La primera vez que se fue la luz en el palacio presidencial, Dilma Rousseff hizo una mueca. La segunda, volteó los ojos. La tercera, saltó de la silla y exigió a su personal que averiguaran lo que sucedía.
“Ese era mi tema”, dijo, echando chispas, durante la entrevista, señalando que había hecho de la red eléctrica brasileña una prioridad antes de que la suspendieran como presidenta. “No sé el motivo por el que sucede esto”.
Con Rousseff desprovista de su autoridad, la sensación de impotencia e indignación impregna el Palácio da Alvorada, la residencia en la que le permiten vivir mientras el conflictivo debate sobre su destitución definitiva se atasca en el senado.
No se suponía que acabara así. Brasil esperaba celebrar sus victorias en la carrera hacia los juegos olímpicos que se celebrarán en Río de Janeiro y no ser rehén de un espectáculo de disfuncionalidad política.
Se suponía que a estas alturas, Rousseff, la primera mujer que ha dirigido a Brasil, estaría preparándose para saludar dignatarios y no sufriendo la humillación de un juicio político que, mientras se dirime, la tiene colgando de un hilo.
“Estos parásitos”, así es como llama a sus rivales, a quienes tratan de destituirla. A quienes sufren sus propios escándalos de corrupción.
Por ahora, sigue rodeada por los lujos del palacio diseñado por Oscar Niemeyer, con un batallón de empleados que sirve tacitas de café, la piscina climatizada al fondo y el jardín, perfectamente mantenido. Obras maestras del modernista Emiliano Di Cavalcanti o de Alfredo Volpi cuelgan de las paredes.
Pero estos días, el palacio, de diseño futurista, parece más un búnker que una mansión lujosa. Le da vueltas a su situación, tratando de entender los apoyos que le quedan y se prepara para el juicio político. Ha comparado a sus rivales con las higueras que rodean árboles en la selva, que los estrangulan hasta matarlos.
El gobierno interino, que lidera Michel Temer, el vicepresidente que se hizo cargo del país el mes pasado después de romper su alianza con Rousseff, ya paga las consecuencias de una serie de pifias en el poco tiempo que lleva gobernando.
La primera: uno de sus aliados más cercanos dimitió de su puesto como ministro de Planificación después de que se hiciera pública una grabación el mes pasado en la que un asesor explicaba cómo el Partido del Movimiento Democrático Brasileño, el PMDB, había buscado la destitución de Rousseff para entorpecer la investigación por fraude y corrupción que arreciaba contra la empresa nacional de petróleo, Petrobras.
Después, el recién elegido ministro de Transparencia, una especie de zar anticorrupción del presidente Temer, renunció después de que una grabación mostrara que también había hecho lo posible para bloquear la investigación.
Más allá de eso, Temer, de 75 años, un abogado que deslumbra a sus compatriotas por la versión antigua del portugués que utiliza para expresarse, decidió no nombrar mujeres ni negros en su gabinete. Su decisión levantó las críticas de los habitantes de un país donde más de la mitad de la población se define como negra o mestiza y donde las mujeres ya ocupan puestos relevantes tanto en el congreso como en la judicatura o en los órganos directivos de grandes empresas.
Rousseff, que se define como izquierdista y fue miembro de un grupo de guerrilla urbana en su juventud, ha descrito el gobierno de Temer como “un gobierno provisional de hombres blancos ricos. No pensé que llegaría a ver en Brasil un gobierno tan conservador como este”.
Con el apoyo de sus aliados, espera que los últimos golpes a la legitimidad de Temer sirvan para inclinar la balanza de los votos del juicio político a su favor. También señaló que todo lo que necesita para que eso suceda, y así regresar a la presidencia, es un puñado de senadores que cambien el sentido de su voto.