Marzo disparó las alarmas. Nueve mujeres fueron víctimas de la violencia de género durante sus 31 días de manera cada vez más brutales. Frente a esta acumulación de feminicidios, resultaba imposible no interpretarlo como síntoma del desvalor de la vida de las mujeres en nuestra sociedad.
No hubo medio de importancia, impreso, digital o televisivo, que no llamara la atención sobre el problema e hiciera su propia contabilidad de víctimas, sacándolas, en lo posible, del anonimato al que las relega la nota policial. Sumaron catorce desde enero a finales de marzo.
Pero el abordaje continuó careciendo de contexto. Las informaciones, aun las más críticas, reprodujeron el lenguaje que despoja al feminicidio de su naturaleza sistémica e ideológica. Repitieron el mismo «argumento» de los arranques pasionales y los celos. Orillaron el problema con la muletilla de «se desconocen los motivos» del feminicida para consumar su crimen. Reprodujeron, por omisión o comisión, la narrativa que individualiza la causa y consecuencia del feminicidio.
En ocasiones, no pocas, la falsa preocupación de los medios deja ver el refajo y se convierte en vocería de los feminicidas. En el marzo siniestro, un medio difundió el video grabado por un feminicida antes de entregarse a la policía. Durante cinco minutos, el hombre anticipa lo que, con toda seguridad, alegará en su defensa: la culpa de su víctima por «burlarse de él». Desde un machismo visceral, se permite también advertir a las mujeres:
«Por eso es que las burlas no son buenas, un consejo a todas las mujeres del país y el mundo entero, cuando usted termina una relación no se meta en otra de una vez, que eso enculilla al hombre y puede traer varias consecuencias».
El medio en cuestión no analiza el vídeo, lo reproduce y transcribe parte del contenido, llegando a calificar de «reflexión», la frase citada.
Al darle voz al feminicida de María Esther Moya, en nombre de quién sabe cuál libertad o principio ético periodístico, el medio se prestó a legitimar el sentimiento de propiedad de los hombres sobre las vidas de las mujeres. A engrasar el engranaje.
En varios otros casos, «periodistas» que cubrían el apresamiento de los feminicidas, convertidos en jauría, hacían preguntas en busca de reafirmar su propia interpretación de lo que daban por sentado: si la víctima había sido infiel, si los celos fueron el detonante, si antes de decidirse a matar la relación con la víctima era buena y, repetida hasta la náusea, el porqué, como si las razones no saltaran a la vist