¿Seguirá Donald Trump el guion populista de concentrar el poder mientras reprime a sus críticos? ¿O serán las bases de la democracia y las instituciones de la sociedad civil de Estados Unidos lo suficientemente fuertes para resistir tales acciones? Para encontrar respuestas, los estadounidenses deberían echar un vistazo a América Latina, donde, desde la década de 1940, los populistas electos han socavado la democracia.
El populismo no es una ideología, sino una estrategia para obtener el poder y gobernar. Dos de los populistas más influyentes de América Latina, Juan Perón de Argentina y Hugo Chávez de Venezuela, percibían la política como una confrontación maniquea entre dos campos antagónicos, tal como lo hace Trump. Desde su perspectiva, no enfrentaban rivales políticos sino enemigos que requieren ser destruidos.
Los líderes populistas tienden a presentarse a sí mismos como personajes extraordinarios cuya misión es liberar al pueblo. Para ganar las elecciones politizan sentimientos de miedo o resentimiento. En cuanto están en el gobierno, atacan el marco constitucional liberal de la democracia, que en su opinión constriñe la voluntad del pueblo. Los populistas son profundamente antipluralistas, y sostienen que ellos encarnan al pueblo como un todo. Chávez presumía: “No se trata de Hugo Chávez; se trata de un pueblo”. De manera similar, Trump dijo en un evento de campaña en Florida: “No se trata de mí: se trata de todos ustedes. Se trata de todos nosotros, juntos como una nación”.
Los términos “pueblo” y “élite” son imprecisos. El “pueblo” de Perón y Chávez eran los oprimidos y no blancos. El “pueblo” de Trump son ciudadanos blancos, en su mayoría cristianos, que producen riqueza y no dependen de los subsidios financieros del gobierno. Los enemigos de Chávez y Perón eran políticos corruptos, élites económicas extranjerizantes, el imperialismo y los medios de comunicación privados. En la campaña presidencial de Trump, los mexicanos fueron representados como el otro antiestadounidense, y los musulmanes fueron retratados como terroristas en potencia cuyos valores son contrarios al cristianismo estadounidense. Pintó a los afroestadounidenses como delincuentes o víctimas que viven en condiciones de alienación y desesperanza. Los enemigos de Trump también eran los medios de comunicación, las empresas y los países que obtienen ganancias de la globalización, y las élites liberales que defienden lo políticamente correcto.
Los populistas crean sus propias reglas del juego político, y parte de su estrategia es manipular a los medios. Chávez y Rafael Correa, el presidente populista de Ecuador, desdibujaron los límites entre el entretenimiento y las noticias, usando sus propios programas semanales de televisión para anunciar políticas importantes, atacar a la oposición, cantar canciones populares y, naturalmente, despedir a funcionarios públicos. Siempre estaban enfrentando a sus enemigos en Twitter, y los programas de televisión mostraban sus palabras y acciones enfurecidas para aumentar los ratings. Trump podría seguir estos ejemplos y transformar los debates sobre asuntos de interés nacional en reality shows.
Puesto que los populistas latinoamericanos se sienten amenazados por aquellos que cuestionan su argumento de encarnar las aspiraciones de su pueblo, se les van encima a los medios. Perón y Chávez nacionalizaron los medios noticiosos que los criticaban; Alberto Fujimori, de Perú, usaba los tabloides sensacionalistas para calumniar a sus críticos; Correa ha utilizado el sistema legal para imponer multas astronómicas a periodistas y dueños de medios noticiosos. El Diario Hoy, un periódico de centro-izquierda de Ecuador donde fui columnista, fue obligado a cerrar por criticar al gobierno. Como muchos periodistas e intelectuales de Ecuador, me convertí en blanco del presidente, quién me insultó dos veces en su programa en televisión nacional.
Al igual que sus primos populistas latinoamericanos, Trump muestra desprecio por los medios. Ha amenazado a periódicos y periodistas con demandas por difamación. Aunque ha suavizado sus ataques desde la elección, una confrontación con periodistas críticos parece inevitable.
Los populistas latinoamericanos también atacan a la sociedad civil. De manera semejante, Trump ha utilizado palabras duras en contra de grupos de derechos civiles como Black Lives Matter. Algunos de sus colaboradores cercanos han hablado de revivir el Comité de Actividades No Estadounidenses. Su apoyo a las deportaciones masivas, el uso de la política de “detención y cateo” en los barrios latinos y negros, la vigilancia a los musulmanes estadounidenses, la reversión de los derechos de las mujeres y la comunidad LGBT podrían conducir también a confrontaciones con organizaciones de derechos humanos y civiles.
Los populistas latinoamericanos no respetan acuerdos constitucionales, como la separación de poderes. Tratan de controlar al poder judicial, apoderarse de todas las instituciones de control, y crear partidos basados en la lealtad incondicional al líder. Cuando llegan al poder en medio de las crisis, como cuando Chávez y Correa fueron elegidos, pueden tomar el poder y establecer el autoritarismo a expensas de la democracia. En Argentina, instituciones democráticas más sólidas se resistieron a la estrategia de politización populista de Cristina Fernández de Kirchner y bloquearon una reforma constitucional que le habría permitido permanecer en el poder durante un periodo más.
Estados Unidos tiene una tradición de equilibrio de poderes entre las distintas áreas gubernamentales para controlar el poder político. La constitución divide el poder en tres ramas; las elecciones están espaciadas; el poder se reparte entre los estados y el gobierno federal; hay dos partidos dominantes. Con estas restricciones y hasta la elección de Trump, el populismo estaba confinado a los márgenes del sistema político. En teoría, el populismo de Trump, dentro de este marco institucional, no sería más que una fase, y la democracia y la sociedad civil estadounidenses serían lo suficientemente fuertes para sobrevivir a los desafíos del populismo sin importantes consecuencias desestabilizadoras.
Sin embargo, incluso si el marco institucional de la democracia no se derrumba bajo su poder, Trump ya ha dañado la esfera pública democrática. El discurso del odio y la denigración de las minorías están sustituyendo a la política del reconocimiento y la tolerancia cultural que, desde los años sesenta, ha sido construida por las luchas feministas y los movimientos contra el racismo.
Trump es una especie de animal político desconocido para los estadounidenses, un autócrata populista de extrema derecha. El sexismo, el racismo y la xenofobia le hicieron a ganar las elecciones. Como presidente, tendrá la autoridad para expulsar a los grupos contra los que hizo campaña. Una vez en el poder, continuará atacando a los medios de comunicación, a las élites liberales y cosmopolitas, y a cualquier otro grupo que desafíe sus políticas.
La democracia no es inmune a los autócratas populistas. La polarización, los ataques a los derechos civiles y la confrontación con la prensa podrían conducir, en Estados Unidos, al igual que en Venezuela y Ecuador, al autoritarismo. Chávez y Correa no erradicaron la democracia con golpes de Estado. En vez de eso, la estrangularon poco a poco con ataques a las libertades civiles, dominando la esfera pública y usando el sistema legal para silenciar a sus críticos. Los estadounidenses que valoren un país inclusivo, tolerante y pluralista necesitan estar en guardia, vigilantes para que Trump no siga sus pasos.