En 2010, un demoledor documental denunció ante los ojos del mundo el maltrato salvaje que padecen los delfines -de forma impune y bajo la complicidad de la ley- en las aguas de Japón. Grabadas en un puerto de Taiji, las imágenes mostraron cómo los pescadores de la zona hacían sonar un ruido enfermizo para confundir y desorientar a los extrovertidos mamíferos, haciéndolos nadar directamente hacia su propia trampa: una ensenada de la que no volverían a salir libres.
Algunos de los ejemplares atrapados en la ensenada eran seleccionados y vendidos por grandes cifras en el mercado internacional, y terminaban nadando en las pequeñas y opresivas peceras de zoológicos de ciudad, o aprendiendo a fuerza acrobacias imposibles en parques temáticos. Otros, más jóvenes y portentosos, eran capturados para destinarlos a la reproducción. Y los que tenían menor suerte, por ser demasiado viejos o demasiado agresivos para rentabilizarlos, enfrentaban un destino fatal y eran masacrados sin compasión.
Las crudas imágenes de The Cove (La Ensenada) llevaron a muchos al llanto, y se hicieron en 2010 con el Oscar al mejor documental. Las prácticas atroces denunciadas por The Cove, y permitidas por el gobierno japonés, llevaron a los pescadores a evitar las cámaras de activistas, turistas y periodistas. Pero su actividad no decayó, y casi diez años después, continúan esquivando el reproche del mundo y torturando a las familias de delfines en el mar, tal y como muestran las últimas imágenes publicadas.
El pasado 10 de septiembre, en la misma zona en la que se grabó el documental, una manada de ballenas piloto, género de la familia Delphinidae (delfines oceánicos), siguió desconcertada las irritantes notas que tocaban a martillazos los pescadores. El grupo quedó atrapado en la ensenada, y pasó allí la noche, sin poder escapar.
La sobrecogedora escena que protagonizaron entonces, quedó captada por las cámaras y fue difundida por la organización benéfica estadounidense Dolphin Project. Como si intuyeran su destino fatal, el grupo permaneció unido, mientras la matriarca nada en círculos a su alrededor, y se frotaba con cada integrante, como si buscara consolarlo. Al salir el sol, los pescadores saltaron a la ensenada y obligaron al grupo a separarse. Seleccionaron a un total de ocho ballenas piloto y el resto fueron asesinadas, entre ellas la matriarca, que quedó flotando inerte en el agua. Después, colgaron algunos ejemplares en la proa del barco para venderlos como alimento.
Solo en la temporada 2019/2020, los pescadores de Taiji tienen derecho a capturar una cuota de 1.749 delfines, incluidas 101 ballenas piloto que pueden asesinar legalmente. A nivel nacional, la Agencia Japonesa de Pesca autoriza a capturar o matar a un total de 16.000 cetáceos. A pesar de ello, los activistas denuncian que estas cifras, ya de por sí desoladoras, se incumplen y se superan con total impunidad.
El país oriental, sin embargo, continúa haciendo oídos sordos a las demandas y críticas de colectivos y grupos internacionales. Prueba de ello fue la reanudación en julio de 2019 de la caza comercial de ballenas después de 30 años de prohibición.