La mayoría de las personas aborrecen las finanzas, porque las consideran el epítome de la irresponsabilidad y la avaricia, pero, aun después de haber causado una recesión de las que sólo ocurren una vez en un siglo y millones de desempleados, las finanzas parecen indispensables para prevenir una catástrofe aún peor: el cambio climático.
Se necesitan medidas urgentes para contener el calentamiento planetario y prevenir un desastre para la Humanidad; sin embargo, la comunidad mundial padece una desesperante carencia de instrumentos. No hay demasiado apoyo para las soluciones más deseables propuestas por los economistas, como, por ejemplo, un límite mundial a las emisiones de los gases que producen el efecto de invernadero, junto con un sistema de comercialización, o la aplicación de un precio mundial del carbono mediante un impuesto mundial a las emisiones de CO2.
En cambio, las negociaciones para la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que se celebrará en París el próximo mes de diciembre se están basando en promesas voluntarias yunilaterales llamadas contribuciones determinadas en el nivel nacional. Aunque la inclusión de objetivos voluntarios tiene el mérito de crear un impulso mundial, no es probable que de ese planteamiento resulten compromisos que sean a un tiempo vinculantes y proporcionados con el problema.
Ésa es la razón por la que los defensores del clima están buscando cada vez más otros medios de desencadenar la adopción de medidas. Las finanzas ocupan el primer lugar en la lista.
Para empezar, las finanzas ofrecen un criterio preciso para juzgar si los hechos se ajustan a las palabras. En 2011, “Unburnable Carbon,” informe innovador de la organización no gubernamental Carbon Tracker Initiative, mostró que las reservas de combustibles fósiles comprobadas y poseídas por gobiernos y empresas privadas multiplicaban por cinco la cantidad de carbono que se puede quemar en los próximos cincuenta años, si se quiere mantener el calentamiento planetario por debajo de dos grados centígrados.
Las reservas con que cuentan las 200 mayores empresas que cotizan en bolsa –con lo que se excluye a los productores de propiedad estatal, como Aramco, de Arabia Saudí– superaban en un tercio el presupuesto de carbono y eso significa que la valoración bursátil de esas empresas no se ajusta a la necesidad de contener el calentamiento planetario.
En vista de ello, se organizó una campaña para convencer a los inversores a fin de que
renuncien a sus activos con abundancia de carbono. Personas individuales e instituciones que representan una cartera de 2,6 billones de dólares se han unido ya al movimiento en pro de la desinversión. Además, el Gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, ha subrayado la amenaza representada por los activos de carbono que podrían quedar varados. Se está advirtiendo a los inversores que, desde el punto de vista de la estabilidad financiera, los valores “marrones” entrañan un riesgo específico.
La cantidad de desinversión puede parecer grande… y lo es, en vista, en particular, de que la campaña ha comenzado recientemente. Sin embargo, 2,6 billones de dólares equivalen sólo a menos del cinco por ciento de los valores privados no financieros mundiales. La tendencia es real, pero aún es demasiado pequeña para desencadenar cambios importantes en la valoración y el comportamiento de empresas de combustibles fósiles.
Una segunda razón por la que las finanzas cuentan es la de que la transición a una economía con escasas emisiones de carbono requiere inversiones cuantiosas. Según la Agencia Internacional de la Energía, la inversión mundial en suministro energético asciende actualmente a 1,6 billones al año y el 70 por ciento de ella sigue basado en el petróleo, el carbón o el gas. La inversión verde asciende a tan sólo el 15 por ciento del total y la inversión en eficiencia energética –en edificios, transportes e industrias– asciende en total a unos escasos 130.000 millones de dólares. Para contener el aumento de la temperatura media de la superficie hasta dos grados, es necesario el desarrollo de tecnologías limpias y –lo que es aún más importante– el cuádruplo de la inversión en eficiencia energética en los diez próximos años.
Sin embargo, semejante inversión no será fácil de financiar: su rendimiento depende de un precio del carbono aún no logrado y con frecuencia se materializará sólo a largo plazo, mientras que la mejora de la eficiencia energética requiere la substitución de centenares de millones de vehículos anticuados y la reforma de centenares de millones de edificios energéticamente voraces. Son necesarios instrumentos financieros adecuados para el objetivo idóneo en el lugar idóneo y en la escala idónea.
A los bancos de desarrollo y los bancos verdes corresponde un papel enorme. Por ejemplo, préstamos específicos a largo plazo, junto con la desgravación fiscal o una subvención, ayudarían a los hogares a modernizar sus viviendas.
Pero la verdadera esperanza entre los especialistas en el clima es la de que una financiación innovadora brinde la claridad en materia de planificación de la que ahora se carece. Para lograr las inversiones necesarias a fin de mitigar el cambio climático y ecologizar la economía, la eliminación de las subvenciones a los combustibles fósiles y una vía creíble para el aumento del precio del carbono revisten importancia decisiva, pero, como los precios altos del combustible son impopulares entre los consumidores y plantean preocupaciones en materia de competitividad entre las empresas, actualmente los gobiernos son reacios a adoptar medidas… y podrían incumplir sus compromisos de adoptarlas en el futuro.
Para superar esa inquietud, los partidarios de la adopción de medidas en pro del clima están recurriendo a los incentivos. Algunos han recomendado que los gobiernos emitan bonos con fianzas de cumplimiento en materia de CO2, cuyo rendimiento se reduciría, si las empresas superaran su objetivo en materia de carbono. Otra idea, lanzada en un estudio reciente de Michel Aglietta y sus colegas, es la de establecer una vía para la consecución de un precio indicativo del carbono, llamado su “valor social”, y proporcionar a los ejecutores de proyectos verdes un certificado de carbono garantizado por los gobiernos y que represente el valor de la reducción de las emisiones correspondientes. Proponen que los bancos centrales refinancien a posteriori los préstamos concedidos a los ejecutores de dichos proyectos, hasta el valor del certificado de carbono.
Equivaldría a una apuesta calculada. Si el precio del carbono dentro de diez años, pongamos por caso, corresponde efectivamente al valor social anunciado, el proyecto será rentable y el ejecutor del proyecto amortizará el préstamo, pero, si el Gobierno incumple su compromiso, el ejecutor suspenderá pagos y el banco central se hará cargo de la reclamación al Gobierno. Si el precio del carbono no subiera, el resultado sería o bien una deuda pública mayor o bien –en el caso de su monetización– inflación.
De lo que se trata es de obligar a los gobiernos a jugarse el pellejo equilibrando el riesgo de inacción respecto del impuesto al carbono con el riesgo de insolvencia o inflación. No habría dilación. Las medidas contra el calentamiento planetario se adoptarían sin demora, pero, un decenio después, más o menos, los gobiernos –y las sociedades, en sentido más amplio– deberían optar entre fiscalidad, deuda e inflación.
Emprender inversiones en gran escala ahora y no decidir hasta después cómo financiarlas parece irresponsable… y lo es, pero no adoptar medida alguna sería aún más irresponsable.
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