En 1967, un destacado astrónomo visitó Dallas para dar una conferencia. No obstante, antes de que pudiera hablar, una joven llamada Beatrice Tinsley se puso de pie y les dijo a los presentes que todo lo que estaban a punto de escuchar estaba equivocado.
Así fue como comenzó una rivalidad que cambió la cosmología, el estudio del origen y la evolución del universo.
En un lado, se encontraba Allan Sandage, quien tal vez era el astrónomo más importante del mundo en ese entonces, convencido de que estaba acercándose a conocer el destino del universo —en específico, al hecho de que estaba predestinado a colapsar un día muy lejano, dentro de 100 000 millones de años—. En el otro, estaba una extrovertida estudiante de posgrado de 26 años que decía que Sandage había equivocado su lectura de la luz emitida por galaxias distantes y, con ello, el destino del universo.
Sandage estaba indignado, pero quedó grabado en la historia que fue ella quien ganó la discusión.
En los años subsecuentes, antes de que el cáncer causara su muerte el 23 de marzo de 1981, a los 40 años, Beatrice Tinsley llegó a ser conocida como la principal experta en todo el mundo en el envejecimiento y la evolución de galaxias, esas gigantescas metrópolis estelares que son las verdaderas ciudadanas del cosmos.
Beatrice Muriel Hill nació en Chester, Reino Unido, el 27 de enero de 1941 y creció en Nueva Zelanda. Fue la segunda hija de tres que Jean y Edward Hill tuvieron. Su padre fue un clérigo que se volvió político y se convirtió en alcalde de Nueva Plymouth en Nueva Zelanda.
En 1961, se casó con un físico y compañero de clase, Brian Tinsley.
En su obra, a la que el astrónomo de Princeton James Gunn llamó “un verdadero cambio de paradigma”, las galaxias dejaron de ser consideradas masas amorfas de luz estelar aisladas para ser vistas como centros climáticos de energía y radiación que se modifican dinámicamente, que influyen y son influidas por el cosmos que las rodea.
Tinsley fue la inspiración de una nueva generación de astrónomos y físicos que utilizaron nuevos métodos e información para combatir la narrativa del universo impuesta por sus antecesores. Amigos y colegas la recuerdan como una mujer sumamente apasionada de sus ideas y el universo, una heroína feminista para el reducido pero creciente grupo de mujeres astrónomas —que tuvo que pagar un alto precio personal, abandonar a su familia, por seguir a las estrellas—.
Asteroides, montañas, cátedras y premios han recibido su nombre, pero toda una vida de rechazos y barreras laborales hicieron que con frecuencia Tinsley se sintiera menospreciada.
“Nunca perdió las ganas de luchar contra el mundo”, afirmó Richard Larson, un astrónomo de Yale que se convirtió en su colaborador y en un amigo cercano.
El destino del universo era la gran pregunta en cosmología. ¿El universo continuaría su expansión eternamente? ¿O la gravedad combinada de las galaxias al final jalaría todo? Sandage y otros buscaron responder esa pregunta al observar cómo el universo se había expandido en el pasado. Concluyó que se estaba lentificando y un día se concentraría en un Big Crunch —lo opuesto al Big Bang—.
Sin embargo, el trabajo de Beatrice Tinsley sugería que estas galaxias no eran tan constantes y podían desdibujarse con la edad, a medida que evolucionaban las estrellas en su interior.
De ser cierto, esos efectos mermarían el método de Sandage y podrían inclinar la respuesta respecto al destino del universo hacia una expansión eterna, en la que la existencia sería un viaje sin retorno hacia la noche eterna.
Su disertación se publicó —Sandage la ignoró— y ella obtuvo el grado de doctora en 1968. Al mismo tiempo, ella y Brian adoptaron a un niño, Alan, y después a una niña, Teresa. Mientras vivían en Dallas, criando a sus hijos, ella se involucró en Planned Parenthood y Zero Population Growth.
Mientras tanto, siguió impulsando su visión de las galaxias y la cosmología mediante congresos científicos y visitas a lugares como los observatorios en los montes Wilson y Palomar y la Universidad de Maryland.
En 1972, Tinsley y tres jóvenes colegas —Gunn y J. Richard Gott, de Princeton, y David Schramm, que entonces estaba en la Universidad de Texas— se dispusieron a resumir lo que pensaban que era evidencia creciente de que el universo se expandiría por siempre.
“Beatriz fue el pegamento”, recordó Gunn, quien aseguró que ella había escrito la mayor parte del artículo titulado An Unbound Universe? Tenía un tono juguetón e irreverente, alejado de la austera formalidad que había caracterizado los pronunciamientos astronómicos.
“Desiste de expulsar el razonamiento de tu mente debido a su desconcertante novedad”, comenzaba la publicación, al citar al poeta y filósofo romano Lucrecio. Y continuaba: “… pues la mente anhela descubrir mediante el razonamiento lo que existe en la infinidad del espacio que reside más allá de las murallas de este mundo. He aquí entonces mi primer punto. En todas las dimensiones por igual, de este lado o del otro, atravesando el universo hacia arriba o hacia abajo, no hay fin”.
En otras palabras, el universo se expandirá por siempre; no habrá un Big Crunch, no habrá oportunidad de un acto después del Big Bang. Después de que Nature rechazó el artículo, The Astrophisical Journal lo publicó en 1974. Un año más tarde, Sandage llegó a una conclusión similar: que el universo no disminuiría su velocidad lo suficiente para algún día volver a colapsar.
Tinsley estaba encantada. “Puede ser que se considere ‘mala ciencia’ el hecho de que te guste que el universo esté abierto porque se siente mejor, pero a mí me fascina esa posibilidad”, escribió en una carta dirigida a su padre. “Creo que estoy atada a la idea de la expansión eterna (de cierto modo, como la vida misma) más que a la infinitud espacial”.
Observaciones posteriores hechas un cuarto de siglo más tarde, usando como parteaguas estrellas distantes que explotaban en lugar de galaxias, demostraron que la expansión del universo en realidad se estaba apresurando debido a la influencia de lo que los astrónomos llaman energía oscura. Tinsley tenía razón “y bastante”, recalcó Larson.
En 1975, Tinsley recibió el premio Annie Jump Cannon, otorgado por la Asociación Estadounidense de Mujeres Universitarias por su extraordinaria investigación posdoctoral.
Pero a pesar de su creciente prominencia, no lograba conseguir trabajo en Texas. Se quejó con su padre diciéndole que se sentía “rechazada y menospreciada intelectualmente”.
En 1977 organizó y fue anfitriona de un simposio que reunió a expertos en la evolución de las estrellas y las galaxias de todo el mundo. Los registros del simposio, editados por ella y por Larson, son una referencia clásica para los investigadores.
Pero no tuvo mucho tiempo para disfrutar de su reconocimiento. Un año más tarde descubrió un bulto en su pierna que resultó ser melanoma.
En 1979 llevó a su hija Teresa, que tenía 11 años en ese entonces, a New Haven para pasar con ella el tiempo que le quedaba de vida. Su hija Teresa recuerda cómo jugaba después de clases en los salones del departamento de astronomía y a su madre ayudándole con la tarea en la enfermería de Yale.
Cerca del final, Tinsley escribió un poema:
Déjenme ser como Bach, creando fugas
hasta que de pronto la pluma no se mueva más.
Dejen todas mis melodías dentro (de una luz ancestral
de orígenes y cambio y valor humano)
Deja que todas sus melodías se entrecrucen,
que evolucionen y se fusionen en una creciente unidad,
sin diluirse jamás
sin un acorde final…
Hasta que de pronto mi mente no escuche más.