Paseando por Georgetown, uno puede entrar en las tiendas más exclusivas de la ciudad, con los cafés y restaurantes típicos de barrio acomodado
En la llamada «ciudad de chocolate» por su población negra, Washington, una de las onzas de la tableta está a punto de desaparecer. A sus 66 años, Neville Waters es uno de los pocos afroamericanos nativos que quedan en Georgetown, un barrio de la capital estadounidense que en su día fue hogar de una amplia comunidad negra.
El caso de Waters es «único», lamenta este propietario de sexta generación, después de que muchos hayan tenido que dejar sus casas a causa de la gentrificación, antes de que el fenómeno tuviera nombre.
Paseando por Georgetown, uno puede entrar en las tiendas más exclusivas de la ciudad, con los cafés y restaurantes típicos de barrio acomodado, que sin parecido alguno a su pasado ahora se ha convertido en un enclave blanco.
«Muchas familias negras se han ido, solo quedan unas seis», explica a EFE la afroamericana Monica Roaché, de 50 años, quien lleva viviendo en la misma casa que sus antepasados compraron en 1941. Sus familiares han sido unas de las víctimas de la especulación con la vivienda, que les ha llevado a mudarse a otras zonas de la ciudad y al estado adyacente de Maryland.
Lo que un día fue una zona con cerca del 40 % de población negra, actualmente solo cuenta con el 7%, de acuerdo con el «Black Book of Georgetown». Y es que la comunidad afroamericana lleva «desde el día uno» en el barrio, con una historia de esclavitud que marca el inicio de la región, revindica a EFE Lisa Fager, directora de la Fundación Black Georgetown.
«La historia de los negros en Georgetown cuenta realmente la historia de los negros en Estados Unidos», apunta Fager, que a su vez señala la necesidad de «asegurarse de que la gente entienda» el pasado.
Waters recuerda que la primera generación de su familia que llegó a Georgetown eran Charles y James Turner, dos gemelos esclavos que fueron liberados cuando tenían seis años, con la abolición de la esclavitud en 1962. La compensación por ambos fue de alrededor 90 dólares. A partir de ese momento la población afroamericana empezó a hacerse un lugar en la sociedad.
A diferencia de Waters, sus padres sí vivieron en un entorno donde «había un verdadero sentido de comunidad negra», dado el número de iglesias, escuelas, doctores y otros servicios. Fue durante los años sesenta, cuando la gentrificación hizo que muchos abandonasen sus casas.
Se implementaron medidas como la «Antigua ley de Georgetown» que, bajo el pretexto de proteger la arquitectura histórica, abrió la puerta a una mayor discriminación gubernamental, sobre todo por la burocracia asociada al proceso.
Mientras subían los precios, muchos ciudadanos afroamericanos no podían permitirse cumplir esos requerimientos y mantener sus casas, por lo que comenzaron a trasladarse a otras áreas de la ciudad.
Además, Roaché cuenta que, en el caso de los alquileres, los propietarios hacían que las condiciones de las casas fueran tan malas que no se pudiera vivir en ellas, con tal de echar a los inquilinos afroamericanos.
Roaché siente no haber podido formar parte de esas organizaciones afroamericanas que «unían fuertemente» a la comunidad, como las Girl Scouts o equipos de béisbol, ya que durante su niñez ya habían desaparecido.
«Mi familia trabajó duro para permanecer Georgetown. Mi abuelo, por ejemplo, tenía dos trabajos. Se esforzaron para seguir aquí y es por eso que me quedo», defiende Roaché.
Este compromiso también lo comparte Walters, quien le prometió a su abuelo antes de morir que se quedaría con la casa: «Nuestros abuelos vieron este logro de adquirir una vivienda y querían transmitirlo a las futuras generaciones. No creo que estuvieran pensando en que un día serían casas de millones de dólares con políticos y hombres de negocios», argumenta.
Algunas iglesias afroamericanas siguen en funcionamiento, como la Epiphany Catholic Church a la que asistían las mujeres de la familia de Roaché, quien sigue siendo miembro de la misma congregación.
Los hombres, por contra, iban a Mount Zion, que aún alberga uno de los cementerios afroamericanos más antiguos de Washington, donde hay personas enterradas que nacieron y murieron esclavas. Precisamente, la organización que lidera Fager trabaja para preservarlo, puesto que «no recibe financiación de forma regular».
Uno de los principales reclamos es «recibir el mismo trato que recibieron muchos de los cementerios del Distrito de Columbia -donde se ubica Washington- que antes eran solo para blancos».
Solo quedan cuatro cementerios negros históricos en la ciudad, y todos ellos «necesitan ser salvados», recuerda Fager, porque «si alguien merece descansar en paz y con dignidad, son ellos».
Ahora, la comunidad afroamericana vinculada a este barrio «de chocolate» está preocupada por si su herencia puede acabar enterrada en estos cementerios y siguen luchando para que la historia sea «reconocida y celebrada».
Fuente-Listin Diario.