En abril, representantes de todos los gobiernos del mundo se reunirán en Nueva York para asistir a una asamblea especial de La Organización de Naciones Unidas. El objetivo de la reunión es discutir la forma de resolver el problema de las drogas. Las expectativas no son muy altas: desde una reunión similar celebrada hace casi dos décadas, a la industria de los narcóticos le va mejor que nunca. A partir de 1998, el número de personas que utilizan el cannabis y la cocaína ha aumentado 50%, mientras que el número que consume heroína y otros opiáceos se ha triplicado. Las drogas ilegales son un negocio que mueve hoy en día US$300.000 millones en todo el mundo, y los diplomáticos de la ONU no están ni remotamente cerca de hallar la forma de acabar con él.
Este fracaso tiene una razón muy sencilla: los gobiernos continúan tratando el problema de las drogas como una batalla que librar, no como un mercado que deben contener. Los carteles que manejan este negocio son monstruosos, pero enfrentan los mismos dilemas que las empresas comunes, y tienen las mismas debilidades.
En El Salvador, el líder de una de las dos principales pandillas del país se quejó conmigo sobre los problemas de recursos humanos que enfrenta debido a la alta tasa de rotación de sus empleados (irónicamente, sus principales fuentes de reclutamiento son las mismas prisiones que se supone deben reformar los jóvenes delincuentes). En los pueblos de México, los carteles proporcionan servicios públicos básicos e incluso construyen iglesias, una versión cínica de la “responsabilidad social corporativa” que las empresas tradicionales usan para limpiar sus imágenes. El cartel de Los Zetas se expandió rápidamente mediante la afiliación de mafiosos locales, de quienes retiene una parte de sus ingresos. Actualmente franquicia su marca al estilo de McDonald’s y enfrenta disputas territoriales similares entre sus afiliados. Mientras tanto, en los países más ricos los distribuidores callejeros están siendo superados en precio y calidad por la llamada “web profunda”, de la misma manera en que las tiendas físicas están siendo socavadas por Amazon.
Soldados y agentes de policía han tenido un resultado bastante pobre en la regulación de este complejo negocio global. En cambio, ¿Qué pasaría si la guerra contra las drogas fuera librada por economistas?
Miremos el ejemplo de la cocaína, uno de los grandes rompecabezas económicos del negocio de los narcóticos. La guerra contra este estupefaciente se basa en una idea simple: si se restringe el suministro, se presiona el precio al alza, con lo que supuestamente ocasionará que haya menos gente dispuesta a comprar. Los gobiernos andinos han desplegado sus ejércitos para arrancar las plantaciones de coca que proporcionan la materia prima de la cocaína. Cada año, erradican cultivos que cubren un área equivalente a 14 veces el tamaño de Manhattan, lo que priva a los carteles de la mitad de su cosecha. Pero a pesar de la erradicación, el precio de la cocaína en Estados Unidos no se ha movido mucho durante los últimos 20 años, de entre US$150 y US$200 el gramo puro. ¿Cómo han logrado esto los carteles?
En parte, mediante una táctica que se asemeja a la que emplea Wal-Mart. La mayor cadena minorista del mundo también parece a veces inmune a las leyes de la oferta y la demanda al ser capaz de mantener sus precios bajos, independientemente de la escasez o los excedentes de oferta. Sus críticos dicen que Wal-Mart puede hacer esto en algunos mercados porque su gran tamaño le permite comportarse como un monopolio de compras al por mayor. Del mismo modo que un monopolista puede imponer un precio a los consumidores porque éstos no tienen a quién más comprarle, un monopolio de suministros puede imponer el precio a sus proveedores, quienes no tienen a quién más venderle sus productos. El argumento sugiere que si falla una cosecha, el costo es asumido por los agricultores, no por Wal-Mart o por sus clientes.
En los Andes, donde los cultivadores de coca suelen tener solo un grupo armado a quien venderle, parece estar ocurriendo lo mismo. El cruce de datos sobre la erradicación de plantaciones con información sobre los precios locales de la coca muestra que en aquellas regiones donde la destrucción de plantas ha creado una escasez del producto, los agricultores, contra lo que podría esperarse, no aumentan sus precios. No es que la erradicación de los cultivos no esté teniendo efecto, sino que el costo es absorbido por los campesinos, no por los carteles ni por sus clientes.
Incluso si el precio de la coca se elevara, no tendría mucho impacto en el precio de venta de la cocaína en las calles. La hoja de coca necesaria para obtener un kilogramo de cocaína en polvo cuesta en Colombia alrededor de US$400. En EE.UU., el kilogramo, una vez fraccionado en gramos, se cotiza en unos US$150.000. De modo que aún en el caso de que el precio de la hoja de coca se duplicara, de US$400 a US$800, el precio de venta de la cocaína experimentaría a lo sumo un aumento de US$150.000 a US$150.400 el kilo, un alza de unos 40 centavos de dólar por gramo. No es un gran retorno por los miles de millones invertidos en la destrucción de los cultivos. Imagínese si se trata de aumentar el precio del arte elevando el costo de la pintura; sería un esfuerzo inútil, porque el costo de la materia prima tiene poco que ver con el precio final de una obra.
La ciencia económica apunta a un error fundamental en la guerra contra las drogas: la mayor parte del dinero que se gasta en la lucha antinarcóticos está dirigida a la interrupción de la oferta (erradicación de plantaciones, combate contra los carteles, encarcelamiento de los distribuidores, etc.). Centrarse en la demanda, en cambio, sería más eficaz.
La demanda de drogas es inelástica, es decir, cuando los precios suben, la gente corta el consumo relativamente poco (esto no es sorprendente, teniendo en cuenta que las drogas ilegales son adictivas). Por lo tanto, aun cuando los gobiernos logren aumentar los precios, los distribuidores siguen vendiendo casi la misma cantidad que antes a precios más altos, lo cual a su vez significa que el valor del mercado aumenta. La reducción de la demanda, por el contrario, provoca una caída tanto en la cantidad consumida como en el precio pagado, lo cual afecta el mercado ilegal en dos frentes.
Las intervenciones del lado de la demanda no sólo son más eficaces; también son considerablemente más baratas que andar jugando con helicópteros en los Andes. Un dólar gastado en educación sobre las drogas en las escuelas de EE.UU. reduce el consumo de cocaína dos veces más que el dólar que se invierte en la reducción de la oferta en América del Sur. El gasto en el tratamiento de los adictos, reduce el consumo hasta 10 veces más. Los programas de rehabilitación para adictos a los medicamentos contra el dolor pueden parecer costosos, pero previenen que las personas se pasen al colosalmente más caro problema de la adicción a la heroína. Donde la demanda no puede ser reducida, puede ser redirigida hacia una fuente legal, como algunos estados de EE.UU. han hecho con la marihuana. Esta alternativa ha infligido pérdidas más grandes a los carteles que cualquier política de interrupción de la oferta.
En cualquier otra industria, un enfoque similar como el seguido hasta ahora para controlar las drogas habría sido identificado hace años como fallido. A pesar de los miles de millones de dólares gastados y las miles de vidas perdidas, el negocio es más fuerte que nunca. Sin embargo, la tendencia a tratar los narcóticos como una cuestión militar o policial significa que la defectuosa teoría económica que está detrás de esos esfuerzos permanece sin cuestionamiento. En momentos en que la ONU se apresta a celebrar esta conferencia, los gobiernos deberían buscar el consejo de economistas en lugar del consejo de sus generales.
—Tom Wainwright es el editor británico de ‘The Economist’ y autor de ‘Narconomics’, que acaba de ser publicado en EE.UU. La versión en español será publicada por Penguin Random House Grupo Editorial entre octubre y noviembre de este año.