Donald Trump es una prueba de resistencia para el sistema político de Estados Unidos. Un stress test, para usar el término que designa los exámenes a la banca tras última crisis financiera. Un hombre de negocios sin experiencia política, un demagogo con retórica racista, un candidato que cuestiona la libertad de expresión: nunca nadie como el republicano Trump se había acercado tanto a la Casa Blanca. ¿Resistirá el sistema?
Se ha comparado a Trump con líderes fascistas, con el ex primer ministro italiano Silvio Berlusconi, con el nacionalismo del presidente ruso Vladímir Putin, con caudillos latinoamericanos. Ninguna etiqueta lo explica del todo.
Trump, candidato del Partido Republicano a las elecciones presidenciales de noviembre, amenaza con represalias contra grupos de comunicación críticos si es presidente. Insinúa que los jueces hispanos o musulmanes no están capacitados para juzgar casos que le conciernen. Celebra la tortura contra terroristas y en sus mítines ha incitado a la violencia. Cuando, durante el proceso de elecciones primarias, su nominación pareció en peligro, dijo que las reglas eran injustas y citó la posibilidad de disturbios durante la convención que proclamará al candidato en julio.
“Así llega el fascismo a América”, tituló una columna el ensayista neoconservador Robert Kagan. “América es un campo fértil para la tiranía”, escribió el columnista progresista Andrew Sullivan en la revista New York. “Su arrogancia, demagogia y desprecio por el estado de derecho le colocan directamente en la tradición del caudillo, un pilar de la política latinoamericana”, escribe el profesor Omar G. Encarnación en la revista Foreign Affairs. “Estamos intentando elegir a un presidente, no a un dictador”, dijo su probable rival, la demócrata Hillary Clinton.
“Saber si las excesivas ambiciones de un recién elegido presidente Trump —tanto si le llamamos fascista como populista— podrían ser contenidas en los límites constitucionales, los famosos checks and balances [el sistema de contrapoderes] que proveen el Congreso y los tribunales, pertenece al ámbito de la pura especulación”, dice en un correo electrónico el historiador Robert O. Paxton, profesor emérito de la Universidad de Columbia y autor de La anatomía del fascismo. “Trump es notoriamente sensible a las críticas e intolerante con la oposición. Podríamos imaginarnos fácilmente un conflicto con el Congreso o con los tribunales en el que Trump podría estar tentado de sobrepasar sus poderes. Sería posible que disfrutase de un amplio apoyo popular para una acción como esta. ¿Se le podría detener entonces?”
Aunque EE UU ha sido una democracia continua durante más de dos siglos, ha tenido experiencias autoritarias o antidemocráticas. El Sur esclavista antes de la Guerra Civil, entre 1861 y 1865, es una. La posterior segregación racial en esta parte del país tampoco era una democracia como la entendemos ahora. También hubo demagogos como el senador Joe McCarthy a mediados del siglo XX, pero no llegaron tan lejos como Trump.
Arturo Valenzuela, vicesecretario de Estado para el Hemisferio Occidental durante la primera administración de Barack Obama y politólogo que ha estudiado a fondo los sistemas presidencialistas en las Américas, señala la importancia de la arquitectura política. “El rayado de la cancha”, dice. Los límites del terreno de juego.
“Si llega Trump como presidente de Estados Unidos va a tener dos temas que le van a imposibilitar, desde un punto de vista de la arquitectura institucional, pasar a ser, digamos, un dictador. Uno, es que es un sistema altamente federal», explica Valenzuela. Los gastos están distribuidos entre el gobierno federal y los gobiernos estatales y locales. «Segundo, un presidente deberá negociar con el parlamento”. La disgregación de poder en EE UU es una garantía.
La tesis de Valenzuela y del sociólogo Juan Linz, con quien escribió sobre la cuestión, es que los sistemas presidenciales —como el de EE UU o los países latinoamericanos— son menos estables que los parlamentarios, porque enfrentan a dos legitimidades, la del presidente y la del parlamento. Pero gracias al federalismo, al bipartidismo que puede garantizar mayorías al presidente, al control del Tribunal Supremo sobre el ejecutivo y el legislativo, y al control de las fuerzas armadas por el poder civil, EE UU ha sido una excepción de estabilidad. Y estos factores serían una salvaguarda en la hipótesis de que un autoritario llegase a la Casa Blanca.
Aunque parezca paradójico, en un sistema presidencialista como el de EE UU el presidente es más débil que en un sistema parlamentario. Según esta teoría, Trump, como Obama y sus antecesores, sería un presidente con poco margen para imponer libremente su programa. El día que llegue a la Casa Blanca descubriría que puede hacer poco sin la ayuda del Congreso y la aprobación de los tribunales.
La excepción, que no es menor, es la política exterior: la capacidad de iniciar intervenciones bélicas y el poder sobre el arma nuclear.