Cada país desarrollado tiene una ley de quiebra, pero no existe un marco equivalente para los prestatarios soberanos. Ese vacío legal reviste importancia, porque, tal como ahora podemos comprobar en Grecia y Puerto Rico, puede succionar la sangre de las economías hasta dejarlas casi sin vida.
En el mes de septiembre, las Naciones Unidas dieron un gran paso con dirección a llenar este vacío, al aprobar un conjunto de principios básicos para procesos de reestructuración de deuda soberana. Estos nueve preceptos – específicamente el derecho soberano a iniciar la reestructuración de una deuda, la inmunidad soberana, el tratamiento equitativo de los acreedores, la reestructuración por (súper) mayoría, la transparencia, la imparcialidad, la legitimidad, la sostenibilidad y la buena fe en las negociaciones – se constituyen en los fundamentos sobre los que se basa una eficaz norma jurídica internacional.
El apoyo abrumador a estos principios, demostrado por el hecho de que 136 miembros de la ONU votaron a favor de los mismos y sólo seis en contra (estos últimos liderados por Estados Unidos), muestra el grado de consenso global sobre la necesidad de resolver oportunamente las crisis de deudas. Sin embargo, puede que dar el siguiente paso – es decir, construir un tratado internacional que establezca un régimen mundial sobre quiebra y que sea vinculante para todos los países – sea más difícil.
Los últimos acontecimientos ponen de relieve los enormes riesgos que plantea la falta de un marco para la reestructuración de la deuda soberana. No se puede encontrar una solución a la crisis de la deuda de Puerto Rico. Notablemente, los tribunales estadounidenses invalidaron la legislación interna de Puerto Rico sobre quiebra, dictaminando que debido a que la isla es, en los hechos, una colonia de Estados Unidos, su gobierno no tenía autoridad para promulgar su propia legislación.
En el caso de Argentina, otro tribunal de Estados Unidos permitió que una pequeña minoría formada por los llamados fondos buitre ponga en peligro un proceso de reestructuración con el que el 92,4% de los acreedores del país estaba de acuerdo. De manera similar, en Grecia, la ausencia de un marco jurídico internacional se constituyó en una razón importante por la que sus acreedores – la troika formada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional – pudieran imponer políticas que infligieron un daño enorme.
Sin embargo, algunos actores poderosos no llegarían de ninguna forma al extremo de establecer un marco jurídico internacional. La Asociación Internacional de Mercado de Capitales (ICMA, por sus siglas en inglés), con el apoyo del FMI y el Tesoro de Estados Unidos, sugiere cambiar el lenguaje usado en los contratos de deuda. La piedra angular de este tipo de propuestas es la implementación de mejores cláusulas de acción colectiva (cláusulas CAC), lo que haría que las propuestas de reestructuración que sean aprobadas por una súper mayoría de acreedores se constituyan en vinculantes para todos los demás.
Si bien es muy cierto que tener cláusulas CAC mejoradas complicaría la vida de los fondos buitre, dichas cláusulas no representan una solución integral. De hecho, el enfoque que aboga a favor de un afinamiento en la redacción de los contratos de deuda deja sin solución muchos asuntos de importancia crítica – ya que de cierto modo continúa incluyendo a las deficiencias del sistema actual – o incluso empeora las cosas.
Por ejemplo, una pregunta muy seria que permanece sin ser abordada en la propuesta de la ICMA es la forma de resolver los conflictos que surgen cuando los bonos se emiten en diferentes jurisdicciones con diferentes marcos jurídicos. El derecho contractual podría funcionar de manera adecuada cuando existe una sola clase de tenedores de bonos; pero, cuando se trata de bonos emitidos en diferentes jurisdicciones y monedas, la propuesta de la ICMA no logra resolver el difícil problema de “agregación” (¿cómo se pueden sopesar los votos de los diferentes acreedores-demandantes?).
Es más, la propuesta de la ICMA promueve conductas colusorias entre los principales centros financieros: los únicos acreedores cuyos votos contarían para la activación de las cláusulas de acción colectiva serían aquellos que tuviesen bonos emitidos bajo un conjunto restringido de jurisdicciones. Y, esta propuesta no hace nada en cuanto a abordar la grave desigualdad entre los acreedores oficiales y acreedores implícitos (entre los implícitos se encuentran los pensionistas y los trabajadores frente a quienes los deudores soberanos también sostienen obligaciones), ya que la opinión de los implícitos no sería tomada en cuenta en una propuesta de restructuración.
Los seis países que votaron en contra de la resolución de la ONU (Estados Unidos, Canadá, Alemania, Israel, Japón y el Reino Unido) tienen sus propias legislaciones internas sobre quiebra, debido a que ellos reconocen que las cláusulas CAC no son suficientes. No obstante, todos estos países se niegan a aceptar que la lógica que justifica la existencia de normas jurídicas internas – incluyéndose entre ellas disposiciones que protegen a prestatarios débiles de acreedores poderosos y abusivos – es a su vez una lógica de legítima aplicación a nivel internacional. Quizás esto ocurre porque todos ellos son países acreedores líderes, que no tienen ganas de adoptar restricciones que afecten a sus poderes.
Precisamente lo que estuvo faltando durante las pasadas décadas fue el respeto por los nueve principios que fueron aprobados por la ONU. La reestructuración de la deuda griega del año 2012, por ejemplo, no restauró la sostenibilidad, tal como lo demostró la apremiante necesidad de una nueva reestructuración que sobrevino sólo tres años más tarde. Y, la violación de los principios de inmunidad soberana y de tratamiento equitativo de los acreedores se ha convertido casi en una norma; esto se evidencia claramente en la decisión del tribunal de Nueva York sobre la deuda argentina. El mercado de las permutas de incumplimiento crediticio condujo hacia procesos no transparentes de reestructuraciones de las deudas, mismos que no crean incentivos para que las partes negocien dentro de un ámbito de buena fe.
La ironía es que los países que se oponen a que se instituya un marco jurídico internacional, tal como es el caso de EE.UU., lo hacen argumentando que dicho marco interfiere con su soberanía nacional. No obstante, el principio más importante al que la comunidad internacional dio su asentimiento en la ONU es el respeto a la inmunidad soberana: es decir, se establecen límites que los mercados – y los gobiernos – no pueden rebasar.
Los gobiernos que se encuentran en el poder pueden verse tentados a permutar su inmunidad soberana por mejores condiciones de financiación en el corto plazo, a expensas de costos más elevados que serían pagados por los gobiernos que les sucedan. Ningún gobierno debería tener el derecho a renunciar a la inmunidad soberana, de la misma forma que ninguna persona puede venderse a sí misma como esclavo.
La reestructuración de la deuda no es un juego de suma cero. Los marcos que la gobiernan determinan no sólo la forma cómo se divide el pastel entre los acreedores oficiales y como se reparte entre los prestamistas oficiales y no oficiales que demandan pagos, sino que también determinan el tamaño del pastel. Los marcos jurídicos internos sobre quiebra evolucionaron porque era contraproducente castigar con prisión a deudores insolventes – debido a que un preso no puede pagar sus deudas. Del mismo modo, propinar golpes a países deudores cuando están ya caídos solamente empeora sus problemas: los países cuyas economías están en caída libre tampoco pueden pagar sus deudas.
Un sistema que realmente resuelve las crisis de deuda soberana debe basarse en principios que maximizan el tamaño del pastel y garantizan que ese pastel se distribuya de manera justa. Hoy en día ya contamos con el compromiso de la comunidad internacional con estos principios; ahora, solamente nos hace falta construir dicho sistema.