El coraje de Borges: cómo el escritor transformó la palabra en un cuchillo

Enfrentó a Perón, deploró una guerra, soportó una humillación (inspector de aves y huevos) y amenazas de muerte, pero no renunció a sus principios y siempre respondió con sarcasmo e hidalguía. Las similitudes entre sus personajes de arrabal y su vida

479
0
Compartir

Y un día entre los días de ese mundo real, el hombre que yace en Ginebra le pidió a su amigo Félix Della Paolera que lo acompañara al territorio del coraje, el acero y la sangre. Y allá fueron. Al andurrial de la Costa Brava, como él mismo nombró a ese vago territorio del sur, entre Turdera y Adrogué.

Quería seguir los pasos de dos matones de cuchillo: los fieros hermanos Iberra, que ya habían merecido su pluma:
«Cuando Juan Iberra vio / que el menor lo aventajaba / la paciencia se le acaba / y le fue tendiendo un lazo: / le dio muerte de un balazo / allá por la Costa Brava. / Así de manera fiel / conté la historia hasta el fin; / es la historia de Caín / que sigue matando a Abel».

Pero la cita y el periplo no terminaron allí. Los dos hombres vagabundearon hasta Palermo, donde a principios de siglo, y también a cuchillo, mataba un tal Muraña, que también conoció el homenaje del ciego:
«No sé por qué en las tardes me acompaña / este asesino que no he visto nunca / Que el tiempo, que los mármoles empaña / salve este firme nombre: Juan Muraña».

Un juicio sesgado y algo palurdo podría inferir que la devoción de Borges por esos criminales –y tantos otros que exaltó en sus milongas– eran su contracara: la de un hombre frágil, vacilante, de ojos apagados, temblando ante el peligro.

Nada menos cierto. Borges fue un hombre valiente.

Josefina Dorado, Adolfo Bioy Casares, Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges en Mar de Plata, 1935
Josefina Dorado, Adolfo Bioy Casares, Victoria Ocampo y Jorge Luis Borges en Mar de Plata, 1935

De él bien podría decir Pérez Reverte lo mismo que escribió acerca del capitán Alatriste«No era el mejor de los hombres, pero era un hombre valiente»
Y había que serlo en aquellos años ruidosos, oscuros, en que muchos opositores eran castigados con ostracismo o trompadas –bien lo supo Félix Luna, torturado– en la Sección Especial. Serlo o callar, ponerse de rodillas, huir…

Ninguna de esas claudicaciones, por miedo, tentaron a Borges, que dijo y escribió: «El dictador, cada 17 de octubre, trae a la Plaza de Mayo camiones abarrotados de asalariados y adictos, por lo común de tierra adentro, cuya misión es aplaudir los toscos discursos. Ese día, los almacenes recibían orden de cerrar para que los devotos no se distrajeran en ellos y arribaran sin tentaciones a la plaza. Ahí coreaban servilmente ‘Perón, Perón, qué grande sos’, y otras efusiones obligatorias (…) Diríase que el triste destino de Buenos Aires –conste que soy porteño– es engendrar cada cien años un tirano cobarde, del cual luego nos tienen que salvar las provincias…».

En aquellos años, con la firma de H. Bustos Domecq, que medio país sabía que eran el seudónimo de Borges y Bioy Casares, se atrevieron a escribir la crónica más feroz de una de esas explosiones populistas: La Fiesta del Monstruo. Y una fiesta del lenguaje… (Nota: está en Internet, completa).
Le cayeron, por esos ataques, presumibles castigos. «El peronismo fue terrible –recordó–. Nadie se acuerda de la quema de las iglesias ni de las personas que Perón metió presas; mi madre y mi hermana entre ellas. A mí me echaron de un puesto mínimo que ocupaba en una biblioteca del barrio de Almagro, y me nombraron inspector de aves y huevos. Cuando fui presidente de la Sociedad de Escritores, también en la época de Perón, un policía me seguía a todos lados. Fue una especie de segundo Rosas. Yo pienso en Perón con horror, como pienso en Rosas con horror».

Jorge Luis Borges y su madre, Leonor Acevedo
Jorge Luis Borges y su madre, Leonor Acevedo

Coraje que acaso le transmitió su madre, Leonor Acevedo. Al atender una de las tantas llamadas amenazadoras –»Te vamos a matar a vos y a tu hijo»–, contestó:
–No es una hazaña matar a mi hijo, que es viejo y ciego. En cuanto a mí, apúrense, porque por ahí me les muero antes…

Ya en los nefastos y sangrientos años 70 dio otra prueba de valentía y luminoso sarcasmo. Cierto día de consignas bullangueras vestidas de campera verde y calzando zapatillas Pampero –condición sine qua non, además de fumar tabaco negro y portar armas–, y mientras dictaba una materia en la Facultad de Filosofía y Letras, un muchachón «militante y revolucionario», posiblemente de café, irrumpió en el aula:
–Esta clase se suspende.
–No comprendo por qué.
–Porque hay un homenaje al comandante Che Guevara.
–No me parece motivo suficiente para suspender una clase.
–Entonces le vamos a apagar la luz.
–Imaginando una situación como ésta, he tomado la precaución de ser ciego.
Y siguió como si nada hubiera pasado…

Después del infausto 14 de junio de 1982, rendición y final de la guerra de Malvinas, las opiniones fueron cautas. Una guerra perdida, más allá de todo juicio, llama a silencio, y las campanas tocan a muerto… Pero Borges no se plegó al sentimiento colectivo, a riesgo de ser maldecido: otra prueba de coraje contra la corriente…

«No sé si deberíamos recordar ese día nefasto, verdaderamente horrible, que inició un episodio injustificado e inexplicable. Los militares consumaron una guerra absurda, de la que no salimos bien parados y en la que murieron muchos jóvenes. Pobres muchachos, algunos de los cuales con sólo dos meses de cuartel y que procedían de regiones casi tropicales como Corrientes, y nunca habían visto nevar en sus vidas. Esa guerra improvisada y éticamente equivocada costó muchas vidas. Creo que hay que tratar de olvidarla y pensar en otros problemas muy serios que nos quedan en la Argentina».

Tomando un té en 1975
Tomando un té en 1975

Y dedicó a esa tragedia un texto doliente y perenne. El modo de ejercer su indiscutible patriotismoJuan López y John Ward.

«Les tocó en suerte una época extraña. El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras. López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward en la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer El Quijote. El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en un aula de la calle Viamonte. Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel. Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen. El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender».

Tampoco se arredró ante los gobiernos militares y los políticos: los azuzó como el torero al toro.

«No hay ninguna razón para suponer que los militares puedan gobernar bien. Nos llegan del más artificial de los mundos. Un mundo de jerarquías, órdenes, audiencias, arrestos, saludos, marchas, aniversarios, desfiles y ascensos. Costumbres que, por la repetición, se transforman en rituales. Han sido educados para obedecer, y se nutren en la esperanza de aumentar el mando. Nada de eso en este mundo se aproxima a la inteligencia (…) Es cierto, fue eliminado el terrorismo. Aquí ya no estallan bombas. Pero se ha implantado otro; el terrorismo silencioso de los secuestros y las ejecuciones clandestinas. Una justicia –llamémosla así–donde el acusado no tiene abogado defensor y ni siquiera fiscal: solamente acusadores. Eso ya no es justicia: es terrorismo. Se combate a la guerrilla, y al mismo tiempo se la toma como modelo».

En cuanto a los políticos, no fue más piadoso:

«No sé hasta qué punto la profesión de político es algo limpio; hasta qué punto un político puede ser una persona honrada. Descreo de ellos. Pero quiero ir un poco más lejos. Un político en un país democrático es un individuo que vive haciendo promesas que después no cumple, haciéndose retratar, sonriendo todo el tiempo, y estando siempre, falsamente, de acuerdo con el interlocutor. Así recorren todo el país en busca de votos…».

Como, según Borges, «A la realidad le gustan las simetrías», su coraje estaba obligado a la ficción, al libro, a la inmortalidad. Y así fue…

Rodeado de fans en agosto de 1976
Rodeado de fans en agosto de 1976

En la víspera de una navidad, JLB descubrió en una librería de viejo una edición descabalada –pero valiosa– de Las Mil y una Noches. Ansioso por hundirse en sus páginas, no esperó el ascensor; subió a zancadas por la escalera, y su frente golpeó contra el marco de una ventana interior, entreabierta. La pequeña herida desembocó en una septicemia. Ocho días de curaciones dolorosas y pronóstico incierto: la vida podía irse… Al cabo, y salvado, urdió uno de sus grandes cuentos: El Sur.

Su protagonista, Juan Dahlmann –claramente, un espejo de Borges–, repite el rito: el mismo libro, la herida, la septicemia, la cura… Para olvidar la pesadilla decide viajar al casco de una estancia, único buen conservado «a fuerza de privaciones». Sube a un tren. Lleva, como única lectura, el ejemplar de Las Mil y Una Noches. Piensa: «Mañana estaré en la estancia». El inspector, al ver su boleto, le advierte que el tren se detendrá en una parada inusual que Dahlmann no ha visto jamás. Allí baja, en medio del campo. Camina hasta un almacén. Ocupa una mesa. En otra hay unos muchachones ruidosos, y sentado en el suelo, contra el mostrador, un viejo «oscuro, chico, reseco, como fuera del tiempo». Desde la mesa de los muchachones llega una bola de miga y le pega en la cara. Ignora la provocación. Pero a la tercera o cuarta bola, los increpa: «¿Qué andan buscando?». Un borracho de cara achinada le muestra su cuchillo, lo desafía a un duelo, y camina hacia el campo; hacia el combate… Dahlmann está desarmado, pero el viejo –tótem o deidad– le tira un cuchillo a los pies. La lucha es inevitable. Mientras va hacia la puerta, siente que morir en una pelea a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación, una felicidad y una fiesta en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Si hubiera podido elegir o soñar su muerte, era ésta.

Y Borges logra uno de sus finales más perfectos: «Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura».
Perfecto, porque baja al infierno en el que aun respiran los terribles hermanos Iberra, Juan Muraña, tantos cuchilleros que ejercieron el culto al coraje. Esa «canción de gesta perdida entre sórdidas noticias policiales»: su elegía al acero y a la sangre.

Ciclo terminado. Borges, aunque disfrazado de Dahlmann, termina como tantos hombres valientes. Como él

No hay comentarios

Dejar una respuesta