Aunque no fue un pionero –él mismo solía citar a Maj Sjöwall– ni el más vendido –eso le tocó a los herederos de Stieg Larsson, el creador de la hacker Lisbeth Salander y la serie Milennium–, Henning Mankell alumbró un personaje carismático, Kurt Wallander, que lo convirtió en best-sellermundial y llegó a series de televisión en Suecia y en el Reino Unido.
De las 40 novelas que escribió, sólo un cuarto tiene por protagonista al investigador de la policía sueca; fue Wallander, sin embargo, el que facilitó la traducción de Mankell a más de 40 idiomas y quien lo convirtió en un fenómeno literario.
El nombre del detective, que el escritor rescató de la guía telefónica, se multiplicó en 40 millones de libros en Europa y los Estados Unidos: los títulos, Asesinos sin rostro, Los perros de Riga, La leona blanca, El hombre sonriente, La falsa pista, La quinta mujer, Pisando los talones, Cortafuegos, El hombre inquieto, Huesos en el jardín. Además de protagonizar esas novelas, Wallander aparece en un libro de cuentos (La pirámide) y en otra novela sobre la hija de Wallander, Linda, Antes de que hiele.
Curiosamente, Mankell siempre aclaró que no era admirador de la literatura de género: «Nunca podría escribir una historia policial sólo por hacerlo, porque en realidad siempre quiero hacer referencia a ciertas cosas». Desde su punto de vista, Macbeth, el drama de William Shakespeare, era «el mejor policial» que había leído. Le gustaba mucho John Le Carré: «Indagó en las contradicciones humanas, entre los hombres, entre los hombres y la sociedad», lo describió. «Ojalá yo haga lo mismo».
Quizá por eso pensó que Asesinos sin rostro sería otra novela más en su obra prolífica –llegó a publicar tres novelas en un año, con temas históricos y políticos; también para niños y adolescentes–, no el comienzo de una serie. «Pero entonces me di cuenta de que tenía este instrumento», dijo sobre el personaje. «Quería mostrar cuán difícil es ser un buen policía». Luego de la tercera novela, Wallander comenzó a fortalecer sus rasgos: sus problemas con las mujeres, la diabetes, la inclinación por el alcohol. La leona blanca también marcó un punto de inflexión: el éxito en Suecia, puerta para la resonancia global.
El trauma del origen
Como la madre del autor, la de Wallander es un personaje ausente, que se reconcilia con el hijo en la serie de novelas. En la vida real, Ingrid abandonó a Ivar Mankell, y a los tres hijos del matrimonio, cuando el escritor tenía un año. No la volvió a ver hasta que cumplió 15: «Acaso hoy la puedo comprender un poco», dijo hacia el final de su vida. «Se dio cuenta de que ésa no era su vida. Quería ser libre, y uno podría decir que tuvo el coraje para hacerlo. Pero, por otro lado, no hay que abandonar a los niños».
Su padre, abogado, dejó Estocolmo y se instaló como juez en un pueblo pequeño, Sveg, que de algún modo llenó de historias de crímenes a la versión ficticia de Ystad, la localidad del mar Báltico donde sucede la serie de Wallander. «Me inventé otra madre en la cabeza, para reemplazar a la que se había ido», dijo. Descubrió que la imaginación podía tener tanta fuerza como la realidad.
En Sveg, los Mankell vivieron en los propios tribunales, en una casa para el juez, y allí el autor aprendió a leer con su abuela. Desde entonces, quiso escribir: «No tengo recuerdos de haber pensado en hacer otra cosa que contar historias. No sabía qué era un escritor, pero sabía qué era contar una historia y hacer que la gente la escuchara».
Lo primero que escribió fue una síntesis de Robinson Crusoe. «Lamento tanto no tenerla», dijo. «En ese momento me convertí en autor. Todavía recuerdo la emoción milagrosa de escribir una oración; luego, otras oraciones, contar así una historia».
DEJÓ LA ESCUELA A LOS 15 AÑOS, AUNQUE NO PORQUE NO LE INTERESARA APRENDER: LE ENCONTRABA MÁS PROVECHO A INSTALARSE EN LA BIBLIOTECA A LEER.
Dejó la escuela a los 15 años, aunque no porque no le interesara aprender: le encontraba más provecho a instalarse en la biblioteca a leer. El padre lo apoyó. Tenía 16 años cuando se embarcó –pensó, acaso, en la experiencia de Joseph Conrad– en un barco comercial; luego viajó a París, donde en 1966 se interesó por la política. Tenía 19 años cuando se instaló en Estocolmo, donde trabajó como auxiliar tramoyista y escribió su primera obra de teatro, Feria popular, que se representó y le abrió la puerta a la dramaturgia: solía decir que había escrito más obras de teatro que Shakespeare, y fue uno de los autores más representados en su país.
África y la política
«Aunque mi padre murió antes de que se publicara mi primera novela, sé que él creía en mí y que tenía confianza en mi éxito como escritor», dijo. Ese mismo año, 1973, cuando publicóBergsprängaren, viajó también a África por primera vez. Desde entonces, regresó e incorporó el continente a su vida y a su obra: fue director artístico del Teatro Avenida en Maputo (Mozambique), creó el proyecto de memorias del sida –un registro de las historias de personas infectadas, para sus hijos y para las generaciones futuras– y participó en la lucha contra el apartheid en Sudáfrica.
También proyectó su activismo para alertar sobre las minas terrestres que quedaban sembradas tras los conflictos. Escribió la historia de Sofía, una niña de Mozambique, inspirada en la sobreviviente Sofia Alface, que perdió las dos piernas en la explosión de una mina. Miles de niños leen el caso en la escuela cada año, en los tres libros que le dedicó Henkell: El secreto del fuego,Jugar con fuego y La ira del fuego.
Su interés por la política lo hizo un importante defensor de la causa palestina. En 2010, se lo dio por muerto durante unas horas, cuando las tropas israelíes abordaron la embarcación de ayuda que iba de camino a Gaza, donde él se encontraba; sólo fue detenido. «Viví tan cerca y trabajé tanto contra el apartheid en Sudáfrica, y estuve tan feliz de verlo desaparecer… Y de pronto, veo un nuevo apartheid que crece en Israel», dijo.
En 2013 participó en el Foro Económico Mundial en Davos, Suiza.
El policial y el cáncer
Ya era un autor conocido en su país cuando en 1991 publicó su primer libro con Wallander,Asesinos sin rostro. La fórmula mezclaba un paisaje social sombrío, que mostraba el lado oscuro, humano, de la tersura socialdemócrata, con un personaje poderosamente atractivo: una figura atormentada, llena de dudas, inclinada a la sed del alcohol.
El escritor británico Andrew Brown describió esa parte de su obra en el diario The Guardian: «Armó casi solo el paisaje global de Suecia como una distopía ideal para un escritor de policiales. Tomó la tradición sueca de novela negra como una forma de crítica social desde la izquierda, y le dio reconocimiento internacional al encarnar en su detective Kurt Wallander –melancólico, bebedor, obstinado– un sentido de lucha en la derrota más perpleja que tuvo eco en el mundo entero».
Ya en 1999 había abandonado a Wallander; sin embargo, lo retomó en 2009, sólo para darle un final definitivo en la última novela de la serie, El hombre inquieto. Allí, la edad agiganta su soledad; la experiencia le pesa. Y por fin, el autor lo deja perdido «en el universo vacío del Mal de Alzheimer».
El autor casi celebró el final del detective taquillero. «Había otras cosas que quería hacer antes del final de mi vida. No voy a extrañar a Wallander», dijo en aquel 2009.
Hizo el guión de una biopic en cuatro capítulos sobre su último suegro (se casó cuatro veces y tuvo cuatro hijos), el cineasta sueco Ingmar Bergman. Y desde enero, cuando fue diagnosticado con un cáncer de pulmón con metástasis, Mankell escribió sobre su enfermedad.
NADIE EN SU FAMILIA HABÍA TENIDO CÁNCER: «SIEMPRE PENSÉ QUE IBA A MORIR DE OTRA COSA»
«Es posible vivir con cáncer. Es posible luchar contra el cáncer. Nunca es demasiado tarde para nada. De distinta manera, todo es posible todavía. Mi postura esta tarde húmeda de septiembre consiste en hacer lo que el cáncer no me haya quitado. No me ha robado la alegría de estar vivo, ni mi curiosidad sobre lo que me depara mañana», escribió hace poco.
Trabajaba en una novela cuya idea surgió durante el tratamiento de su enfermedad: las faenas físicas y emocionales de una enfermera nocturna. Internado por una complicación, había escuchado semiinconsciente las conversaciones de las enfermeras; luego entrevistó a una para dar estructura a su relato.
Nadie en su familia había tenido cáncer: «Siempre pensé que iba a morir de otra cosa», dijo, en la primera de una serie de intervenciones muy descarnadas sobre su enfermedad. Escribió y habló en público abundantemente sobre esa experiencia.
Murió mientras dormía, en la madrugada del 5 de octubre, en su casa de Gotemburgo, convencido de que había tomado sus decisiones en libertad y había vivido con ellas, buenas o malas. «Nunca fui como una hoja seca que alguien tira a una corriente, y que aparece al azar río abajo», dijo. «Me atrevo a darme vuelta y mirar atrás porque veo que no hice cualquier cosa de mi vida».
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