Ruth fue siempre la devota esposa de Bernie, el gurú financiero que ganó fortunas pero cometió el mayor fraude piramidal de la historia y les mintió durante años a sus propios hijos, que murieron poco después de entregarlo a la justicia. La decisión de permanecer con él y luego abandonarlo. Y los desprecios que sufrió de la alta sociedad de Manhattan
Había nacido en Queens el 29 de abril de 1938 en una familia de inmigrantes polacos. Sus padres, un plomero y un ama de casa, alcanzaron cierta prosperidad como los prestamistas del barrio. Era insospechable entonces que Bernard Lawrence Madoff iba a llevar el oficio y su apellido a la cima al convertirse en el asesor financiero de los ricos y famosos –actores, políticos, deportistas, todos– a principios del milenio. También que daría la vuelta hasta lo más bajo, como el autor del mayor fraude piramidal de la historia y que todo el lujo de una vida ficticia explotaría por los aires como la burbuja de su esquema de estafas.
Cuando la tragedia de su familia ya era completa, luego de que sus propios hijos lo entregaran y murieran, el financista le dijo desde su celda en un correccional de Carolina del Norte al periodista y editor de la revista New York, Steve Fishman, que, pese a estar preso, se sentía liberado: “Imagine volver a casa cada noche y no poder contarle a su mujer, vivir con esta guillotina sobre la cabeza sin decirle a sus hijos ni a su hermano. Verlos cada día en la oficina y no poder confiarles lo que pasa”. Al menos ya no tenía nada que ocultar.
Mark y Andrew, los hijos que tuvo con Ruth, su mujer de toda la vida, fueron quienes lo denunciaron ante las autoridades el 11 de diciembre de 2008, dos días después de que el patriarca les revelara que el fraude piramidal que sostenía desde 1992 le había estallado en las manos dejando un agujero de US$65.000 millones. “He dejado un legado de vergüenza a mi familia y a mis nietos. Es algo con lo que cargaré el resto de mi vida. Y lo siento”, dijo al declararse culpable ante el Tribunal Federal de Manhattan.
Bernie Madoff estafó por 65 mil millones de dólares
Llevaba entonces catorce meses de arresto domiciliario en su lujoso penthouse del Upper East Side neoyorkino, pero tras la sentencia sería trasladado a una cárcel común. El hombre que había sido considerado un gurú de los mercados por grandes personalidades de todo el mundo que le confiaron sus fortunas en los cinco continentes estaba a punto de ser condenado a 150 años de prisión. A los 70, sabía que pasaría el resto de su vida tras las rejas, pero una parte de él sentía cierto alivio: la presión constante se había vuelto intolerable. “No veía la hora de que todo saltara por los aires”, confesaría más tarde.
Lo que le había ocultado durante años a sus clientes y a su propia familia era que los beneficios que reportaba a los inversores no salían de operaciones, sino de lo aportado por nuevos inversores: pagaba los rendimientos de los primeros con los ingresos de los nuevos. Un esquema Ponzi de manual, que perfeccionó con maestría. Entendió que para garantizar que el sistema funcionara, debían cumplirse dos condiciones. La primera era que se sumaran clientes ilimitadamente: Bernie Madoff gozaba de prestigio en los mercados bursátiles internacionales, por lo que el dinero fluía y los clientes arriesgaban sus ahorros.
La segunda, más compleja, era que no todos retiraran sus fondos a la vez. Pero con la explosión de la burbuja inmobiliaria provocada por la Gran Recesión, los inversores quisieron recuperar sus ahorros. Y en medio de la mayor crisis después del Crack del 29, tampoco pudo conseguir nuevos clientes. Así, se quebraron las dos reglas básicas que habían mantenido el sistema en pie durante al menos 16 años. Y junto con eso, las vidas de ahorristas en todo el mundo y la del propio Madoff.
Bernie Madoff en la Corte Federal de Nueva York. Fue condenado a 150 años de prisión. Murió en una cárcel común (Photo by Hiroko Masuike/Getty Images)
Los Madoff habían sido una familia “muy unida, una empresa familiar”, según recuerda él mismo en sus conversaciones con Fishman. Se los podía ver en alguno de sus cuatro yates en las playas de Palm Beach, en su casa de verano en Montauk, en galas benéficas y jugando al golf o almorzando en los exclusivos clubs que frecuentaba con Ruth, con quien formaba una pareja respetada de la alta sociedad neoyorquina.
Tras la revelación de Madoff, sus hijos no se conformaron con denunciarlo: no volvieron a dirigirle la palabra. Y puesta a elegir entre ellos y su marido, Ruth optó, en un principio, por su compañero de más de cinco décadas. Sin embargo, para quienes más la conocían, la mujer que había sido Ruth Madoff murió el día en que el financista fue detenido. La agonía había comenzado el 9 de diciembre de 2008, cuando el patriarca reunió a la familia para comunicarle que el fraude en el que se basaba su vida de lujos se había vuelto insostenible.
Puede que Ruth ya fuera una zombie el 10 de diciembre, al acompañarlo a la comida de fin de año con sus empleados en la que fingieron que todo estaba bien y que pronto se irían a pasar las fiestas a su mansión de Palm Beach. Esa misma noche, Mark y Andrew Madoff denunciaron a su padre. Después de eso, por consejo de sus abogados, tampoco volvieron a hablar con ella.
El New York Times llamó a Ruth Madoff «la mujer más sola de Manhattan». Todas sus amistades de la alta sociedad le dieron la espalda: sus maridos habían sido víctimas de Bernie Madoff (Photo by Yvonne Hemsey/Getty Images)
Por entonces, un artículo de The New York Times llamó a Ruth “la mujer más sola de Manhattan”. Había perdido todo: su lugar de esposa y madre perfecta, el de dama de beneficencia, su fortuna, su círculo social, su identidad. La mayoría de sus amigos habían sido estafados por su marido y todos asumían que ella estaba implicada: Ruth era accionista de la firma de Madoff y tenía una oficina en el piso 18 del edificio Lipstick, al que solían llegar juntos. Hasta en la exclusiva peluquería de la calle 57 en la que hacía años mantenía el rubio Soft Baby Blonde con que había pasado de ser la simple Ruthie Alpern de Queens a la Sra. Bernard L. Madoff del Upper East Side de Manhattan le dijeron que no volviera. Se había convertido en una paria.
Fue también la suma de todas esas pérdidas la que la llevó a participar de un pacto suicida con Madoff en la Navidad de 2008, mientras él todavía cumplía arresto domiciliario en su penthouse del 133 E. de la calle 64 en Lenox Hill. “No sé de quién fue la idea, pero los dos estábamos muy tristes por todo lo que había sucedido. Fue horrible y pensé: ‘No puedo soportar esto, no sé cómo voy a superar esto, ni siquiera sé si quiero intentarlo’. Entonces decidimos hacerlo. Los dos estábamos de acuerdo. No recuerdo demasiado lo que hablamos. Calculamos cuántas pastillas tomar y creo que ambos nos sentimos aliviados de dejar este lugar, fue muy impulsivo. Queríamos acabar con todo”, dijo en una entrevista en 2011. Para entonces había dejado de visitar a su marido en prisión.
Durante más de dos años se había ocupado de levantarle el ánimo al financista cada lunes, cuando se sometía a los rigurosos controles de acceso de la cárcel para los encuentros en los que seguía llamándolo “querido”, “muñequito” y “bebé”. Había tolerado la distancia de sus hijos, los esporádicos encuentros con sus nietos, y el desamparo de su casa vacía y oscura, en la que apenas si prendía las luces para ahorrar electricidad. Apenas tenía contacto con dos o tres amigas de la infancia lo suficientemente valientes como para hacer por ella lo que antes Ruth se jactaba de hacer por otros: caridad. Cuando le llevaban comida, caramelos, revistas o videos, ella les hablaba de “lo que le había pasado” a Bernie, nunca de lo que había hecho.
Mark Madoff, el primogénito de Bernie y Ruth, que se ahorcó poco después de denunciar a su padre por estafador
La prensa –que hacía guardia en la puerta de su casa y en la cárcel cada vez que iba a ver a su marido– se enfocó en la señora Madoff: la retrataba con gorra de béisbol, con el pelo desprolijo y arrugada, porque ya no había cirujano en Nueva York que quisiera atenderla ni plata para pagar los tratamientos; una sombra de la mujer que había sido. Los titulares decían que había envejecido quince años en quince meses. Y aunque la Justicia hubiera determinado que ni ella ni sus hijos eran responsables de la estafa, la opinión pública decidió que eso era imposible, que ellos sabían, que tenían que saber, que ella no podía haber sido “tan tonta”. Lo soportó de la misma manera que, en los años de bonanza, había tolerado todas y cada una de las infidelidades de Bernie.
Pero cuando su primogénito, Mark, se ahorcó con la correa del perro en su loft del Soho a los 46 años, el 11 de diciembre de 2010, en el segundo aniversario del arresto de su padre, Ruth encontró su límite. Aquel era un último mensaje a su padre después de exponerlo públicamente como un fraude: su familia también lo era. Y Ruth tomó nota y también dejó de hablarle para siempre a su marido. Pero ya estaba condenada a la soledad; su nuera ni siquiera le permitió entrar al funeral de Mark o ver a sus nietos, nadie la quería ahí.
Se refugió entonces en casa de su hermana, donde pasó una temporada antes de instalarse con su hijo Andrew en Old Greenwich, Connecticut, a sesenta kilómetros de Nueva York. Y aunque le costó reconstruir su relación con él, pudo acompañarlo durante los últimos meses de su batalla contra el linfoma que terminó por matarlo en septiembre de 2014. Ruth estuvo ahí cuando Andrew presentó su libro Verdad y Consecuencias: La vida dentro de la familia Madoff. Para el menor de los hijos del financista, su enfermedad tenía un claro detonante, y no era otro que el “talentoso manipulador” que los había criado a él y su hermano mediante el bullying. “Mi ira hacia mi padre, lejos de disiparse con el tiempo, hizo metástasis”, escribió.
Andrew Madoff murió de cáncer. Su madre, después de muchos años de ser rechazada, pudo vivir con él en sus últimos momentos. El hijo del estafador siempre dijo que se enfermó por culpa de su padre
Bernie Madoff sobrevivió casi siete años a su hijo menor. Murió el 14 de abril de 2021, quince días antes de cumplir 83 años y víctima de una falla renal irreversible por la que cumplía su condena en una unidad hospitalaria. En febrero de 2020, ya terminal, había pedido pasar sus últimos meses en prisión domiciliaria, pero la Justicia se lo negó: era una compasión que el mayor estafador de la historia no había tenido por sus víctimas. Repetía que era una buena persona, y aprendió a repartir la carga de la culpa: “Los bancos y los fondos tenían que saber que había un problema, porque yo nunca les dije de dónde sacaba los beneficios. Me negaba y les decía que si no les gustaba se llevaran su plata, pero obviamente no hacían”.
Jamás sintió remordimiento real por los suicidios –al menos de otras dos personas aparte de su hijo Mark: un aristócrata francés y un veterano de guerra británico– y las pérdidas millonarias que provocó su fraude. “Me venían a buscar para invertir conmigo, porque conmigo hacían plata –se jactó desde la cárcel–. Yo les decía que no invirtieran más de lo que podían permitirse perder: ‘Esto es la bolsa, puede fallar. Yo mismo puedo hacer algo estúpido’. Todos lo entendían, pero todos son codiciosos. No es una excusa, pero eso es lo que pasó”. En sus últimos años y en la soledad de su celda, sólo que estaba arrepentido de una cosa: “Yo destrocé a mi familia”, admite en su entrevista con Fishman disponible en el podcast Ponzi Supernova (2017).
Después de la muerte de Andrew, Ruth alquiló un modesto departamento en la ciudad en la que había hecho las paces con su hijo para poder vivir cerca de sus nietos. La mujer que fue personificada por Michelle Pfeiffer en The wizard of lies (2017) ya había llegado a un acuerdo con la fiscalía para conservar US$2.5 millones a cambio de renunciar a cualquier otra demanda sobre sus bienes y propiedades. Hacía tiempo que aquella fanática del shopping a las que sus compañeras de compras recordaban por la máxima “No elijas: ¡llevate las dos cosas!”, se había acostumbrado a contar apenas con una tarjeta de débito. La vida le había quitado mucho más que sus tarjetas Black.
Fuente-infobae.