Creciente intolerancia ante la corrupción en America Latina

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La imputación formal de Cristina Fernández, por haber vendido dólares abajo del precio de mercado para beneficiar a su malogrado sucesor en 2015, solo es la punta del iceberg del nuevo escándalo de corrupción de América Latina.

En la lista aparentemente interminable de acusaciones, juicios y sentencias en toda la región, Fernández también se encuentra bajo investigación por haber entregado contratos de miles de millones de dólares a un constructor antes inexistente, que adquirió extensiones gigantescas de tierras en la Patagonia, y hoteles de lujo en la provincia de Santa Cruz por cuenta de la ex-presidenta.

Lázaro Báez, protagonista principal del escándalo de Hotesur, ya ha sido detenido, pero seguirá la marcha de jueces sumisos que dejaron languidecer estas causas cuando Fernández despachaba en la Casa Rosada y las reactivaron ahora bajo Macri.

Dicha marcha marca la pauta de una de las grandes novedades en la historia reciente de América Latina: la creciente intolerancia de las clases medias de la región ante niveles posiblemente inéditos de corrupción, y el uso de esa justificada indignación por opositores políticos para su propio beneficio.

En un contexto caracterizado por un letargo económico prolongado y por gobiernos de izquierda en buena parte de los países latinoamericanos, es fácil comprender por qué se trata de algo novedoso, desconocido y alarmante para algunos, y alentador para otros.

El caso emblemático consiste por supuesto en la tragedia brasileña. Dilma Roussef ha debido desocupar la presidencia, por lo menos durante 180 días, quizá para siempre, con motivo de un proceso de destitución institucional. Se ha generado una gran confusión, en parte de buena fe, en parte no, a propósito del drama brasileño, que tal vez solo se pueda desenredar tomando en cuenta varios factores.

Dilma no es acusada de corrupción personal. Pero sin las revelaciones del caso Lava Jato, del juez Sergio Moro y del conjunto de acusaciones y certezas englobadas bajo el término de Petrolão, no enfrentaría los cargos que se le imputan. Asimismo, de no ser por el patético estado de la economía brasileña, tampoco hubieran prosperado esos cargos. Por último, si la oposición brasileña no se hubiera envalentonado, gracias a casi 14 años fuera del poder, a un milagroso acercamiento al retorno en 2014, y a una movilización callejera sin precedentes, Roussef tampoco habría sido defenestrada constitucionalmente. Lo que acontece hoy en Brasil es la suma de todos estos elementos.

Pero en todos estos casos, detrás del andamiaje jurídico se perfila el triple fondo político y ético: robaron para la corona, es decir, para mantenerse en el poder. La gente no lo toleró; y la oposición se aprovechó. En ausencia de este comportamiento corrupto ¿Habría funcionado la perpetuación en el poder de un partido, de un matrimonio, o de un solo gobernante en otros casos análogos (Bolivia, Ecuador, Venezuela, Nicaragua)? Es difícil saberlo, porque el ejercicio contra-factual es imposible.

Sí sabemos que lo de Brasil no es un “golpe de Estado” ni un acto opositor ilegítimo en un país con un sistema semi-híbrido, donde la multiplicidad de partidos y la existencia de un procedimiento expedito de juicio político alienta a cualquier oposición a utilizarlo.

Los intentos de destitución legal de un mandatario son lo propio de la democracia y de la vocación opositora. Nixon, Clinton, Collor de Mello, Chávez, ahora Maduro y muchos más, incluso en regímenes presidenciales, constituyen buenos ejemplos de ello. No se entiende cómo los partidarios de la revocación de mandato, por ejemplo, se indignan ante un procedimiento constitucional ciertamente legislativo pero no menos legítimo.

La pregunta podría ser más bien si lo mismo va a comenzar a gestarse en otros países. En Guatemala ya aconteció. En Nicaragua difícilmente sucederá algo, aunque la corrupción detrás del ficticio canal interoceánico tal vez sea, en términos per cápita, la mayor de todas.

En El Salvador, la corrupción de Mauricio Funes, el anterior mandatario electo bajo el emblema del FMLN, ya había sido divulgada, pero ahora, con la detención en Brasil de João Santana, el gurú de campañas la izquierda latinoamericana, saldrán a relucir más datos.

En Panamá el actual gobierno ha procesado en ausencia al expresidente Martinelli. En Perú, cualquiera que sea el vencedor de la segunda vuelta, se verá obligado a investigar, y en su caso a procesar, al mandatario saliente y a su esposa, bajo sospecha de excesos análogos a los de otras primera damas.

En Chile, la nuera de Michele Bachelet, y buena parte de la clase política, han sido acusados de diversas fechorías, basadas en anacronismos jurídicos, con fines claramente políticos, pero de nuevo, en algunos casos, con fundamentos reales.

El capítulo venezolano encierra las paradojas más dramáticas y arrojará los peores ejemplos de corrupción una vez que se sepa lo ocurrido durante la larga noche chavista. Las fortunas acumuladas por los nuevos magnates bolivarianos solo tienen como parangón las increíbles privaciones que padecen los habitantes de uno de los países más ricos del mundo en recursos naturales per cápita. La hecatombe venezolana llegará a su desenlace pronto, y la corrupción de sus autoridades no desempeñará un papel central en lo inmediato, pero en el ajuste de cuentas con el pasado será un factor decisivo.

Hugo Chávez llegó al poder en 1998 denunciando, con toda razón, la corrupción infinita del pacto de Punto Fijo; la de sus correligionarios, mientras estuviera en vida y después, no fue menor.

Huelga decir que el asunto no es privativo de la izquierda latinoamericana. Da la casualidad que ésta se encuentra en el poder en un gran número de países de la región y por lo tanto buena parte de la ira social se dirige en su contra.

El caso de México demuestra, con creces, la omnipresencia de los escándalos de corrupción, con gobiernos de izquierda, de derecha, o de identidad ideológica difusa.

El gobierno del Presidente Enrique Peña Nieto ya ha sido consignado a la historia por el estigma de la llamada “casa blanca”, la residencia adquirida por su esposa gracias a facilidades de todo tipo otorgadas por uno de los grandes contratistas de estos años. Pero ahora esto parece lo de menos.

El deseo de Peña Nieto –bien intencionado o cínico– de ver aprobadas por el congreso mexicano leyes eficaces contra la corrupción se ha topado con la resistencia –feroz y cínica también– de su propio partido y de la oposición.

La llamada ley 3de3, que obliga a servidores públicos y a candidatos a cargos de elección popular a divulgar sus bienes, ingresos e intereses, se ha visto enmarañada en una madeja de objeciones juridicistas, burocráticas, y desfachatadas.

A poco más de dos años de las próximas elecciones presidenciales, Peña Nieto sigue a tal punto manchado por los escándalos de corrupción (y de violaciones a los derechos humanos) que difícilmente escapará a la creación, por su sucesor, de sendas comisiones de la verdad con apoyo internacional.

En los años 1980, cuando se efectuaron la mayoría de las transiciones democráticas en América Latina, muchos pensaron que los males endémicos de la región comenzarían a desvanecerse en forma automática. No fue el caso. La violencia y la desigualdad persisten, aunque hayan disminuido en algunos países.

La corrupción se encuentra más presente que nunca, incluso bajo gobiernos conducidos por partidos o líderes de izquierda, que se vanagloriaron siempre que ellos nunca incurrirían en las odiosas prácticas de sus verdugos, represores o adversarios: las élites latinoamericanas. Resultó que sí.

Nota: La presente pieza fue seleccionada para publicación en nuestra sección de opinión como una contribución al debate público. La(s) visión(es) expresadas allí pertenecen exclusivamente a su(s) autor(es) y/o a la(s) organización(es) que representan. Este contenido no representa la visión de Univision Noticias o la de su línea editorial.

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