«Pequeñas intenciones»: una novela sobre los derrumbes y las transformaciones de la vida

Escrita en diferentes bares de Buenos Aires, la obra del autor argentino no puede ser acotada a un tiempo ni a un espacio. Un libro donde se recrea el camino desde la clase media hacia la marginalidad de un personaje que necesita reinventarse de manera constante para sobrevivir

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Parece que cada acto en la vida –igual a lo que pasa en literatura− tiene un significado inmediato y, al mismo tiempo, infinidad de sentidos. Mónaco, el fotógrafo, opina que el espesor de lo cotidiano se parece a una torta. Dice que lo vivido es comparable a una mil hojas: está compuesto por varias capas, pero nos quedamos con la cobertura.

En la época en que escribí Pequeñas intenciones, trabajaba de visitador médico. Recorría a pie una zona inmensa de la ciudad. Empezaba en Retiro y terminaba en Nuñez. Es sabido: la calle es severa y la venta encarnizada. El que deambula –y trabaja en el deambular−, tarde o temprano, busca amparo. Y los bares suelen cumplir esa función.

Yo tenía algunos fijos –el de la esquina de Azul y Rivadavia, por ejemplo− y muchos a los que entraba una vez y no volvía más. El factor de reincidencia tenía que ver con el tamaño del salón. Si era espacioso, las mesas estaban a buena distancia unas de otras, y este detalle resultaba clave a la hora de construir intimidad. Eso es lo que yo buscaba en aquellos lugares: una intimidad diferente a la que encontraba en casa; una intimidad dialógica, menos clausurada.

El hecho de estar en un bar, suponía un trámite con el mundo. Y eso, ni qué decirlo, me enriquecía. En esas mesas escribía y leía como loco. Era fascinante. Había algo de extravío en aquella experiencia: me perdía en el laberinto de la ciudad, era una especie de náufrago urbano. En esas condiciones escribí Pequeñas intenciones y, volviendo a lo que dije sobre las capas de sentido, creo que en la novela se nota esa circunstancia.

No trabajé en un único bar, fueron varios, estimo que no menos de ochenta. Y ese nomadismo, creo, es una de las marcas que define al texto; en otras palabras, el sonido de la novela tiene relación directa con esa trashumancia, que es una de las formas de la inestabilidad. Me gusta pensar que todas esas voces, esos diálogos que escuché mientras escribía, están presentes en la textura del relato. No quiero decir que esas conversaciones que oí –fiel a una curiosidad impenitente− tengan relación con la trama, sino que algo de ellas −su timbre, su armonía, su elemento melódico− terminó por delimitar su acústica.

Jorge Consiglio (Magdalena Siedlecki)
Jorge Consiglio (Magdalena Siedlecki)

Cualquier asunto puede generar un relato, pero a veces uno se topa con hechos que son definitivamente materia de ficción. Son esa clase de actos que, como narrador, no se pueden dejar pasar. Me ocurrió con la historia que disparó esta novela. Creo que era un viernes. No, un viernes no; un sábado. Era septiembre y se festejaba el cumpleaños de una de mis hijas. Alguien, una tía lejana que había venido de Tandil, contó una historia. Dijo que RF, el primo de un primo, vivía en una casa de Haedo con un hermano oligofrénico. Tenían una vida austera, pero bien abastecida: pensión y casa heredada. El problema empezó cuando un sobrino codicioso quiso obligarlos a vender la propiedad. Su intención era que le anticiparan parte de la herencia. Ellos se negaron –hubo insultos y forcejeos− y el sobrino, frustadísimo, decidió vengarse. Cerró con llave la puerta que unía la cocina con el resto de la casa. La mayor parte de la gente hubiera optado por romper la puerta o llamar a un cerrajero. RF, en cambio, decidió implementar una solución extrema: abandonó el ambiente, se olvidó de que tenía cocina.

Diagramó una serie de estrategias, una más delirante que la otra, para alimentarse junto con su hermano. Cuando me enteré del sistema de supervivencia que había armado, me caí de espaldas. Con esa trama entre manos, para que no se me escapara, el lunes siguiente empecé la novela. Recuerdo que los primeros párrafos los escribí en La Cigüeña de Larrea y Marcelo T. de Alvear. No investigué mucho sobre la historia de RF, me quedé con el relato incompleto que escuché en el cumpleaños. Pensé que detenerse en los pormenores no solo era innecesario, sino que, además, podía resultar peligroso para el texto: el sistema de causalidades de la realidad no es el mismo que el de la ficción, y confundir uno con otro termina siempre en catástrofe.

De lo que había contado la tía, me había quedado en la cabeza una imagen: el trabajo del tiempo en la cocina, la degradación de las cosas, el progresivo envilecimiento; es decir, la naturaleza abriéndose paso y transformándolo todo. Esta noción, podría decirse, fue el norte de mi escritura; una atmósfera, un tono que impregnó cada acontecimiento de la trama.

Una vez comprometido con la novela, la deriva del lenguaje –vigoroso y extraordinario− me llevó a imaginar un incendio. Tenía la necesidad de narrarlo, con sus efectos, con su energía, con su arco de adversidad bien desplegado. Nunca se conocen las razones por las que se toman ciertas decisiones narrativas; sin embargo, ahora que pasó un tiempo desde su confección, creo que, en esta novela, hay un eje claro que une los principales acontecimientos –la cancelación de la cocina y el incendio− y tiene que ver con las transformaciones, los cambios taxativos y las marcas que dejan en quienes los sufren.

Al mismo tiempo, a la hora de la escritura, me rondaba una idea por la cabeza. Estaba entusiasmado con el hecho de que el protagonista organizara un sistema de bienestar por fuera de los condicionamientos sociales. En otras palabras, la raíz de su satisfacción debería estar fundada en su absoluta autarquía. Me interesaba representar esa pureza de intenciones, esa destreza excepcional que consiste en esquivar lo espurio a fuerza de simpleza o, mejor dicho, con la simpleza en estado de fuerza.

Como conté más arriba, esta novela fue íntegramente escrita en bares. Nombré el lugar en el que di la primera puntada y voy a nombrar el de la última. Es un cafecito –todavía sigue abierto− que se llama Badalona y está en la esquina de Crámer y Monroe. Hacen unos sándwiches de crudo y queso estupendos. Cada tanto voy y me como uno para festejar mi recuerdo. Lo acompaño, casi siempre, con cerveza. Tomo esta decisión por dos motivos: la sirven en vasos de cuello angosto y viene acompañada por ingredientes.

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