Un soleado domingo de junio de 1929, la escritora Anne Parrish paseó por las tiendas de libros de segunda mano de la ribera del Sena en París. Allí, en una estantería semiescondida, detectó un título que le resultaba familiar: Jack Frost y otras historias. Tras un breve regateo con el tendero, compró la obra de Helen Wood por un franco y volvió con su marido, que la aguardaba sorbiendo vino tinto en un bar. «¡Es uno de mis libros favoritos de infancia!», le dijo.
El hombre ojeó el libro y, tras unos minutos, se lo devolvió con gesto estupefacto. Allí, en una de las primeras páginas, se leía la siguiente frase en la letra abigarrada de una niña: «Anne Parrish, 209 North Weber Street, Colorado Springs, Colorado». Sí, se trataba de su propia copia de infancia, que había vuelto a sus manos décadas después por una casualidad tan apabullante que parece imposible.
¿Cuál es la posibilidad de que ocurra algo así? Para la mayoría, se trata de una mera pregunta retórica. Sin embargo, Joseph Mazur, profesor emérito de Matemáticas en el Marlboro College de Vermont (EEUU), decidió dar con una respuesta concreta. Y la obtuvo: según él, había una posibilidad entre 3.331 de que Parrish recomprara su libro esa mañana. «Es decir, es ligeramente más fácil a que te salga un póker en el primer reparto de cartas», explica el científico, autor de Fluke, uno de los ensayos matemáticos más exitosos del año.
La tesis de Mazur es sencilla: que las coincidencias más llamativas de nuestra vida no son tan extrañas como parecen. En muchos casos, se explican por simples matemáticas. Y si estos sucesos nos resultan tan sorprendentes es por dos motivos: porque no entendemos cómo funcionan las leyes de la probabilidad… y porque, en el fondo, nos encanta creer que las casualidades existen.
«El mundo es tan grande, tan extraño y da tanto miedo que las historias de casualidades nos hacen sentir más seguros», explica Joseph Mazur al otro lado del teléfono. «Cuando nos encontramos a un conocido en la otra punta del mundo, no hacemos un análisis frío de las probabilidades de que eso ocurra. Simplemente, nos reconforta sentir que hay una especie de mano que guía nuestros pasos».
En su libro, el matemático enumera todo lo que tuvo que ocurrir para que Anne Parrish se reencontrara con Jack Frost: que viajara a París, que dedicara una mañana a comprar libros usados, que su vieja copia estuviera en una de las tiendas que visitó y que ella lo viera en la estantería. Luego, tras analizar al detalle la biografía de la escritora, asigna una probabilidad a que ocurriera cada una de ellas. Y, tras computar todos los factores con una ecuación, alcanza su veredicto: «Era muy poco probable que sucediera… pero no tan inaudito como parece a primera vista».
Mazur basa gran parte de sus cálculos en la Ley de los Grandes Números, postulada hace tres siglos. En resumen, dice que si un experimento se realiza un número suficiente de veces, acaban saliendo los resultados más insospechados. O aún más resumido: si algo puede suceder, acabará sucediendo.
Por poner un ejemplo: si un mono teclea al azar en una máquina de escribir, ¿acabará escribiendo un soneto de Shakespeare? La respuesta es que sí… aunque quizá tardaría varios millones de años. Sólo la probabilidad de que escriba al tuntún la palabra inglesa «shall», con la que arranca uno de sus poemas más populares, es de una entre 11,88 millones. Así que completar los 14 versos del soneto es una posibilidad infinitesimal… pero existente.
Este es el mismo principio que utilizan los hackers para descifrar contraseñas. Mediante algoritmos y potentes computadoras, ensayan billones de potenciales combinaciones hasta que consiguen asaltar tu email. Por eso, las contraseñas largas y con símbolos extraños son más seguras que las cortas y sólo con letras. Igual que a un mono le resulta más fácil teclear «shall» que todo un soneto.
Si todo esto es así, ¿por qué nuestro cerebro se empeña en atribuir a la magia los acontecimientos extraordinarios? «La culpa es de nuestra memoria selectiva», cuenta Mazur. «Cada día, hay miles de millones de coincidencias que no ocurren y no las recordamos. Pero las que sí ocurren, como la compra del libro de Parrish, se quedan grabadas a fuego en nuestra mente, las contamos en fiestas… Y acabamos llamando coincidencias a hechos que son meras probabilidades matemáticas».
Es lo que el ensayista y financiero Nassim Nicholas Taleb, creador de la teoría de los cisnes negros, ya había explicado en su obra Las trampas del azar (Ed. Paidós). Según él, los seres humanos tenemos una incapacidad congénita para asimilar la probabilidad de los acontecimientos cotidianos. Y la explicó con un ejemplo clásico de la probabilística: la paradoja del cumpleaños.
Imagina que estás en una sala con 23 personas y te preguntan cuál es la probabilidad de que dos de ellas tengan el mismo cumpleaños. Si no tienes formación matemática, lo más habitual es que digas un porcentaje inferior al 10%, cuando la cifra real supera el 50%. «Con 23 personas, se pueden formar 253 parejas distintas: es contraintuitivo, pero es muy fácil que dos de ellas hayan nacido el mismo día», explica Mazur.
Algunos pensarán que el matemático es un simple aguafiestas. Que quiere arruinarnos la ilusión de las casualidades -ese «¿no es alucinante?» con el que reaccionamos a estas historias- con su racionalidad extrema. Pero Mazur sostiene lo contrario: que al analizar las coincidencias, pretende darles la relevancia que tienen, más allá de la mera anécdota.
Incluso lanza una carambola que le cambió la vida y que no sabe -o quizá no quiere- diseccionar: cómo conoció a su esposa, Jennifer. «Fue en una marcha contra Vietnam con cientos de miles de personas», dice. «Ella estaba justo a mi lado, nos pusimos a hablar… y lo demás es historia. Sí, ya sé que podría haber conocido a otras muchas mujeres en mi vida. Pero me gusta pensar que ella es mi alma gemela y me estaba esperando ahí».