‘Descubrimiento’ o conquista: el mito de América

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Los conquistadores europeos llegaron -el 12 de octubre de 1492- con una misión providencial: devorar estas tierras y arrasar con los “infieles”. Eran hombres medievales: su mente estaba poblada de monstruos y sirenas, gigantes y dioses; procedían de un mundo distante y tenían su propia cosmovisión de otro espacio temporal.

Esos nuevos cruzados atravesaron el océano e implantaron la Cruz. La conquista fue una empresa medieval. El nuevo mundo se formó con hombres de otro mundo. Choque de mundos, contacto de culturas. El 12 de octubre es la fecha de dos mundos. No fue raza: fueron culturas; no fue ‘descubrimiento’: fue conquista. No me gusta hablar de ‘encuentro de dos razas’; para mí, solo existe la raza humana. América es un mito.

Dije conquista, y ahora digo exterminio, violencia. Reconozco, sin embargo, que el ‘Descubrimiento’ fue un hecho para los españoles. Estos habían emprendido su liberación nacional expulsando a árabes y judíos, a través de una larga campaña de acometidas bélicas. Finalmente, los reyes Fernando de Aragón e Isabel de Castilla reunificaron a España y auspiciaron la aventura de Colón.

El ‘Descubrimiento’ fue la devastación de un mundo y la construcción de otro. Así pues, un mundo quedó sepultado y otro surgió del genocidio. Los españoles trajeron -e impusieron- la Cruz y el poder. La conquista fue hecha con la fuerza de la fe y de la espada. El genocidio, brutal y cruel, aniquiló a la población nativa.

El Diario de Colón es un testimonio asombroso: el Almirante contempla arrobado estas tierras miríficas y las bautiza, dejando perplejidad y estupor. Gracias a su asombro Cuba es “Juana” y Quisqueya “la Española”. Su intuición se ha cumplido: ha llegado a la tierra del Gran Khan.

En realidad, Colón es un explorador y un aventurero: sigue las aventuras de Marco Polo. Su espíritu está sobrecogido y su exaltación llega al delirio, pues esta es “la tierra más hermosa que ojos humanos jamás hayan visto”. Esta tierra es el deleite de Colón-Marco Polo: paraíso restituido, tierra de prodigios.

Claro, el Almirante no reconoce su hito geográfico: más puede el ensueño que la razón. Fue un aventurero, no un científico. Por ello murió “oscuro”, sin saber que llegó a un mundo nuevo, que encontró otra cultura y que deshizo el mito de la tierra plana. Tampoco supo el destino del continente que adoptó el nombre de otro aventurero. América es un nombre injusto.

Américo Vespucio fue más afortunado: le prestó su nombre a todo un continente. Si Colón lo ‘descubrió’, Américo lo nombró. Uno lo encontró, otro lo consagró. Aclaro: el bautismo no fue obra de Américo sino de un alemán. Martin de Waldsemüller escribía por aquellos días sobre estas tierras, y recogía las escasas informaciones que cruzaban el Atlántico. Así, cayó en sus manos la cartografía elaborada por Américo, atribuyó a él más méritos de lo que tenía, y nombró al continente. Solo Colombia trató de resarcir esa injusticia, siglos después.

Santo Domingo es tierra de primicias, la “niña” de Colón y el nido de las primeras cosas: misa, catedral, ayuntamiento, hospital, universidad. Fue un trampolín de conquistas: de aquí partieron los grandes conquistadores, y aquí se sembró la semilla de la civilización americana. América nació en Santo Domingo.

La empresa colombina, quiero repetirlo, fue una empresa violenta y genocida. El exterminio dio paso a la presencia de africanos. Los negros siguen a los indios: sucesión de pieles, laboratorio de razas. Traen sus manos pero también sus creencias y sentimientos, su cultura e idiosincrasia; vienen tatuados en la piel y en el alma. Para preservar el culto tienen que maquillar a sus santos: demonios camuflados, ritos trasvestidos. Los santos africanos se visten, así, de santos españoles: culto en blanco y negro.

Negros e indios sufren la violencia y se rebelan contra el régimen colonial. Enriquillo es la máxima expresión de la rebelión. Otros: Caonabo, Lemba, Diego de Ocampo, también se erigen en defensores de su estirpe. Enriquillo es un personaje ejemplar: trasluce algo más que su alzamiento heroico. Los españoles lo prohijaron y el padre Las Casas lo protegió y cristianizó. Su nombre indígena: Guarocuya, se convirtió en un nombre adoptivo: Enrique. Este cambio onomástico fue una verdadera conversión.

Aun así, Enriquillo encarnó el espíritu de su raza y desató su furia indígena. Fue un cristiano rebelde, un espíritu inconforme: emprendió la primera rebelión armada en América, y encarnó la dignidad de un pueblo humillado; su estrategia bélica aún nos asombra, con la guerra irregular anclada en las montañas. No bastó el sermón de Montesinos para detener la masacre y la humillación.

El sermón de Adviento, en diciembre de 1511, fue un grito resonante: “¿Y estos, acaso no son hombres? ¿No tienen alma? Soy la voz de Cristo que clama en el desierto de la isla”. Montesinos fue el primer profeta de América, y el primer defensor de los indios americanos.

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