imposible y que, quién sabe, la sociedad del entretenimiento, consumo y espectáculo que pisamos se ha encargado de hacer realidad.
La leyenda, transmutada en historia (o al revés), dice que todo empezó en 1928 cuando el mundo asistió al milagro de un ratón a los mandos de un barco. Tras la fallida creación de Oswald, el conejo afortunado, cuyos derechos acabaron en manos de Universal, Mickey Mouse y su Steamboat Willie se convirtieron en el primer corto animado con sonido. Y no sólo eso. La creación de Ub Iwerks (él fue el dibujante del ratón) pronto adquiría el carácter de icono de los tiempos. De todos. A ello le siguió las Silly Symphonie, antecedente directo de Fantasía, y la particular adaptación de Los tres cerditos, el corto animado con más éxito de la historia, justo antes de que en 1937 Blancanieves y los siete enanitos inventara la infancia. Literalmente. Hasta la llegada a los cines de la princesa destronada, los niños no habían sido nunca un público deseable. No solían tener dinero. O no tanto como sus padres. Hasta que Disney cayó en la cuenta que detrás de cada infante hay una familia y un brillante negocio de happy meals. La película que, entre otras innovaciones incorporaba la cámara multiplanos para producir sensación de profundidad, costó cerca de 1,5 millones de dólares. El presupuesto había sido más que superado. Para mayo del 39, la recaudación de 6,5 millones convertían a Blancanieves y sus amigos diminutos en la película sonora de más éxito de la historia.
Empezaba la leyenda y, de su mano, una pregunta insistentemente repetida: ¿pero quién es en realidad Walt Disney? El americano perfecto, la novela de Peter Stephan Jungk sobre la que Philip Glass compuso la ópera homónima es, probablemente, quien más lejos ha llegado en el dibujo de la otra cara del genio. En el libro, entre la realidad y la ficción, el lector descubre a un hombre maniáticamente egoísta, antisindicalista, colaborador en la caza de brujas (denunció a Chaplin), racista, inmaduro, misógino y, ya puestos, impotente.«Usted, que no deja trabajar ni a un solo negro en su estudio… Usted, que nunca ha permitido ni a una mujer tomar parte de un proceso creativo…», acusa el protagonista sin que medie réplica ni refutación. Lo que sigue es, en consecuencia, la puntillosa descripción de un tipo acomplejado y tirano que presumía de firmarlo todo. Y eso pese a que ni el primer boceto de Mickey fue suyo. Y eso pese a que la propia firma convertida en logotipo no era más que una creación de márketing.
Y si todo esto es verdad, más preguntas, ¿por qué el gigantesco tamaño del hombre? Y aquí, tanta sombra deja espacio a, quizá, el sentido común. Dalí, gran amigo, decía de él que «era un mago, la inocencia en persona y en acto. Poseía la naturalidad y la despreocupación de un niño. Contemplaba el mundo con la mirada auténtica y límpida de alguien que cree en los milagros…». Y al afirmarlo nadie le rebate. Ni el propio Jungk que no puede por menos que reconocer el carisma de un sujeto entusiasmado con la simple posibilidad de una idea: «Nadie tenía la capacidad de motivar hasta tal extremo a otras personas. Walt poseía un olfato verdaderamente agudo para el potencial creativo y en cierto modo obligaba a que brotara. Fabuloso. Incomparable», afirma de él uno de los creadores de ese prodigio que fue Fantasía. Y de ese talento, recuérdese, nacieron una productora con aspecto de signo de los tiempos, «la ciudad más feliz del mundo» (como llamaba al primer parque de Anaheim), la posibilidad misma de la primera urbe experimental, la utopía social de EPCOT… Todo eso fue Disney camuflado detrás del icono Disney.
En cualquier caso, y a pesar de accidentes, mitos, leyendas y máscaras, lo que queda es el cine. Su cine como un empeño de ir más allá, de abrir las fronteras, de ser sencillamente el primero. Hasta llegar a El libro de la selva, la última producción en la que se implicó a pesar de que no vio su estreno, por su vida pasaron la primera película animada en ganar un Oscar competitivo (Pinocho se hizo con las menciones a mejor música y canción), la primera con sonido estéreo (Fantasía), la primera en sufrir una huelga de sus empleados (Dumbo), la primera cinta de dibujos en ser rodada antes con actores (Cenicienta), la primera animación en Cinemascope (La dama y el vagabundo), la primera entre la animación y la realidad en merecer una nominación a mejor película (Mary Poppins)… Según el American Film Insitute, cinco de las 10 mejores películas de animación de todos los tiempos se produjeron en Disney con Walt Disney con vida. Siempre el primero.
«Soy un líder, un pionero, soy el más grande de los hombres de nuestro tiempo. Más gente conoce mi nombre que el de Jesucristo. He creado un universo. Mi fama sobrevivirá a los siglos», decía de sí mismo. Lo decía Walt Disney, el que era capaz de cosas que ni el propio Walt Disney habría imaginado. Ceci n’est pas une pipe. Ceci n’est pas Walt Disney. Máscara y genio medio siglo después.