Si es un asunto público o es un asunto privado; si la opinión pública está en contra de los derechos ciudadanos; si es algo intrínseco a la cultura o un culto de locos. El debate sobre la posesión de armas en los Estados Unidos, que resurge cada vez que hay un caso de violencia como la masacre en la discoteca gay Pulse, en la que Omar Mateen dejó 49 muertos y 53 heridos, retoma esos temas una y otra vez, sin que se produzca movimiento alguno en el tablero simbólico.
Una historiadora buscó un enfoque completamente diferente: en The Gunning of America, Pamela Haag siguió la pista del dinero y encontró que la omnipresencia de las armas se extendió en los Estados Unidos no porque la relación con el objeto haya sido excepcional, sino porque siempre se las percibió como un producto ordinario. Igual que una camisa, que era el producto que fabricaba Oliver Winchester antes de crear su imperio sobre un diseño semiautomático.
«Una historia compendiada de la cultura estadounidense de las armas, narrada desde la leyenda y la memoria popular, podría ser así: nacimos en una cultura de las armas. Los estadounidenses tenemos una relación excepcional, única y atemporal con las armas, que comenzó con las milicias de la Guerra Revolucionaria y se desarrolló desde entonces», escribió Haag. «Algunos celebran y otros condenan esta relación, pero en cualquier caso es única. Las armas han sido durante mucho tiempo una parte común de la vida en los Estados Unidos, por lo cual casi se venden solas. La Segunda Enmienda, ubicua para la política contemporánea sobre las armas, fue una presencia histórica prominente y es una fuente de la estatura única de las armas, mientras que la idea del control de armas es más reciente.»
Los estadounidenses tenemos una relación excepcional, única y atemporal con las armas, que comenzó con las milicias de la Guerra Revolucionaria y se desarrolló desde entonces
Nada de eso logró justificar su investigación.
«Nos convertimos en una cultura de las armas no porque las armas fueran simbólicamente intrínsecas a los estadounidenses, o especiales para nuestra identidad, o porque el arma era algo excepcional de nuestra cultura, sino precisamente por lo contrario. Desde la perspectiva del comercio, el arma fue un producto carente de excepcionalismo», escribió, y comparó el revólver con un cinturón, un alfiler o una pala.
Completamente ajenos a los remordimientos de conciencia que sufrió Sarah Winchester —la nuera del fundador de la empresa, quien usó parte de su fortuna en construir lo que hoy se llama la Mansión Misteriosa para huir de los fantasmas de los muertos por las armas de la familia—, los pioneros del rubro no toparon con regulaciones, prohibiciones, valores o siquiera una mística especial asociada a su producto. «De hecho, no existían reglas especiales que concernieran al comercio internacional de armas hasta que en 1898 se hicieron efectivos unos modestos poderes de embargo presidencial. Para entonces, la compañía de Winchester se hallaba en el centro de su propia red de comercio de armas que se extendía por seis continentes.»
La autora de Consent: Sexual Rights and the Transformation of American Liberalism (Consentimiento: derechos sexuales y la trasformación del liberalismo estadounidense) y Voices of a Generation (Voces de una generación) teorizó que si en sus orígenes comerciales el arma de fuego se hubiera visto como algo extraordinario, acaso la historia hubiera sido distinta. «La cultura de las armas en los Estados Unidos se forjó sobre la base del comercio», escribió. «Hoy las políticas sobre las armas están consumidas por las controversias alrededor de la Segunda Enmienda, pero la Segunda Enmienda no diseñó, inventó, patentó, produjo en masa, publicitó, vendió, mercadeó o distribuyó las armas. Y aun así el negocio de las armas, que lo hizo y lo hace, es ampliamente invisible en las políticas actuales».
Inventores, vanguardistas, comerciantes
De modo llamativo, Oliver Winchester nunca poseyó un arma, ni mostró en su casa las que fabricaba y ni siquiera había disparado una antes de hacer su fortuna sobre ellas.
«Winchester apostó su destino industrial y su fortuna a un rifle más rápido y mecánicamente mejor, y lo hizo no como un armero o siquiera un entusiasta de las armas, sino como un capitalista del siglo XIX», argumentó Haag, también columnista habitual de The Washington Post, Slate y The Huffington Post. Era un vanguardista, un self-made man enamorado de la tecnología y el dinero. Le importaba el cómo de la producción industrial más que el qué. Algunos pasaron de la seda a las armas, como Christopher Spencer; o del negocio familiar de talabartería, como Daniel Wesson. Eli Witney creó la máquina para desgranar el algodón antes de pasar su ingenio a las carabinas.
Durante los 150 años de su historia, la Winchester Repeating Arms Company (WRAC) vendió más de 8 millones de armas no porque —como sugiere la narrativa de un vínculo intrínseco entre el estadounidense y sus armas— las armas se vendan solas, sino porque Winchester y sus herederos utilizaron estrategias de marketing ingeniosas y agresivas, del mismo modo que Samuel Colt accedió al tentador mercado militar en fiestas con mucho champagne que organizó para funcionarios de la defensa en hoteles elegantes de Washington.
«Recordamos a John Wayne, Buffalo Bill, Wyatt Earp y Al Capone, no a los hombres que patentaron y fabricaron sus rifles, pistolas y ametralladoras», se lee en The Gunning of America. «Acaso pensamos en la National Rifle Association, en Columbine o en Charlton Heston, pero no en los hermanos Remington detrás de su secreter, ni en Samuel Colt en pleno lobby en la frontera política, ni en el empleado que estudiaba tiempos de producción y caminaba por la fábrica de Winchester a comienzos del 1900 para documentar meticulosamente la ‘suma de movimientos’ necesaria para hacer un cartucho (‘ubicar ocho bandejas y llevarlas a la máquina = .013 segundos; pulir = 0.140’)».
Eran competidores feroces: «Se demandaban los unos a los otros, tomaban las ideas y los trabajadores de los demás, y a veces se admiraban por las habilidades políticas superiores». También colaboraban entre sí. No forjaron sus perfiles industriales por las armas sino por la ambición de progreso propia de la época.
«A comienzos de 1801, Withney llegó a la Casa Blanca, embarrada y sin terminar, con una misteriosa caja negra», contó la historiadora una de las anécdotas de esos emprendedores aventureros. «Estaba listo para exhibir sus contenidos al presidente, los titulares de los departamentos gubernamentales y otros, y les proclamó con confianza al presidente John Adams y sus consejeros que estaba listo para producir tanto 10.000 carabinas como una. Ante sus ojos asombrados, Whitney ubicó sobre la mesa diez unidades de cada una de las partes que componían una carabina y procedió a armar diez rifles con ellas».
De modo similar, Eliphalet Remington sólo quiso hacer un rifle para su uso personal, porque su padre se negó a comprarle uno, y cómo le salió tanto mejor que los que tenían sus vecinos, el pueblo entero le pidió que fabricara más. «La historia de los orígenes de Remington se escribió literal y laboriosamente en 1873 en la primera máquina de escribir hecha por Remington, que se heredó en la familia», anotó Haag.
Momentos claves de la historia
La creación del repetidor inició la familia semiautomática y fue a la Guerra de Secesión lo que el rifle había sido a la de a Independencia, aunque al comienzo los tácticos militares lo rechazaron «porque creían, filosófica y metafísicamente, que la valentía ganaba las batallas, no el poder de fuego».
Colt quebró y se recuperó gracias a la venta de un modelo nuevo.
Los Winchester estuvieron a punto de destrozar la empresa por las peleas internas tras la venta del exitoso Henry, un arma que «se carga sin perder tiempo», que cambió la naturaleza de la empresa.
Todos pasaron mil peripecias para venderle armas a Benito Juárez, entonces en lucha contra Ferdinando Maximiliano, sin que los bandidos interceptaran en México los envíos o los pagos.
Muchos perdieron dinero en la exploración de mercados distantes como Java o Siam, que no trataban a las armas como una mercancía más e impedían su importación libre
Esas instancias, entre otras, marcan la historia de una industria que produce masivamente uno de los escasos productos del mercado «inherente y exclusivamente diseñado para ser peligroso y letal», como definió la autora.
Y que, con los años, sobre la base de ese comercio, se volvió especial.
Las armas hoy
Esta industria ha tenido protección federal contra demandas civiles desde 2005 y ha gozado de la exención de la Comisión de Protección de la Seguridad del Consumidor desde 1972. Tampoco es legal que las agencias federales supervisen el diseño o la seguridad de las armas ni que financien la investigación o la acumulación de datos que puedan fundamentar legislación que dañe el producto. «Un arma de juguete está sujeta a más salvaguardias para el consumidor que un arma real», comparó Haag.
«Un enfoque centrado en el comercio sugiere remedios que nada tienen que ver con ‘quitarle las armas’ a los ciudadanos, la legislación federal sobre el control de armas ni la Segunda Enmienda», escribió. Y sugirió, como ejemplo, que se le devuelva a las armas «las mismas responsabilidades civiles y regulaciones y protecciones al consumidor que se aplican a casi cualquier otro bien».
En su epílogo, la autora confesó que ella también quiere aportar a descongelar el campo de la política sobre las armas. «Una ‘cultura de las armas’ no es sinónimo de violencia armada, pero la violencia —sea suicida u homicida— es la tragedia que motiva la política del control de armas. Si cada estadounidense tuviera un arma pero casi no tuviéramos una violencia armada civil —en otras palabras, si fuéramos más como Suiza— entonces podríamos tener una cultura de las armas, no un problema con las armas», concluyó.
Su idea tiene la gracia de lo simple: es más difícil luchar contra un mito que regular un comercio.