En alguna ocasión los rumores sobre el Premio Nobel de Literatura ubicaron como candidato a Ryzsard Kapuscinski, el periodista polaco que retrató la caída de la Unión Soviética en Imperio y la tragedia de África en Ébano. Pero Kapuscinski murió en 2007 con el premio Príncipe de Asturias como máximo reconocimiento internacional, y su nombre instituyó en cambio el premio más importante de Polonia, que Svetlana Alexievich recibió por su trabajo antes de convertirse ella en la primera periodista que mereció el Nobel de Literatura.
La obra de Alexievich —»un monumento al valor y al sufrimiento de nuestro tiempo», según la academia sueca— apenas ha sido traducida al castellano: sólo uno de sus seis libros,Voces de Chernobil, se publicó en enero de 2015 (existía una edición previa, de 2006, en Siglo XXI, con el título La plegaria de Chernobil). El texto se arma con las voces de las personas que sobrevivieron a la catástrofe nuclear de la planta de Chernobil el 26 de abril de 1986. Publicado en 1997, fue prohibido en el país de la autora, Bielorusia, uno de los más afectados por el mayor desastre nuclear de la historia.
La editorial que tiene los derechos de su obra en español, Debate, anunció en Twitter que continuará la traducción de la periodista, la decimocuarta mujer que recibe el premio más importante de las letras globales: «¡En noviembre publicaremos en castellano La guerra no tiene rostro de mujer de la premio Nobel de Literatura 2015 Svetlana Alexievich!».
Cuando lo publicó, en 1985, luego de cuatro años de investigación, la periodista encontró su método de trabajo: la historia oral que —describió en su página de internet— permite que «las voces humanas hablen por sí mismas». Las 350 páginas registran la memoria de más de 200 mujeres de un centenar de ciudades y pueblos que se convirtieron en soldados de la ex Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial. «Vivimos entre verdugos y víctimas», dijo a la agencia AFP. «Los verdugos son difíciles de encontrar. Las víctimas son nuestra sociedad, y son muy numerosas».
En 2016 Debate editará también Los chicos de latón (conocida como Los chicos del zinc), un conjunto de historias enlazadas sobre la guerra entre la Unión Soviética y Afganistán, y en 2017,Los últimos testigos (también conocida como Cautivados por la muerte), sobre los suicidios de las personas que no soportaron el fin de la cosmovisión socialista tras la desintegración de la Unión Soviética y el bloque del Este.
Fragmentos de los libros de la Premio Nobel Alexievich
Voces de Chernobil (1997)
No sé de qué hablar… ¿De la muerte o del amor? O es lo mismo… ¿De qué?
Nos habíamos casado no hacía mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos de compras… Yo le decía: «Te quiero». Pero aún no sabía cómo le quería… No me lo imaginaba… Vivíamos en la residencia de la unidad de bomberos, donde él trabajaba. En el piso de arriba. Y otras tres familias jóvenes, con una sola cocina para todos. Y abajo, en el primero, estaban los coches. Unos camiones rojos de bomberos. […]
En medio de la noche oí un ruido. Miré por la ventana. Él me vio: «Cierra las ventanillas y acuéstate. Hay un incendio en la central. Vendré pronto».
No vi la explosión. Sólo las llamas. Todo parecía iluminado… El cielo entero… Unas llamas altas. Y hollín. Un calor horroroso. Y él seguía sin regresar. […]
Se fueron sin los trajes de lona; se fueron para allá tal como iban, en camisa. Nadie les avisó; los llamaron a un incendio normal… […]
A veces me parece oír su voz… Oírle vivo… Ni siquiera las fotografías me producen tanto efecto como la voz. Pero no me llama nunca… Y en sueños… Soy yo quien lo llamo…
Las siete… A las siete me comunicaron que estaba en el hospital. Corrí allí pero el hospital ya estaba acordonado por la milicia; no dejaban pasar a nadie. Sólo entraban las ambulancias. Los milicianos gritaban: los coches están irradiados, no se acerquen. No sólo yo, todas las mujeres vinieron, todas cuyos maridos estuvieron aquella noche en la central.
Corrí en busca de una conocida que trabajaba en aquel hospital. La agarré de la bata cuando salía de un coche: «¡Hazme pasar!», «¡No puedo! Está mal. Todos están mal». Yo la tenía agarrada: «Sólo verlo». «Bueno —me dice— corre. Quince, veinte minutos».
Lo vi… Estaba hinchado, inflado todo… Casi no tenía ojos… «¡Leche!.. ¡Mucha leche! —me dijo mi conocida—. Que beba tres litros al menos». «Él no toma leche». «Pues ahora la beberá».
Muchos médicos, enfermeras y especialmente las auxiliares de este hospital, al cabo de un tiempo, se pondrían enfermas… Morirían… Pero entonces nadie lo sabía…
Los chicos del zinc (1989)
Un día llevamos a una muchachita. Había ido a Minsk a comprar algo de comida para su madre. Tenía una bolsa grande de la que asomaban cabezas de pollo, recuerdo, y una redecilla llena de pan.
Su made la esperaba en el pueblo. O mejor dicho, de pie en la puerta del jardín, llorando.
«¡Mamá!» La niña corrió hacia ella.
«Ay, mi amor. Recibimos una carta. Nuestro Andrei en Afganistán. Ohhh… lo mandan a casa, como hicieron con Ivan Fedorinov. Un muchachito necesita una tumba pequeña, ¿no es así como dicen? Pero mi Andrei era grande como un roble, medía más de seis pies» […]
¿De qué habla la gente en este momento, siete años ya en guerra? ¿De qué escriben en los diarios? Sobre nuestro déficit comercial y asuntos geopolíticos como nuestros intereses imperiales y nuestra frontera sur. Pero escuchamos los rumores sobre esas cartas que llegan a esos apartamentos mal construidos en los pueblos, y a casitas de campo pintorescas… cartas a las que poco más tarde les siguen los ataúdes de zinc, demasiado grandes para que quepan en esas conejeras que construyeron en la década de 1960. (Las Kruschev, las llaman.) Se espera que las madres, postradas de dolor sobre los ataúdes de metal frío, se recompongan y den discursos en sus comunidades, inclusive en las escuelas, para exhortar a que otros muchachos «cumplan con su deber patriótico». Los artículos periodísticos que mencionan las bajas sufren censura sin piedad. Quieren que creamos que «un contingente limitado de fuerzas soviéticas ayuda a un pueblo hermano a construir el camino hacia el futuro», que están haciendo un buen trabajo en las kishlaks (la palabra local para pueblos), que nuestros médicos militares ayudan a las mujeres afganas a dar a luz. Mucha gente lo cree. Los soldados de licencia llevan sus guitarras a las escuelas y cantan sobre cosas que deberían hacerlos llorar.
Tuve una charla extensa con uno de ellos. Intentaba que admitiera lo horrible de la elección: disparar o no disparar. Pero no llegamos a ningún lado: el problema no parecía existir para él. ¿Qué está bien? ¿Qué está mal? ¿Está bien «matar en nombre del socialismo»? Para estos jóvenes los límites de la moral se definen en las órdenes militares que reciben.
Yur Karyakin escribió en una ocasión: «No deberíamos juzgar la vida de un hombre por su percepción de sí mismo. Esa percepción puede ser trágicamente inadecuada». Y leo algo de Kafka sobre el hombre, irremediablemente perdido dentro de sí.
Pero no quiero escribir sobre la guerra otra vez…
La guerra no tiene rostro de mujer (1985)
Anya Grubina. Doce años. Ahora es artista. Vive en Minsk.
Soy una niña de Leningrado. Nuestro papá murió durante el bloqueo. Mamá nos salvó a los niños. […] Slavik nació en 1941. ¿Qué edad tenía cuando comenzó el bloqueo? Seis meses, sólo seis meses. Ella nos salvó al enano y a los otros tres. Pero perdimos a papi. En Leningrado los papás de todos se morían primero; pero las mamás quedaban, probablemente no les permitían morir. ¿Con quién nos dejarían? Pero los padres nos dejaban con las madres. De Leningrado nos llevaron a los Urales, a la ciudad de Karpinsk. Se llevaron a toda nuestra escuela. En Karpinsk corrimos al parque de inmediato: no caminamos sino que nos lo comimos… Nos gustó en particular el alerce con sus agujas como plumas… ¡es delicioso! Mordisqueamos los brotes de los pinos pequeños y masticamos el pasto. Desde el bloqueo conocía todos los pastos comestibles; en el parque de Karpinsk había muchos amargos.
Era el año 1942, también en los Urales había hambruna. En la casa de los niños todos éramos de Leningrado, y era terriblemente difícil, no nos pudieron alimentar durante largo tiempo.
No recuerdo quién fue el primero en la casa de los niños que vio a los alemanes. Cuando vi a mi primer alemán supe de inmediato que era un prisionero, que estaban trabajando fuera del pueblo en las minas de carbón.
Hasta el día de hoy no entiendo por qué vinieron a la casa de los niños, por qué a la de los de Leningrado.
Cuando lo vi, no dijo nada. Acabábamos de terminar el almuerzo, y obviamente yo olía todavía a comida. Se quedó parado cerca de mí, olió el aire y su mandíbula se movió involuntariamente, como si estuviera masticando algo, y trató de agarrarlo con las manos. Trató de parar. Pero se movía y se movía. Yo realmente no soportaba ver a una persona con hambre. No podía mirarlo. Para nosotros, para todos nosotros, era como una enfermedad. Corrí y llamé a las niñas; alguien tenía un pedazo de pan, y se lo dimos.
No dijo nada, sólo nos agradeció: «Danke schön. Danke schön». Sabíamos cuando venían, uno o dos. Corríamos con lo que teníamos. Cuando me tocaban las tareas de la cocina, les dejaba mi pedazo de pan del día y a la noche raspaba las ollas. Todas las niñas les dejaban algo, pero no recuerdo si los niños les dejaban algo. Nuestros niños tenían hambre constantemente, la comida nunca les alcanzaba. Las maestras nos reprendieron, porque inclusive las niñas solíamos desmayarnos de hambre, de todos modos dejábamos comida en secreto para esos prisioneros.