Maria Mitchell fue la tercera mujer en descubrir un cometa. Antes que ella lo habían hecho Caroline Herschel y María Winkelmann, pero ellas lo habían logrado a simple vista. En una época en la que las ciencias estaban reservadas a un mundo de hombres, Mitchell logró destacar el trabajo de las mujeres en la Astronomía al lograr la primera detección de un cometa con un telescopio. Después de eso, las cosas empezarían a cambiar en Harvard, donde las mujeres no podían ingresar.
Maria nació en 1818, durante el auge de la obra literaria de la monstruosa ballena Moby Dick. Y lo hizo en Nantucket, una isla que conseguía su riqueza de la industria ballenera. Creció en el seno de una familia cuáquera, una religión que defendía la educación igualitaria, pero hasta cierto límite, ya que aunque las mujeres recibían formación científica seguían estando destinadas al cuidado del hogar y a formar una familia.
Sin embargo, María tuvo la suerte de nacer en la familia del astrónomo oficial de Nantucket, William Mitchell, quien estaba muy orgulloso de llamarse igual que Herschel, el hermano de Caroline y descubridor de Urano. La pequeña cuáquera, que en sus clases aprendía ciencia a la vez que bordaba esferas estelares y globos terráqueos, tenía vocación con la astronomía, quería seguir los pasos de su padre y convertirse en su aprendiz.
Ese deseo se lo manifestó cuando su hermano más mayor, el primogénito, decidió hacerse a la mar para ser ballenero. «William deseaba que él continuase la tradición en el observatorio, y probablemente se le iluminó la mirada cuando una de sus hijas más pequeñas le dijo con ilusión que ella otearía el cielo con él cada noche», cuenta Miguel Ángel Delgado, autor del libro Las calculadoras de Estrellas (Ed. Destino).
«Su madre, Lidia, era una cuáquera tradicional, le decepcionó que su hija tuviese vocación científica, quería que se uniese a las comunidades cuáqueras y no armase escándalo. Al final aceptó a regañadientes, porque como buena cuáquera tenía que aceptar los deseos de su marido», relata el escritor. William, aunque seguía la religión cuáquera, era más flexible. Además de dejar que María siguiese su vocación con la Astronomía, trataba de estimular a todos sus hijos con color, algo prohibido por la religión. Encontraba formas de aportar colores a la casa sin violar la doctrina cuáquera. Una vez colgó una bola de cristal llena de agua, y reflejaba todos los colores del arcoíris en las paredes de la casa.
«Siempre daba la casualidad de que las piezas que necesitaba para el telescopio tenían colores llamativos, como el rojo, al igual que las tapas de los libros de su biblioteca. Tampoco perdía la oportunidad de plantar flores en el jardín para que sus hijos pudieran rodearse de color», cuenta Delgado. «Al final, terminaron rompiendo con la religión cuáquera al descubrir a una de sus hijas tocando el piano. La música también estaba prohibida».
Su hallazgo pionero
María nunca se casó. Se comprometió con la ciencia y pasaba las noches observando el cielo con su telescopio, hecho que le llevó en 1847 a descubrir el cometa más tarde conocido como Miss Mitchell’s Comet y a conseguir una medalla de oro que le otorgó el rey Federico VI de Dinamarca por descubrir por primera vez un cometa con un telescopio. Sin embargo, recibir ese reconocimiento no fue fácil para María. Cuando realizó el hallazgo se encontraba aislada por un temporal en Nantucket y su misiva al rey llegó demasiado tarde. Así que el astrónomo Francisco de Vico, que lo visualizó dos días después, pudo comunicar antes el hallazgo.
La justicia se hizo un año después, al volcarse Estados Unidos con la astrónoma para lograr que recibiese la medalla. «María tuvo su medalla, pero también adquirió una fama a la que ella no estaba acostumbrada y que la incomodaba», explica Delgado.
Sin embargo, la fama y el reconocimiento trajeron muchas cosas buenas a Nantucket y a las mujeres. En primer lugar, María invirtió el dinero de la medalla en reactivar un proyecto que llevaba años parado y que salvaría miles de vidas en la isla. Así, se cartografió la costa y se evitaron miles de muertes de marineros que volvían a sus casas después de meses en el mar. «Así, un descubrimiento científico trajo un beneficio incalculable para la sociedad. Fue una prueba de que la frase gasto en ciencia es errónea. Siempre debemos hablar de inversión en ciencia», asegura el escritor.
Ese mismo año, María se convirtió en la primera mujer que perteneció a la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias y, poco después, también obtendría un lugar en la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia. «Estuvo trabajando en la Oficina de elaboración del Almanaque Naval de Estados Unidos calculando tablas para las posiciones astronómicas de Venus y viajó por Europa visitando observatorios. «Sin embargo, el trabajo que despertaría su vena más activista en pro de las mujeres en la Ciencia sería su puesto como profesora de astronomía en el Vassar College, una facultad sólo para mujeres que pretendía llegar al mismo nivel que las universidades de élite en las que sólo se admitían hombres», cuenta Delgado.
María se dio cuenta de que a pesar de su gran reputación su salario era mucho menor que el de sus compañeros hombres, incluso aunque fuesen más jóvenes, así que luchó por la igualdad hasta consiguió el mismo sueldo. Ni siquiera se rindió ante las explicaciones de Vassar, donde le decían que una mujer soltera no necesitaba tanto dinero como un hombre que tiene que mantener a una familia. Después de eso, se involucró también en el movimiento sufragista y en la política, ayudando a fundar la Asociación Estadounidense para el Avance de las Mujeres.
Ella misma se dio cuenta de lo necesario que era el género femenino para la ciencia, y por ello dejó escrito en su diario lo siguiente: «En mis años jóvenes, solía decir ‘¡cuánto necesitan las mujeres las ciencias exactas!’ Pero desde que he conocido a algunos científicos que no siempre atienden a las enseñanzas de la naturaleza, que se quieren a sí mismos más que a la ciencia, digo: ‘¡Cuánto necesita la ciencia a las mujeres!'».
María Mitchell falleció antes de que una mujer fuese aceptada y graduada en Harvard, pero probablemente su obra en el Vassar College allanase el camino. «La estampa de un grupo de mujeres lideradas por ella observando el eclipse de Sol de Denver en 1879 es una maravilla, dejó constancia de que estas mujeres hacían ciencia en un mundo de hombres», se entusiasma Delgado.
Junto con esta fotografía, hay otra que se produciría años después en plena Universidad de Harvard y que demostraría que el terreno allanado por María Mitchell o Caroline Herschel había dado sus frutos, aunque no todavía maduros, ya que faltaría aún mucho tiempo para que el trabajo de una mujer fuese realmente valorado por la comunidad científica.
Mucho antes de que la primera alumna de Harvard pudiese graduarse, hubo un grupo de mujeres sin formación que formó parte de un estudio científico. Fueron despectivamente conocidas como el harén de Pickering, pero realmente llamadas las Calculadoras de Hardvard. Edward C. Pickering, un astrónomo de la Universidad, despidió a su ayudante y se atrevió a decir que incluso su asistenta haría mejor sus cálculos. «Pickering no era un feminista, ni mucho menos, pero era más avanzado que el rector de Harvard, quien creía que las mujeres no debían estar en la universidad», aclara Delgado.
Su asistenta, Williamina Fleming, no sólo llevó a cabo el trabajo mejor que el antiguo ayudante de Pickering, sino que terminó liderando un gran grupo de mujeres cuyo trabajo fue catalogar más de 10.000 estrellas. Entre ellas se encontraban nombres hoy día tan ilustres como Henrietta Leavitt, cuyo estudio de las Cefeidas dio lugar a avances como el cálculo de distancia entre galaxias y permitió más tarde a Edwin Hubble medir la distancia hasta nuestra vecina Andrómeda. «Las calculadoras de Harvard no sólo se limitaron a catalogar, sino que fueron más allá y sus estudios sentaron las bases de la Astrofísica moderna, aunque en numerosas ocasiones sus trabajos fuesen firmados o respaldados por un astrónomo, ya que la figura de la mujer en la ciencia no era valorada por la comunidad científica», relata el escritor.
De hecho, el trabajo de una de las calculadoras, Cecilia Payne, cuyo nombre es ahora respetado, fue motivo de burla por parte de numerosos astrónomos, pues nadie se la tomó en serio cuando aseguró en una investigación que las estrellas estaban compuestas de hidrógeno.
«Por desgracia, muchas de las desigualdades que sufrieron María Mitchell y las Calculadoras de Harvard no se diferencian demasiado de las que sufren las científicas (y las mujeres) del siglo XXI. Se sigue entendiendo la maternidad como una carga, no así como la paternidad; sigue existiendo la brecha salarial y es un debate que sigue en voga. Además, todavía falta representación femenina al frente de instituciones», lamenta Delgado. «Sigue existiendo esa idea invisible y equivocada de que la ciencia no es para la mujer. Pero yo me pregunto… si unas mujeres sin formación lograron tantos avances y teorías para la Astronomía, ¿qué habrían conseguido si hubiesen tenido mejores oportunidades en educación?», se pregunta el autor.