Los sistemas de salud en varios países atraviesan por todo tipo de problemas, pero la industria del bienestar no podría estar mejor. Más de la mitad de los adultos en países como Estados Unidos toman un suplemento dietético y alrededor de 20 mil spas ofrecen infinidad de tratamientos. El bienestar se ha convertido en un antídoto multimillonario para una medicina tradicional llena de moretones.
La mayoría de los relatos sobre el origen del bienestar como una idea, un movimiento y un esfuerzo de comercialización se remontan a la década de 1970. Pero antes de Deepak Chopra, Dr. Oz y otros gurús del bienestar, estuvo John Harvey Kellogg.
En 1878, Kellogg abrió el Battle Creek Sanitarium y comenzó a promover sus reglas para una “vida biológica”. Trató a ejecutivos, celebridades y presidentes en el San, como se le conocía a su centro de cuidados; sus seguidores más devotos eran conocidos como los Battle Freaks. A sus clientes les vendía comidas especiales, tratamientos inusuales, máquinas de ejercicios, libros y álbumes. Durante 60 años, Kellogg fue el doctor más famoso en Estados Unidos.
El trabajo de su vida se entrelazó con el de su hermano menor, Will, quien ayudó a dirigir el San antes de arrancar la compañía de cereales Kellogg. Su dramática y conmovedora saga familiar es bien contada por el historiador médico Howard Markel en el libro «The Kelloggs: The Battling Brothers of Battle Creek» (429 pesos en Amazon).
Los celos, la desconfianza y la mezquindad tensaban su relación: se demandaban mutuamente por la compañía de cereales (Will prevaleció); tomaron crédito por separado para logros compartidos; y, de acuerdo con Markel, se impulsaron mutuamente para tener un éxito mayor al que habrían conseguido de otro modo.
Los hermanos estaban completamente distanciados cuando John falleció a los 91 años en 1943. El San no hubiera sobrevivido sin su carismático y narcisista fundador, y sus contribuciones al movimiento de bienestar se habrían perdido de no ser por publicaciones como la de Markel.
Muchos relatos personales de finales del siglo XIX incluyen episodios de indigestión, estreñimiento, diarrea, dispepsia y no es de extrañar. Ricos o no, los estadounidenses consumen grandes cantidades de grasa animal, sal y azúcar. En los bosques de Michigan, donde los Kelloggs crecieron, la gente comía cerdo con verduras enlatadas y fruta enlatada endulzada para el almuerzo y la cena; en el desayuno consumían jamón o tocino y papas fritas con grasa congelada de la noche anterior. La mujer promedio no vivía más de 41 años y el hombre promedio solo llegaba a 39.
John Kellogg, gregario, inteligente y obsesionado con la limpieza, ingresó a la escuela de medicina de Nueva York, gracias al apoyo de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Cuando regresó a Michigan se hizo cargo del pequeño centro de salud de la iglesia y lo convirtió en un templo secular para el bienestar. Markel detalla que “sabía que esta institución tenía que ser un destino atractivo, moderno, lujoso y valioso para aquellos que tuvieran la riqueza suficiente para pagar por todo lo que ofrecía”.
En su apogeo, el San empleaba a mil personas, cuidaba hasta 10 mil pacientes al año y cultivaba 161 hectáreas de verduras y frutas. El lugar tenía sus propias instalaciones lecheras, enlatadoras y de fabricación de alimentos. Eventualmente, Kellogg añadió un complejo con 20 cabañas reservadas para los clientes más acaudalados.
Henry Ford, Thomas Edison y John D. Rockefeller eran asiduos del San. Para obtener publicidad, Kellogg invitó a Harvey Firestone, J.C. Penney, Alfred du Pont y el compositor John Philip Sousa, entre otros, para tratamientos gratuitos, lo que llevó a algunos a decir que su especialidad médica era “enfermedades de los ricos y famosos”.
Las reglas de Kellogg para una vida biológica suenen como un infomercial moderno: coma granos, nueces, frutas, verduras, yogur y leche de soya. La carne y el azúcar estaban prohibidos, al igual que la masturbación. Kellogg advirtió sobre los peligros de un estilo de vida sedentario, abogó por el ejercicio regular y vigoroso, además de masajes, aire fresco y luz solar, espiritualidad, risas, sueño y un montón de agua.
Inventó una versión temprana, menos comestible, de crema de cacahuate y una mezcla rica en fibra de granos que llamó granola. Vendió psyllium como laxante y trató a Richard Byrd con leche de soya acidophilus, un probiótico, después de la expedición del almirante en 1929 al Polo Sur. Kellogg también hizo sus propios álbumes de ejercicios, muy populares en su época.
Kellogg promovió algunas ideas dudosas también: la comida debe ser masticada hasta su nivel atómico, sus pacientes deben tener cuatro evacuaciones sin olor al día y las mujeres debían recibir masajes pélvicos, un tratamiento cuyo propósito ningún médico ha sido capaz de explicar.
Kellogg pasó sus últimos años construyendo y dirigiendo un segundo sanatorio, a las afueras de Miami; había dejado el San durante la Depresión. El legado de Kellogg podría haber sido más duradero si no hubiera dejado todo su patrimonio en su Fundación para el Mejoramiento de la Raza, que promovía la eugenesia.
Algunas de sus recetas podrían estar todavía en el mercado si no hubiera alienado al hermano que podía fabricarlas. “Muchos de sus conceptos más sólidos sobre el bienestar siguen siendo recetas sagradas”, concluye Markel. Sin embargo, cuando la mayoría de la gente oye Kellogg, piensan en hojuelas de maíz.