En la particular partida de ajedrez que libra contra Estados Unidos, Corea del Norte le acaba de comer un peón al presidente Obama. Un joven turista americano, Otto Warmbier, fue condenado este miércoles a 15 años de trabajos forzados por intentar robar un cartel de la propaganda en su hotel dePyongyang. Aunque tal temeridad le ha costado una sentencia por subversión especialmente dura, Warmbier, de 21 años, no acabará encerrado en uno de los temidos campos de trabajo donde, según los grupos defensores de los derechos humanos, se pudren hasta 200.000 presos norcoreanos. El motivo es bien sencillo: el propio régimen niega su existencia y no va a permitir que un americano los vea.
En cambio, el joven dictador Kim Jong-un intentará aprovecharse de su imprudencia en la actual escalada de la tensión por las sanciones contra su último ensayo nuclear y posterior lanzamiento de un cohete. En el pasado, otros extranjeros condenados a penas similares, casi todos estadounidenses, fueron liberados al cabo de varios meses tras la mediación de algún alto diplomático e incluso la visita de antiguos presidentes, como Jimmy Carter o Bill Clinton. En 2009, este último tuvo que viajar hasta Pyongyang y entrevistarse con el «Querido Líder» Kim Jong-il, padre del actual caudillo, para conseguir la liberación de las periodistas Laura Ling y Euna Lee, condenadas a 12 años de trabajos forzados por cruzar ilegalmente la frontera de Corea del Norte con China.
Torturas y abusos sexuales
Afortunadamente para ellas, su pasaporte estadounidense las libró de los trabajos forzados. Según relató Laura Ling a la cadena de televisión CBS, «nunca me llevaron a sus infames campos de trabajo. En los cinco meses que pasé detenida, estuve en una habitación con una cama y baño y un cuarto adjunto donde había dos guardianas». Sin embargo, Aijalon Gomes, a quien Carter liberó en 2010, estuvo a punto de suicidarse durante su cautiverio tras pasar ilegalmente la frontera. Robert Park, otro misionero estadounidense de origen coreano que también entró en el país sin permiso, denunció torturas y abusos sexuales durante las seis semanas que estuvo retenido.
Pero las más detalladas descripciones de los brutales trabajos forzados que impone el régimen de Pyongyang las han dado los prisioneros norcoreanos que, tras pasar por sus campos, han conseguido huir del país. Es el caso de Kim Hye-sook, quien nació en 1962 y se pasó desde los 12 años hasta los 40 recluida en el campo número 18 de Bukchang, en la provincia de Pyongan Sur. Su delito, según relató en una entrevista a ABC en 2010, ser la nieta de un desertor, ya que en Corea del Norte está vigente el delito de culpabilidad por asociación, que purga a tres generaciones de familiares de un condenado para ser reeducados. «Hasta los niños trabajan transportando ladrillos o, desde los 13 años, bajando a la mina y acarreando cestos con 25 kilos de carbón», explicó las penurias que sufrió durante su internamiento en el campo, donde perdió a sus padres, su abuela, a un hermano y al hombre a quien allí conoció y se convirtió en su pareja. Para dar prueba de este horror, Kim Hye-sook ha pintado en una serie de dibujos infantiles la vida cotidiana en el campo: trabajos inhumanos, ejecuciones públicas, torturas, hambre y miseria, ya que los presos se convierten en auténticos cadáveres andantes que se protegen del frío con ropajes raídos y solo se alimentan a base de gachas de maíz, raíces y hasta cortezas de los árboles.
A tenor de los desertores que han logrado escapar, en Corea del Norte hay un infernal «Archipiélago Gulag» con seis «campos de control total» («kwan li-so»). Con 50.000 detenidos cada uno, entre ellos destacan el número 22 en Hoeryong (provincia de Hamgyong norte) y el 14 en Gaechon (Pyongan sur). Se calcula que en el 18, donde estuvo Kim Hye-sook, hay unos 10.000, sometidos a las mismas atrocidades que sufrió ella.
Otra expresa norcoreana, que se pasó una década en prisión y otra más en un campo de trabajo por ser cristiana, desgranó en otra entrevista a este corresponsal en 2014 el calvario que sufrió por su fe. Mientras a ella le caían diez años de cárcel en 1987 «por difundir supersticiones y prácticas religiosas», su marido, que era investigador médico, y sus cuatro hijos eran desterrados a un gulag para trabajar en una mina. «Nos levantaban a las cinco de la mañana y trabajábamos desde las ocho hasta las ocho de la tarde cosiendo uniformes y botas militares. Si no cumplíamos nuestra cuota diaria, nos reducían la comida, que eran unos panecillos de trigo y judías», contó la mujer. Por retrete no tenía más que un agujero en el suelo y para lavarse solo le daban un cazo con agua. A su juicio, que sobreviviera «fue un milagro porque todos los días morían presas por accidentes, palizas o de extenuación. Por las mañanas, algunas no se levantaban en el cuarto donde dormíamos hacinadas en el suelo». Tras salir de la cárcel, pasó otros diez años confinada con su familia en el gulag, donde trabajaban en minas y granjas estatales. Después de su liberación, escapó a China y luego a Corea del Sur con la ayuda de las redes cristianas que operan clandestinamente en la frontera.
Jung Gwang Il, un militar internado tres años en el campo número 15, en Yodok, detalló en otra entrevista a ABC en 2013 que «los prisioneros teníamos que cultivar la tierra para recibir 600 gramos de gachas de maíz al día. Si no cumplíamos nuestra cuota de trabajo, nos reducían la ración a la mitad». En menos de un año, este oficial, que dirigía una empresas estatal de pescado e incluso había recibido un Mercedes como regalo por sus servicios, pasó de 75 a 38 kilos. «En Yodok, donde los padres le arrebataban la comida a sus hijos para sobrevivir, no hacía falta la violencia para matar a los prisioneros, que morían de hambre», denunció Jung Gwang Il, quien escapó a China en 2003. Aunque actualmente vive en Seúl, donde dirige una organización contra los campos de trabajo norcoreanos, confesó que aún tenía pesadillas con el gulag.