El hombre que se comió el corazón de un rey

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William Buckland

William Buckland no era un loco. Tampoco miembro de alguna tribu de las que acostumbraban a comerse el corazón de sus enemigos más admirados para adquirir su valor.

Más bien era uno de los más eminentes teólogos y geólogos de su época y el primero en describir y dar nombre a un dinosaurio: el Megalosaurius bucklandii.

Y lo hizo 18 años antes de que el paleontólogo Richard Owen acuñara el término «dinosaurio».

Lo que sí es cierto es cumple todos los requisitos para ser catalogado como «excéntrico» y, efectivamente, probó el corazón de un rey.

En concreto, se comió un pedazo del corazón del rey Luis XIV, el Rey Sol de Francia.

Aunque no fue lo único que comió, pues era un entusiasta de la zoofagia, la práctica de comer animales, generalmente exóticos, un movimiento que tuvo su auge en el siglo XIX.

Pero, ¿cómo llegó a comerse el corazón real?

El Megalosaurus fue el primer dinosaurio presentado al público no especializado (sin contar los pájaros, por supuesto).

«¿Qué es lo que gobierna el mundo?»

Buckland nació en Inglaterra en 1784 y en 1801 se ganó una beca para estudiar en la Universidad de Oxford.

Allí se graduó de geología el mismo año en el que se ordenó sacerdote anglicano.

Y allí trabajo durante años, en el renombrado museo Ashmolean y como profesor.

Como profesor, no era muy ortodoxo, y ese era su atractivo.

Sus cursos eran tremendamente populares, no sólo entre los estudiantes sino también entre los altos cargos de la universidad, gracias a los especímenes y a los grandes mapas que llevaba consigo y a su pintoresca personalidad.

Henry Acland— quien a los años se convertiría en un prestigioso médico— asistió a una de sus clases y contó que Buckland «caminaba de un lado al otro detrás de una larga vitrina».

«Tenía en su mano la calavera de una hiena», recuerda.

«De repente, bajó de prisa las escaleras, le apuntó con la calavera al primer estudiante sentado en la banca del frente y gritó: ‘¿Qué es lo que gobierna el mundo?’ El joven, aterrado, se tiró hacia el asiento de atrás y no musitó ni una palabra», relata.

«(Buckland) corrió hacia donde yo estaba y, apuntando la hiena frente a mi cara, preguntó: ‘¿Qué es lo que gobierna el mundo?’. ‘No tengo ni idea’, le respondí. ‘El estómago, señor, gobierna el mundo. Los grandes se comen a los pequeños y estos a otros aún más pequeños’, aclaró él».

Enterrado bajo fósiles

Usaba lujosas vestimentas mientras excavaba en busca de fósiles.

Aunque tenía éxito como profesor y en sus investigaciones, no ganaba mucho.

Así que siguió viviendo en el Corpus Christi College, desde donde salía a sus frecuentes excursiones geológicas por Reino Unido y, más tarde, por toda Europa.

Y su hogar era testimonio de sus viajes y sus obsesiones, a juzgar por lo que contó el geólogo escocés Roderick Murchison tras visitarlo en 1924.

«Nunca podría olvidar la escena que me esperaba. Tras subir por una estrecha escalera, como me instruyó el conserje, entré a una habitación larga como un corredor llena de rocas, conchas y huesos en un desorden atroz», recuerda.

«Y en una especie de santuario en el fondo, con el aspecto de un nigromante, estaba mi amigo en su bata negra, sentado en la única de las destartaladas sillas que no estaba cubierta de fósiles, limpiando un hueso».

A pesar— o quizás gracias— a sus manías, Buckland encontró a su pareja ideal.

Comida «chez Buckland»

Mary Morland ya era una consumada dibujante y coleccionista de fósiles cuando se casaron en 1825.

Pasaron todo un año en luna de miel, visitando a famosos geólogos y sitios geológicos.

En Morland no solo tuvo a la madre de sus nueve hijos— cinco de ellos sobrevivieron hasta la adultez—, sino también una compañera de trabajo.

Así, con su apoyo fue escalando posiciones en el mundo científico más allá de Oxford.

Para 1837 era toda una celebridad: era bienvenido en las más prestigiosas asociaciones científicas, daba conferencias y viajaba, al tiempo que avanzaba en sus investigaciones y descubrimientos.

Su círculo social era amplio e influyente y a menudo entretenía a sus conocidos en su hogar.

Más bien a los que se atrevían, pues al tiempo que crecía su fama sus excentricidades se volvieron más pronunciadas.

Uno de los platos que servían en la casa de Buckland era tostadas de ratón.

Su obsesión con los animales no se limitaba a los fósiles, también le atraían los que estaban vivos y coleando.

Su meta era probar todos los animales posibles. Así que, en su casa, las cenas eran inesperadas.

El conocido crítico de arte John Ruskin, por ejemplo, siempre lamentó que otro compromiso le impidiera acudir a aquella comida en casa de los Bucklands.

En ella sirvieron delicadas tostadas de ratón.

El paleontólogo Owen por su parte, pasó una mala noche tras cenar avestruz en la mesa del geólogo, donde también eran frecuentes los platos a base depuercoespín, marsopa y pantera.

Sangre de santos y corazón de rey

Buckland aseguraba que había probado todo el reino animal, lo que es más que improbable.

Aunque todo indica que lo intentó.

Una vez visitó una catedral cuya fama estaba en el suelo.

Había en el piso de aquella iglesia unas gotas que, según contaba la leyenda local, era de sangre de santos y nunca se había secado.

Ante la oportunidad de probar un nuevo sabor, el geólogo lamió las losas.

Pero, decepcionado, identificó el misterioso líquido como orina de murciélago.

Los corazones de los reyes franceses descansaban lejos de sus cuerpos.

Sin embargo, su más extraordinario exceso tuvo lugar durante una visita a Edward Venables-Vernon-Harcourt, el arzobispo de York, en la parroquia Nuneham Courtenay.

Así lo contó, al menos, un famoso escritor y narrador de la época: Augustus Hare.

«La conversación sobre reliquias extrañas llevó a la mención del corazón de un rey francés, preservado en Nuneham en un cofre de plata», escribió.

«Marrón momia»

Desde el siglo XIII había sido costumbre en Francia separar varios órganos internos de los cuerpos de reyes muertos.

El corazón era embalsamado y guardado en un relicario. Al amparo de la oscuridad, un cortejo fúnebre llevaba el corazón real al lugar de descansoque, generalmente, había escogido el monarca mismo antes de morir.

Pero cuando llegó la Revolución, en 1789, no sólo les cortaron la cabeza a los reyes vivos sino que se deshicieron de los corazones de los reyes muertos.

El corazón de Luis XIV de Francia había sido llevado de Versalles a l’Eglise Saint Paul-Saint Louis, donde estuvo, al lado del de su padre, durante 77 años.

El del Rey Sol y su padre fueron vendidos al pintor Alexandre Pau.

Éste quería conseguir un color llamado «marrón momia», y solo se lograba pulverizando material orgánico, generalmente restos de momias embalsamadas.

A Pau, los corazones le servían para hacer el apreciado tono.

Pero no usó todo el de Luis XIV y el pedazo que sobró es el que atañe a esta historia.

Mejor que las moscas

En la cena ofrecida por el arzobispo de York el cofre con el resto de ese corazón, no mucho más grande que una nuez, fue pasado de mano en mano, igual que el oporto, para que los asistentes lo examinaran.

Al parecer, además de ciegos, no tienen muy buen sabor.

«El doctor Buckland, al verlo, exclamó: ‘Yo he comido muchas cosas extrañas, pero nunca me he comido el corazón de un rey’. Antes de que alguien pudiera impedirlo, se lo tragó, y la preciosa reliquia se perdió para siempre», relató Augustus Hare.

A pesar de los relatos de la época y de los vínculos de Nuneham House con Luis XIV, una historia tan sui generis como ésta genera dudas sobre su veracidad.

Además, hay otras versiones más convencionales sobre el destino final del resto del corazón del Rey Sol.

Aunque eso sí, no son ni más ni menos sólidas que la de que terminó en la barriga de Buckland.

A los que conocen con detalle la vida de este geólogo no les sorprende que su deleite por delicias peculiares lo hubiera llevado a actuar así, pero también señalan que era un bromista, por lo que podría haber sido un elaborado chiste.

Buckland, por su parte, tras aparentemente haberse comido el corazón de un hombre que había estado muerto por unos 200 años, declaró que la mosca azul de la carne y los topos seguía siendo lo más desagradable que había probado.

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