Una de las cosas por las que se recuerda a Hegel es que intentó sistematizar el estudio del pensamiento humano. Según su teoría, cada época, movimiento o periodo era la respuesta a las carencias del anterior. La evolución, por tanto, sería una sucesión de consecuencias de causas anteriores. Dicho así resulta un poco farragoso de entender, pero en realidad la cosa es sencilla: cuando hacemos algo y nos cansa probamos algo diferente.
Según el pensamiento ‘hegeliano’, o al menos una visión simplista del mismo, en política tras un mandato conservador llegará uno más progresista, para luego volver a iniciar el ciclo. Al menos hasta ahora: ahora esa alternancia es algo más acusada, y la dialéctica política ya no es derecha-izquierda, sino sistema-antisistema. Que se lo digan a Donald Trump o al auge ultra europeo, por poner dos ejemplos. Y eso es algo que Emmanuel Macron, el nuevo niño bonito de la política francesa, quiere explotar.
Macron, que tiene 39 años, estudió en un colegio religioso de alta alcurnia, para pasar a un elitista instituto y luego dar el salto a la universidad. Destacó como un estudiante competente y acabó trabajando para la gran banca -Rothschild, nada menos-, dirigiendo algunas operaciones de calado, como una OPA de Nestlé que le llenó la agenda de contactos. Y debió ser por esas fechas cuando se acordó de Hegel: a fin de cuentas sobre él fue su tesis.
A pesar de lo que podría deducirse de sus acomodados inicios, se inclinó por la izquierda: en 2010 ya era alguien en la órbita de la élite socialista -gracias a aquellos buenos contactos de tiempos pasados- y decidió rechazar una suculenta oferta para asesorar al gabinete del hoy caído en desgracia Nicolás Sarkozy. Un año después fue recompensado con un asiento cercano al presidente Hollande, que más tarde le hizo ministro de Economía.
La ‘palanca’ del ministerio
Todo ese camino en la sombra se caracterizó por discurrir sobre una fina pasarela: demasiado socialista para los conservadores, demasiado conservador para los socialistas, criticado por unos y por otros. Suyas fueron las medidas que ayudaron a liberalizar la economía francesa en la legislatura que ahora termina, y algunas frases lapidarias que soliviantaron a la clase trabajadora gala en defensa de la ambición empresarial y en contra de la protección laboral.
Con eso y con todo, Macron se las ingenió para seguir con el plan: pasó de ser un desconocido ‘fontanero’, brillante y bien relacionado, a ocupar un asiento prominente. En pocos meses se convirtió en el ministro más carismático de un gabinete hundido. Y de ahí, a hacer la apuesta más fuerte de su carrera: ser candidato a la presidencia.
Pero Macron sabía que en el Partido Socialista no le querían. Su valedor, Françoise Hollande, tenía los meses contados -políticamente hablando- y la lucha por la sucesión sería sangrienta, y posiblemente infructuosa contra un candidato conservador. Así las cosas, presentó su dimisión una vez cobrada su cuota de fama y dejó plantado a los socialistas: «La honestidad me obliga deciros que ya no soy socialista», espetó cuando anunció que lanzaba su propia plataforma, hecha a su imagen y semejanza -porque el logotipo de la papeleta no será su cara, pero sí sus siglas (‘En Marche!’, se llama la formación)-.
Según su arriesgado plan, si concurría a las primarias socialistas sería engullido por las familias internas. Especialmente en su contra estarían las más izquierdistas, que se la tenían jurada por frases como “Francia necesita jóvenes con ganas de ser millonarios”, demasiado liberales para la ‘gauche divine’ parisina. Si fundaba su partido al menos se aseguraba de entrada ser el candidato, y su carisma debería hacer el resto. Y, de momento, la cosa funciona. Hasta le salen ‘novias’ políticas sin haber concurrido todavía…
Las encuestas le sonríen
Su profecía para las primarias socialistas, además, no iba desencaminada: la contienda socialista es tan convulsa como se esperaba, y Valls y Hamon compiten ya en solitario por la candidatura, que deberá enfrentarse a Fillon a la derecha y a Le Pen algo más a la derecha. Según los analistas de Político, es una situación en la que Macron gana enteros.
Nada de esto es flor de un día: en diciembre congregó a 12.000 personas en París, y semanas después, en el muy conservador cinturón industrial galo, logró casi diez veces más público que Valls. Hasta la prensa conservadora habla de una “revolución tranquila” para referirse a él en lo que otros definen como una “seducción imparable”.
Así pues Macron es un compendio de esas cosas que tiene la nueva política: joven, telegénico y de discurso poderoso. Ni tan polémico como Trump, ni tan magnético como Trudeau. Dice que no es de derechas ni de izquierdas, aunque ha legislado para el agrado de unos aupado por los otros. Se define como antisistema, aunque viene de la parte más elitista del mismo. Ha apoyado a demócratas y republicanos a lo largo de la campaña en EEUU. Aquí y allá, “centro reformista”, dice. El patrón pretendidamente “anti” y “transversal” de otros tantos líderes que han ido emergiendo últimamente en occidente y que, como en otros países, está avivando la campaña gala.
De hecho, en otras latitudes ya le señalan como el próximo fenómeno político continental. En Reino Unido hablan de la esperanza frente a una Le Pen a la que sitúan en la segunda vuelta electoral. Si la dialéctica de crítica al sistema funciona entre el electorado, como ya ha pasado en EEUU, mejor apostar por alguien que dice ser antisistema y que creció en las tripas de Rothschild. Quizá, para desagrado de socialistas y conservadores, el sistema ya tenga a su candidato. Falta ver lo que dicen los votantes al respecto.