Donald Trump apunta contra la autonomía de la Fed

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El candidato a la presidencia Donald Trump ha expresado su intención de reemplazar a Janet Yellen en la Fed en caso de llegar a la Casa Blanca.

Si hay un aspecto de ser presidente para el que Donald Trump se siente especialmente preparado es para el manejo de la deuda nacional. Considerando que varias de sus empresas han pasado por un proceso de quiebra, Trump posee una considerable experiencia negociando con acreedores.

“Soy el rey de la deuda”, dijo el jueves pasado en el canal de noticias por cable CNBC. “Me encanta la deuda. Me encanta jugar con ella”.

Pero, ¿sería Trump realmente capaz de aplicar estas cualidades a la presidencia y obligar a los poseedores de US$19 billones en deuda del Tesoro de Estados Unidos a aceptar menos de 100 centavos por dólar, como sus comentarios en la entrevista parecen implicar? Casi seguro que no.

Esa deuda es el lubricante del sistema financiero mundial; dejar de pagarla podría causar un pánico financiero de proporciones épicas. Por otra parte, como el mismo Trump parece entender, EE.UU. no es un hotel. Puede pedir prestado tanto como quiera.

Pero hay otra forma en la que Trump podría tratar de ahorrar dinero con la deuda: haciendo que la Reserva Federal la tome en cuenta al fijar las tasas de interés. Esta es una política que ya tiene precedentes, pero podría afectar la independencia de la Fed de una manera que no se ha visto desde la década de los 60.

Las declaraciones de política económica de Trump no se destacan por su consistencia. En un debate del año pasado dijo que su experiencia en bancarrotas lo calificaba para hacer frente a la deuda y a principios de este año dijo que pagaría la deuda en ocho años. El jueves en CNBC se jactó una vez más de que no tendría problemas en endeudarse, dado que “si la economía colapsa, podría llegar a un acuerdo [con los acreedores]”.

Presionado por los entrevistadores, Trump admitió que un país es diferente a una empresa y que lo que había querido decir no era que renegociaría toda la deuda de EE.UU. sino que sólo la “refinanciaría” o la recompraría con un descuento, “dependiendo de cómo estén las tasas de interés”. Como una refinanciación de deuda sólo genera ahorros al deudor cuando éste tiene que pagar menores intereses, las afirmaciones de Trump plantean la cuestión de qué debería hacer la Fed con las tasas.

Trump quiere que estas se mantengan bajas para evitar que el dólar se aprecie, lo que traería “grandes problemas”. Luego añadió que “si “la inflación empieza a llegar (…) hay que ir hacia arriba [con las tasas]” y “desacelerar las cosas”.

La deuda nacional, señaló, es otra cosa. “¿Qué hacemos con todo el dinero que le debemos a todo el mundo cuando las tasas suban y de golpe tengamos que pedir prestado a dos puntos más? Solo [tener que pagar] un punto más [de interés] es devastador. Tiene que ser manejado con mucho, mucho cuidado”.

Que la Fed tome sus decisiones sobre tasas de interés en base a consideraciones respecto de la deuda soberana borraría la frontera entre política monetaria y política fiscal. Esto es una herejía para los estándares actuales, pero tiene precedentes. Entre las décadas de 1940 y 1960, la Fed se acomodó rutinariamente a las necesidades de financiamiento del Departamento del Tesoro, permitiendo que la inflación despegara.

Entre 1942 y 1951, la Fed puso un techo a los rendimientos de los bonos del Tesoro para facilitar que el gobierno pidiera prestado. William McChesney Martin, el presidente de la Fed entre 1951 y 1970, a menudo cedió a las exigencias del gobierno.

Como señala Alan Meltzer en su Historia de la Reserva Federal, Martin justificaba sus decisiones diciendo que la Fed era independiente dentro del gobierno, no del gobierno. A petición del presidente John F. Kennedy, compró bonos a largo plazo para impulsar la inversión. Presionado por Lyndon B. Johnson para apoyar su programa de reformas sociales conocido como “La Gran Sociedad” y la Guerra de Vietnam, y deseoso de ser parte de su equipo, Martin se demoró en elevar las tasas de interés a medida que el creciente déficit presupuestario resultante alimentaba la inflación.

La era moderna de respeto presidencial por la Fed comenzó en la década de los 80. Ronald Reagan volvió a nombrar al frente del banco central al demócrata Paul Volcker, que compartía con él su celo antiinflacionario. Aunque los asesores de Reagan lograron desplazar a Volcker en 1987, su sucesor, Alan Greenspan, no fue más flexible con el gobierno. Con el tiempo llegó a adquirir una estatura tan mítica que fueron los sucesivos presidentes los que cedieron a su influencia, no al revés. Bill Clinton, un demócrata, volvió a nombrar a Greenspan, un republicano, y Barack Obama volvió a designar al también republicano Ben Bernanke.

Trump dejó en claro que quiere un presidente de la Fed que comparta sus ideas políticas. El año pasado acusó (incorrectamente) a la actual presidenta de la Fed, Janet Yellen, de hacer lo que le pedía el presidente Barack Obama. El jueves fue más diplomático, llamándola “muy capaz”, pero aclaró que “no es una republicana. Cuando su mandato termine, lo más probable es que la reemplace”.

Puede parecer absurdo preocuparse por la inflación estadounidense cuando hoy está en niveles muy bajos y cuando hay gente seria que piensa que los bancos centrales deberían financiar los déficits públicos a través del “dinero helicóptero”, o inyecciones de efectivo. Tampoco podemos asegurar que una persona nombrada por Trump vaya a poner en riesgo la inflación para ayudar a su gobierno.

Dicho esto, y tal como las posiciones de Trump sobre comercio y la inmigración demuestran, una buena parte de la ortodoxia económica ha sido arrastrada este año por las aguas revueltas de la política. No es difícil imaginar que la autonomía de la Fed pueda ser víctima también.

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