En estos días he sentido el vivo interés que va despertando la visita de la Virgen María, de La Altagracia, a la ciudad de Santo Domingo. Al principio no sabía el motivo por el cual va a ser movilizada nuestra amada Señora de los Milagros. Ya sé que hay programados actos eclesiales de importancia para conmemorar el Centenario de su entronización como Madre del Pueblo Dominicano.
Se trata de un evento de alta significación espiritual para el pueblo nuestro y, de seguro, lo tiene organizado nuestra Santa Iglesia de forma impecable y todos nos regocijamos de saber de esa extraordinaria visita.
Confío mucho en la prudencia y sabiduría de nuestros Mitrados, pero confieso que me preocupa lo de El Estadio Olímpico, el de los artistas y sus conciertos, el de los políticos y sus concentraciones. Quizás esté influido por entender que es tan abrumador el seguimiento establecido en los corazones dominicanos, que podrían producirse algunas contingencias delicadas. Sólo es un pálpito, claro está, encontrándome como estoy en medio de la tormenta de la Pandemia, de cuyos peligros todavía no estamos exentos.
El propio Altar de la Patria, incluso, no bastaría para alojar la devoción nuestra, aunque sería el lugar por excelencia dados los momentos riesgosos que vive nuestra independencia.
No sé cómo decirlo, pero a mí me hubiese gustado más visitarla junto al pueblo, en su Santuario. Desde luego, mi mayor confianza está en que Dios Nuestro Señor velará porque todo salga bien.
En todo caso, he creído oportuno traer una reminiscencia de algo que viviera en el año ´46 del pasado siglo. Tenía entonces apenas quince años y ya vivía en la capital, en la esquina formada por la Pasteur y la Avenida Independencia.
Desde allí salimos en grupo por la George Washington hacia el puerto del Ozama, porque se celebraría la llegada de la primera nave del Descubrimiento, donde se escenificaría el amarre de Las Carabelas en la legendaria Ceiba del Ozama. Para ello se habilitaron tres goletas comerciales de las que había entonces en la rada del histórico río nuestro.
El espectáculo contaría con la participación de más de treinta jóvenes de la Capital ataviados con trajes de marinería de la época y sería presidido por Trujillo, quien al llegar fue recibido por veintiún cañonazos de una de las corbetas de guerra anclada en el muelle.
Una multitud impresionante, “vibraba en aplausos y vivas”, al Generalísimo, tal como reseñó la prensa. El grupo nuestro quedaba a buena distancia de la tribuna y llegó una señora, entrelazando un rosario en las manos, mientras resabiaba con expresiones como éstas: “¡Esto no puede ser! A la Virgen no se le mueve de su santuario. ¡Hay que ir donde ella y no moverla! Las veces que se ha hecho, pasa algo malo. ¡No Señor! ¡No se puede traer del Santo Cerro para ponerla a participar en esta fiesta.”
En ese momento, José Nazario Brea, que era de nuestro grupo, le dijo en voz baja: “¡Vieja cállese, mire que ahí está el presidente!”. Y ella alzó su voz para repetirnos: “¡Señores, ésto no es cuestión de política, esto es de nuestra fe!. ¡A la Virgen hay que reverenciarla, pero en su sagrado templo!” Se notó de inmediato que los grupos cercanos se dispersaron cuidadosamente, porque la religiosa estaba insurreccionada.
En fin, una vez terminó la solemne ceremonia, volvimos a la casa y al sentarnos a la mesa, comenzó a temblar la tierra en forma pavorosa. Era el 4 de Agosto y el terremoto de tal día fue tremendo, de 8 en la Escala de Ritcher.
El hecho fue que José Nazario dijo: “¡La vieja lo dijo, la vieja lo dijo!”
Pues bien, hará cosa de diez años, me visitaron en mi Estancia María Virgen dos amigos muy queridos, uno, un obispo retirado, y el otro, un sacerdote que siempre he admirado y en medio de sus ocurrencias pintorescas les he dicho a sus críticos: Es un luchador, siempre al lado de los pobres y necesitados.
Al sentarnos a la mesa les pregunté si ellos sabían cuál era el día en que estábamos. Todos respondieron: “El 4 de Agosto!”. Entonces, les hice el relato que conté. El Padre Rogelio, d quien hablo, reaccionó con una espontaneidad sincera y exclamó: “¡Ay, y nosotros que pensábamos sacarla en estos días para llevarla a la Loma de Miranda! Yo le dije: “Padre, por favor, deje la Virgen tranquila en su santuario, no vaya a ser.”
Rogelio pareció un niño al responder: “Hermano, no. No la moveremos”. Y nos echamos a reir todos.
Ahora se me ha ocurrido decirle a mis queridos y respetables obispos y sacerdotes, con el mayor respeto, que hubiese preferido la Virgen de la Altagracia en su Santuario inconmovible. Desde allí su intercesión por la suerte de nuestro amado pueblo no ha cesado.
Esto, a sabiendas de que la temporada ciclónica es peligrosa y podría uno de sus azotes antojarse de repetir la tragedia de San Zenón. Sé bien que eso se me diría para reírse de mi aprehensión, y que sólo me salvaría del ridículo, que Dios quiera que así no sea, otro de esos toros bravos de la escala de Richter. Entonces pienso que comenzarían a hacer caso a lo dicho por aquella heroína anónima de la fe cristiana que se quejaba, rosario en manos, de la conmemoración del tiempo colonial, como política de un régimen de fuerza.