¿Quieres que tus hijos sean creativos? Dales espacio

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Aprenden a leer a los 2 años, tocan Bach a los 4, el cálculo es pan comido cuando llegan a los 6 y hablan varios idiomas con fluidez al cumplir 8. La envidia hace temblar a sus compañeros de la escuela y sus padres se regocijan porque creen que han ganado la lotería. Pero, parafraseando a T. S. Eliot, sus carreras no suelen terminar de golpe, sino entre lamentos.

Pensemos en el Westinghouse Science Talent Search, el premio más prestigioso de Estados Unidos para los estudiantes de secundaria dotados para la ciencia, que un presidente llegó a llamar el Super Bowl de la ciencia. Desde su creación en 1942 y hasta 1994, el premio reconoció como finalistas a más de 2000 adolescentes precoces. Pero solo el uno por ciento acabó formando parte de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos y solo ocho han ganado premios Nobel. Por cada Lisa Randall que revoluciona la teoría de la física, hay varias docenas cuyo potencial no se desarrolla.

Los niños prodigio rara vez se convierten en genios adultos que cambian el mundo. Damos por hecho que carecen de las habilidades sociales y emocionales que permiten vivir en sociedad. Esta explicación no es suficiente si nos remitimos a las pruebas: menos de una cuarta parte de los niños dotados tienen problemas emocionales o sociales. La gran mayoría de ellos están bien adaptados; son tan buenos para la fiesta como para la escuela.

Lo que los frena es que no aprenden a ser originales; luchan por ganarse la aprobación de sus padres y la admiración de sus maestros. Mientras tocan en Carnegie Hall y se convierten en campeones de ajedrez, sucede algo inesperado: la práctica los hace perfectos pero no innovadores.

Las personas dotadas para la música aprenden a interpretar las magníficas melodías de Mozart, pero casi nunca compone melodías originales. Concentran su energía en adquirir conocimiento científico pero no en producir nuevos hallazgos. Se conforman con reglas ya codificadas, en lugar de inventar las suyas. La investigación sugiere que los niños más creativos son los menos propensos a ser los consentidos del profesor y, en respuesta, muchos aprenden a callar sus ideas originales. Como diría el crítico William Deresiewicz, se convierten en excelentes borregos.

En la madurez, muchos niños prodigio se vuelven expertos en sus campos o líderes de sus organizaciones. Sin embargo, “solo unos pocos acaban por convertirse en creadores revolucionarios”, se lamenta la psicóloga Ellen Winner. “Los que lo logran deben pasar por una dolorosa transición” a la vida adulta que “en última instancia los lleva a rehacer un ámbito del conocimiento”.

La mayoría de los niños prodigio nunca logra dar ese salto. Utilizan sus capacidades extraordinarias para sobresalir en sus empleos, pero sin aspavientos. Se convierten en doctores que sanan a sus pacientes pero no luchan por mejorar el sistema sanitario o en abogados que defienden a sus clientes de acusaciones injustas pero no transforman las leyes.

Entonces ¿qué hace falta para que un niño sea creativo? Un estudio comparó a las familias de niños que se encontraban entre el 5 por ciento más creativo de su sistema educativo con aquellos que no destacaban por su creatividad. Los padres de la mayoría de los niños les ponen un promedio de seis reglas del tipo de horarios específicos para hacer sus tareas o irse a dormir. Los padres de los niños altamente creativos tienen en promedio menos de una regla.

La creatividad puede ser difícil de fomentar pero es fácil de coartar. Al limitar las reglas, los padres fomentan que los niños piensen por sí mismos; hay una tendencia a “que el énfasis esté en los valores morales y no en reglas específicas”, según la psicóloga de Harvard Teresa Amabile.
Son padres que no hacen que sus hijos “engullan” sus valores. Un grupo de psicólogos comparó a los arquitectos estadounidenses más creativos con un grupo de colegas muy capaces pero poco originales. Había algo único en los padres de los arquitectos creativos: “El énfasis estaba en el desarrollo del código de ética propio”.

Sí, los padres alentaban a sus hijos a buscar la excelencia y el éxito, pero también a “disfrutar su trabajo”. Sus hijos tuvieron la libertad de organizar sus valores y descubrir sus propios intereses. Y eso los ayudó a florecer como adultos creativos.

Cuando el psicólogo Benjamin Bloom desarrolló un estudio sobre los orígenes de músicos, artistas, atletas y científicos de talla mundial, descubrió que sus padres no soñaban con criar hijos superestrellas. No habían actuado como sargentos instructores ni como esclavistas. Daban respuesta a la motivación intrínseca de sus hijos. Cuando sus hijos mostraban interés y entusiasmo ante una habilidad, sus padres los apoyaban.

Los pianistas más importantes no tenían maestros famosos desde que empezaron a caminar; recibieron sus primeras lecciones de instructores cercanos que hacían del aprendizaje algo divertido. Mozart mostró interés en la música antes de tomar clases, y no al revés. Mary Lou Williams aprendió a tocar el piano por cuenta propia; Itzhak Perlman aprendió a tocar el violín de manera autodidacta después de ser rechazado por el conservatorio.

Los inicios de los primeros atletas tampoco fueron mejores que los de sus colegas. Cuando el equipo de Bloom entrevistó a jugadores de tenis que se encontraban entre los primeros 10 del mundo, no estaban, citando a Jerry Seinfeld, haciendo planchas desde que estaban en el vientre de sus madres. Pocos habían sufrido presión por jugar mejor, como en el caso de Andre Agassi. La mayoría de las estrellas del tenis recordaba una cosa de sus primeros entrenadores: hacían que jugar al tenis fuera divertido.

Desde que Malcolm Gladwell popularizó la “regla de las 10.000 horas”, que sugiere que el éxito depende del tiempo que invertimos en practicar algo, el debate ha sido sobre cuánto varían las horas que necesita cada persona para convertirse en experto en algo. Al discutir el tema, hemos ignorado dos preguntas importantes.

En primer lugar, ¿podría ser que practicar algo tanto tiempo limite nuestra capacidad de mejorar? La investigación revela que cuanto más practicamos, más enfrascados estamos, atrapados en formas familiares de pensar. Los jugadores experimentados de bridge batallan más que los principiantes para adaptarse cuando les cambian las reglas; los contadores expertos son peores que los novatos en la aplicación de una nueva ley tributaria.

En segundo lugar, ¿qué motiva a la gente para practicar una habilidad durante miles de horas? La respuesta más confiable es la pasión, que se descubre mediante la curiosidad natural o la que se alimenta de experiencias placenteras con una o muchas actividades.

Las pruebas demuestran que las contribuciones creativas dependen de la amplitud (y no solo de la profundidad) de nuestro conocimiento y experiencia. En la moda, las colecciones más originales provienen de directores que pasan la mayor parte de su tiempo trabajando en el extranjero. En ciencia, ganar un Premio Nobel tiene más que ver con la multidisciplinariedad que con ser un genio monotemático. En lo que respecta a los científicos, es 22 veces más probable que los ganadores del Nobel sean actores, bailarines o magos; 12 veces más probable que escriban poesía, obras de teatro o novelas; siete veces más probable que incursionen en las artes y los oficios, y el doble de probable que toquen un instrumento o compongan música.

Nadie obliga a una celebridad científica a participar en actividades artísticas. Es un reflejo de su curiosidad. Y algunas veces esa curiosidad los lleva a tener destellos de una comprensión más elevada. “La teoría de la relatividad se me ocurrió por intuición; la música es el impulso detrás de esa intuición”, reflexionó Albert Einstein. Su madre lo inscribió en clases de violín a los cinco años, pero él no sentía interés alguno. Su amor a la música floreció en la adolescencia, tras abandonar las clases y toparse con las sonatas de Mozart. “El amor es mejor maestro que el sentido de la responsabilidad”, dijo.

¿Escucharon bien, mamás y papás de los próximos Tiger y Lombardi? No pueden programar a un niño para que sea creativo. Si tratan de maquinar algún tipo de éxito, lo mejor que obtendrán será un robot ambicioso. Si quieren que sus hijos aporten al mundo ideas originales, necesitan permitir que desarrollen sus pasiones, no las de ustedes.

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