Aunque en 1907 Rubén Darío ya era Darío, el mundo se le agrietaba. En la montaña rusa de vaivenes sentimentales, incertidumbres económicas, añoranza por su Nicaragua natal, dudas, confianza en sí mismo y sufrimiento y asfixia ante el teatro de las relaciones humanas, el poeta plasmó su decepción y desconcierto con su letra pegada y espaciada en un cuaderno cuyos primeros versos dicen:
«¿Para qué las envidias viles
y las injurias,
cuando retuercen sus reptiles
pálidas furias?
¿Para qué los odios funestos
de los ingratos?
¿Para qué los lívidos gestos
de los Pilatos?»
Pertenecen a Poemas del otoño y abren el mítico Cuaderno de hule negro, en el que Rubén Darío (1867-1916) se refugió para trabajar entre 1907 y 1908. Iniciado en Mallorca, supone un relicario de emociones y esbozos de creación literaria que, en el centenario de su muerte, se publica en una edición facsimilar y artesanal con un estudio de la experta Rocío Oviedo, a cargo de Del Centro de Editores, del madrileño Centro de Arte Moderno. El volumen desgrana el universo más privado del autor, con piezas conocidas como los versos citados o Canción de otoño, y otros defectuosos, según Oviedo, o no publicados como:
«Amo las carabelas de Cristóbal
porque iban sin rumbo sobre el mar;
y porque desplegaban blancas velas
sobre la inmensidad del mar azul.»
O de poemas que se quedan en tres versos como este:
«Acorazados, tempestades de hierro
Fuertes paredes de acero
Torreones, cañones».
Las 59 páginas de este cuaderno de trabajo permiten acercarse al proceso creativo de Darío, a la evolución de varios poemas y a algunos versos o sonetos sueltos e inacabados. “Esto comprueba la facilidad que tenía para construir sus poemas y adaptarlos a un ritmo concreto que prácticamente nunca yerra ni corrige, con un admirable sentido de la armonía”, explica Rocío Oviedo, experta en Darío y catedrática de Literatura Hispanoamericana de la Universidad Complutense de Madrid.
«Más que el valor literario, me interesa la historia del cuaderno como testigo de la vida del poeta consigo mismo y con su mujer de entonces, Francisca Sánchez, además del rastro que ahí deja el único hijo que sobrevivió de ambos, Güicho”, destaca Claudio Pérez Migues, editor del libro.
Al cuaderno le faltan las primeras cuatro páginas. ¿Qué guardarían? Sin duda, el comienzo de este Poema del otoño, y algo más. La letra en estas hojas amarilleadas por el tiempo varía según su estado anímico, explican Marta Torres, directora de la Biblioteca del Archivo Histórico de la Complutense, donde se conserva el manuscrito original, y María Aurora Díez, responsable del Archivo Rubén Darío.
El autor escribía a veces con pluma, a veces con lápiz; a veces con la letra inclinada a la derecha, a veces a la izquierda. Es un cuaderno de dos partes: la primera son los poemas o versos extraviados de su puño y letra, y la segunda, iniciada por la parte de atrás y al revés, podría tener la letra de Francisca, que hacía de amanuense o secretaria de Darío como manera de enseñarle este a escribir. Es ahí donde se halla el comienzo inconcluso de su única novela: La isla de oro.
Esta obra es un relato sobre Mallorca. Allí llega Darío en busca de paz, tras la Tercera Conferencia Panamericana, decepcionado ante la falta de unidad de los países latinoamericanos. Vuelve entristecido a la isla porque varios amigos lo atacaban. A la vez que descubre actitudes poco honradas de ciertas amistades y se llena de desconcierto por la hipocresía innecesaria de las relaciones personales. De Mallorca parte hacia Nicaragua, por varios motivos: solucionar su situación laboral y económica, aclarar el divorcio con su esposa Rosario Murillo y visitar su país tras 15 años de ausencia. El viaje se realiza entre noviembre de 1907 y abril de 1908. “Está en la cumbre de su reconocimiento literario que le abre las puertas a una labor política”, asegura Rocío Oviedo.
“El Cuaderno gravita sobre tres ejes destacados por la crítica”, explica la experta: “El viaje a Nicaragua, la presencia de lo marino como marco y el tono melancólico de los poemas, sobre todo los iniciales”. Sin duda el mar adquiere un gran protagonismo. Tanto que, añade Oviedo, “la profundización en el yo lírico adopta como símbolo el mar”.
Ejes interrelacionados porque, según Oviedo, “la melancolía arrastra a su vez a la soledad, compensada tan solo con la unidad entendida en una doble vertiente: la externa que conlleva la amistad de los poetas y la más personal e íntima que supone estrechar lazos con la divinidad”.
Tras la muerte de Rubén Darío en 1916, Francisca Sánchez hereda ese cuaderno. Lo guarda en un baúl en su casa, junto a otros documentos del poeta en Navalsauz (Ávila). En los cincuenta, Sánchez los lega al Gobierno español, y ahora al fin se edita.
Es la oportunidad de apreciar el refugio de un «Darío ya reconocido, pero de un hombre bueno del que muchos se aprovechan”, añade Oviedo. Hace las cosas sin hacer daño a nadie y parte de lo que recibe son agravios, desplantes, pequeñas traiciones. El poeta quisiera comprender, quisiera saber por qué es víctima de esas actitudes mezquinas… Esos son los primeros versos que aparecen en el cuaderno como una oración exorcista que invita al cambio:
«Y sentimos la vida pura,
clara, real,
cuando la envuelve la dulzura
primaveral.
¿Para qué las envidias viles
y las injurias,
cuando retuercen sus reptiles
pálidas furias?
¿Para qué los odios funestos
de los ingratos?
¿Para qué los lívidos gestos
de los Pilatos?».