Pandemia, epidemia, y crónicas familiares

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Los nacidos de esta pandemia en adelan­te, recibirán de los so­brevivientes, el relato de vivencias familia­res bajo unas condiciones que nunca previeron y son ya una suerte de recuerdos del futuro.

En el 1921 llegó, en el contex­to de la Ocupación Norteameri­cana en el país, al Variola Virus, que no es un coronavirus, sino que pertenece a la familia de los ortopoxvirus, la cual provocó la pandemia que más muertos ha­bía dejado en la historia univer­sal; es la viruela que en 1767 contrajo Mozart, ocasionándo­le una ceguera temporal; y es la misma viruela que en el siglo XX, causó más de 300 millones de muertes.

En nuestro país, se había su­frido el embate de la influenza española, en 1918, por tanto la nueva situación sanitaria adqui­ría una importancia global, pe­ro como entonces no existían las tecnologías de hoy, la informa­ción de la terrible enfermedad, la impuso su propia sintomato­logía: fiebre alta, letargo gene­ral, dolor de cabeza, vómitos, erupciones en la cara y el cuer­po que se volvían llagas en bo­ca, garganta y nariz, y sobre to­do, las ampollas que se volvían pústulas sanguinolentas, dejando feas cicatrices y hasta deformacio­nes.

Aquí se le llamó “viruelas ma­las”, y en mi familia materna ade­más de las cicatrices marcó un anecdotario memorable, en el cual, la protagonista fue Mamá Felicia.

Nacida el 10 de mayo de 1878, en Canca, Felicia Engracia Bre­tón Reyes, hija de Tomás Bretón y María del Carmen Reyes, contra­jo matrimonio, con Santiago To­rren Tejada González, de San José de Conuco, Salcedo. El enlace fue en La Vega, como consta en la obra de Mons. Freddy Bretón, El apellido Bretón en la República Dominicana.

Esta hermana de mi abuela, lla­mada por todos “Mamá Felicia”, era partera o comadrona muy re­putada, enfermera empírica que adquirió su práctica con el sabio Dr. Pascasio Toribio Piantini (Pa­quito). No era curandera sino una médica natural que con el tiempo tuvo su botica, donde preparaba botellas, bebedizos; además ven­día medicamentos patentizados y, hasta allí llegó el primer desespe­rado:

¡Mamá Felicia socórrano! ¡Lle­gó el castigo de la vigüela!

Ella, intentaría corregir:

Vigüela no, viruela. Castigo no. Es una epidemia, que…

¡Que me va a matar mis hijos! ¡Están todos prendío en fiebre!

La epidemia, que se esparcía

 por ciudades y campos, y se sabía que estaba azotando en Bonao y el cercano San Francisco de Ma­corís, se hizo presente en nues­tras comarcas y tal vez la úni­ca que atravesaba su desolación, desafiando el mal, cerrando en cuarentena, reconociendo a los enfermos, aislándolos, hacién­doles cambiar ropas y sábanas, limpiando llagas, era esa mujer. Delgada pero fuerte, de media es­tatura, piel muy blanca, trenzaba los largos cabellos rubios y luego los enrollaba en un elegante mo­ño y con las dos cuentas azules de su mirada, examinaba a sus inti­midados pacientes.

Todos la llamaban: Mamá Feli­cia, que si estos dolores son de vi­güela; Mama Felicia que el dolor de garganta no me deja tragar ni agua; Mama Felicia, que donde

 nos vacunaron se nos volvió un rámpano, y Mama Felicia que es­tán sacando en parihuela a Juan; Mama Felicia, que ya Manuela se murió…

Y ella subía y bajaba la cuesta de Fabián, día y noche, con su ca­reta de gasa, armada de botiquín, tisanas, medicinas y decisiones sanitarias, para aliviar a los infec­tados.

 Casi todas las casas tenían la señal de que habían sido visita­da por la epidemia, en otras lo evidenciaba el putrefacto olor… Ella no daba abasto y para colmo, empezaron a infectarse los suyos, que no eran pocos: Juana, Abra­ham, Chea, Gelita, Batista, Prie­to, Tico, Ney, más sus sobrinos, que quería como sus hijos, pues los había ayudado a llegar a este mundo.

Entonces, se dijo: no puedo es­tar en todos los sitios.

Así es que, para salvar a los más cercanos y salvarse ella, pen­só: mejor que vengan ellos a mí.

Tomó una decisión estratégi­ca: vamos a tirar colchones en el piso de mi casa para las hem­bras, y en el almacén, tiremos colchonetas de guardia, sobre los sacos del café, para los va­rones. Vale decir: improvisó un hospital comunitario de emer­gencia. Mientras en la enorme cocina no apagaban la nutri­tiva sopa de huesos y las tisa­nas, desde las camas, nada más se oía: Mama Felicia, me duele; Mama Felicia, tengo sed, voy a vomitar, me estoy muriendo… Y ella como Juana Saltitopa, de la casa al almacén iba en su auxi­lio, hasta que un día, ya deses­perada e impotente, dio una pa­tada, palmoteó con las manos y lanzó un grito aterrador:

¡Pero bueno! ¡Modérense con su vigüela!

Instantáneamente enmudecie­ron muchos y algunos hasta solta­ron la carcajada.

Generaciones después, en nuestra familia, cuando alguien se turba porque le piden o exi­gen varias cosas al mismo tiempo, usamos con sorna la enérgica pro­testa de Mamá Felicia:

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