El 4 de noviembre del año 2008, Barack Obama miró las caras de algunas de las 240.000 personas que habían acudido al Grant Park de Chicago para celebrar su histórico triunfo en las elecciones presidenciales. La televisión llevó el acto a millones de ciudadanos de todo el mundo que compartían en distinta medida el entusiasmo del ‘Yes we can’ (‘Sí se puede’) y su mensaje de esperanza; un mensaje que, a pesar de las expectativas rotas, bastó para darle un segundo triunfo en las elecciones del 2012.
A finales de este mes, Donald Trump asumirá el cargo de presidente de los Estados Unidos. Pocas personas habrían imaginado ese giro de los acontecimientos durante la estimulante noche del Grant Park. Pero, ¿qué ha conseguido Obama durante su presidencia? ¿Su huella será duradera? Ésta esa la opinión de algunos de los columnistas estadounidenses de the Guardian:
Economía
Dominic Rushe
Ocho años después de que Obama llegara a la presidencia, las bolsas baten récords, la tasa de desempleo está en su punto más bajo de la última década (4,6%) y el precio de la vivienda ha subido un 23%, poniendo fin al mayor crack de la historia reciente del país. Si fuera por esos datos, los EEUU deberían estar celebrando el legado del hombre que heredó la peor recesión desde la Gran Depresión de la década de 1930.
A pesar de ello, Donald Trump ganó las últimas elecciones desde una ola de populismo económico y la promesa de «hacer grande otra vez» a los Estados Unidos, de donde se deduce que las prometedoras cifras mencionadas no convencen a grandes sectores de la población, que no han notado cambio alguno.
En enero del año 2009, el paro estaba en el 7,6%. La recesión destruía empleos por todo el país; el desempleo llegó al 10% en octubre de ese mismo año. Obama se puede sentir orgulloso de haber creado 11 millones de puestos de trabajo durante su presidencia, pero hay estadísticas menos halagüeñas que apuntan a uno de los motivos del malestar de la gente: el índice de población activa (la cantidad de personas que trabajan o buscan activamente un empleo) ha caído a su punto más bajo desde la década de 1970.
La razón no está del todo clara, y hay un gran debate al respecto. Puede ser la demografía, los envejecidos baby boomers que abandonan el mundo laboral o el simple hecho de que la gente ha renunciado a la esperanza de encontrar un empleo digno. A fin de cuentas, gran parte de los empleos creados son del sector sanitario o de servicios. El sector industrial sigue perdiendo empleos por la robotización o la deslocalización y, en consecuencia, los salarios no han crecido nada durante la presidencia de Obama.
La economía estadounidense se ha librado de otro ciclo de burbuja y colapso, pero el crecimiento ha sido muy débil. Dicho esto, hay que añadir que la recuperación ha sido más fuerte y más rápida que la europea, y que se han evitado las medidas de austeridad de dicho continente. Además, la aprobación de la ley Dodd-Frank, que impuso nuevas normas a Wall Street, redujo la posibilidad de que se produjera otra crisis grave en el sector financiero.
Sin embargo, y por muy meritorios que sean sus logros, Obama ha dejado demasiadas personas con la sensación de estar mal pagadas y de vivir en la precariedad. Trump ha prometido liberar otra vez a las fuerzas del capitalismo (mediante la desregulación y la anulación parcial de la ley Dodd-Frank), lo cual acelerará las cosas. Pero todos sabemos lo que pasa después de un boom económico. Puede que la Historia termine siendo más amable con el legado de Obama que los votantes de EEUU.
Cambio climático
Oliver Milman
Dicen que Barack Obama ha sido el «primer presidente ambientalista» de los Estados Unidos, pero esa es una medalla por la que sólo se ha preocupado durante la última fase de su Gobierno. El cambio climático estuvo casi ausente de sus dos campañas electorales y, a pesar de ello, deja la Casa Blanca con la afirmación de que es la mayor amenaza que se cierne sobre el mundo. Obama ha intentado recuperar el tiempo perdido con las agonizantes brasas de su presidencia.
El frenesí final ha sido significativo. El acuerdo de París, destinado a reducir las emisiones de 196 países, fue posible porque Obama convenció a China de que se sumara. No era un acuerdo perfecto, pero se firmó y ratificó en un año. El desafío sigue siendo abrumador, pero se han superado los fracasos de Kioto y Copenhague.
Mientras tanto, en Estados Unidos, Obama fracasó en su intento de poner en marcha un sistema de comercio de derechos para reducir las emisiones, y se concentró en la regulación de las centrales eléctricas de carbón. El plan sigue atascado en los tribunales, pero otras de sus decisiones políticas –limitar los niveles de metano, mejorar la eficacia del combustible de los vehículos y conseguir que la enorme burocracia federal se tome en serio el cambio climático– tuvieron más éxito.
Las fuerzas del mercado han salido en su ayuda, porque el descenso de los costes del gas y de las energías solar y eólica contribuye a acelerar el abandono del carbón. Además, justo antes de Navidades tomó la decisión de prohibir con carácter permanente las prospecciones nuevas de gas y petróleo en la mayoría de las aguas estadounidenses de los océanos Ártico y Atlántico, en un esfuerzo ecológico de última hora antes de entregar el poder a Donald Trump.
Obama no estaba bromeando del todo cuando dijo que es él y no Teddy Roosevelt quien debería ser recordado como el presidente conservacionista. Ha protegido más de un millón de kilómetros cuadrados de tierras y aguas, más que ningún presidente de los Estados Unidos, incluida la reserva marina de Hawái, la mayor del planeta.
Sin embargo, quedan problemas muy graves por resolver. La crisis del agua de Flint no es más que un ejemplo de la permisividad con la contaminación, que se ha enquistado tras muchos años de negligencia institucional. Los pueblos y ciudades de EEUU sufren cada vez más tormentas, inundaciones y sequías derivadas del cambio climático, pero no existe ningún plan bipartito para preparar al país o admitir siquiera el problema.
Y, aunque Obama sólo sea responsable de una parte, también es cierto que debería haber limitado la descontrolada financiación de proyectos de combustibles fósiles en el extranjero a través del Export-Import Bank [la agencia de créditos para exportaciones de los Estados Unidos].
Los errores y éxitos de Obama entrarán en abierta contradicción con el Gobierno de Trump, cuyas posturas en materia de cambio climático provocan alarma entre expertos y activistas. El presidente electo amenazó con anular la práctica totalidad de las decisiones tomadas por su predecesor, que ahora parecen vulnerables. Queda por ver hasta dónde serán capaces de llegar Trump y sus compañeros de partido, pero el cambio climático es indiscutiblemente un aspecto sobre el que Obama no se alegrará de poder decir: «Os lo dije».
Obamacare
Jessica Glenza
La asistencia y las carencias sanitarias de los estadounidenses fueron definitivamente un punto central de la campaña presidencial de 2008. En Estados Unidos no había ningún sistema público, lo cual significaba que las personas sin seguros privados se encontraban a merced del sistema de salud más caro del mundo.
Los problemas de salud provocaban la mitad de las declaraciones de insolvencia; había enfermos de cáncer que se quedaban sin seguro por los límites de gasto de las prestaciones de por vida, y se excluía a gente del sistema por «condiciones preexistentes» como el acné. Era un catastrófico modelo que no cubría las catástrofes. Para muchos, la ruina económica estaba a un diagnóstico.
Obama defendió un sistema de salud universal con la esperanza de que el Estado se encargara de su mantenimiento, como sucede en muchos países de Europa. Sin embargo, el Congreso se limitó a aprobar un compromiso entre el Gobierno y la industria que consistía en lo siguiente: los estadounidenses estarían obligados a tener un seguro de salud, que llevaría nuevos y sanos clientes a la industria; pero la industria tendría que renunciar a su vez a algunas de sus prácticas más odiosas, como los límites de gasto en los seguros de por vida, la negativa a dar servicio a partir de «condiciones preexistentes» y la venta de seguros de mala calidad para accidentes de carácter catastrófico.
La Affordable Care Act (ACA), más conocida como Obamacare, pasó por un Congreso con mayoría demócrata durante la primera mitad del mandato de Obama. Era la primera red de seguridad social en más de 50 años; un hito político o, como se oyó decir en su día al vicepresidente Joe Biden, «algo jodidamente grande».
La ACA aumentaba el alcance de Medicaid, el seguro de salud del Gobierno para los pobres; los impuestos a los ricos mejoraban Medicare, el programa gubernamental para los ancianos y, además, se creaba un mercado financiado por las autoridades federales para que los ciudadanos y las pequeñas empresas pudieran comparar los distintos seguros y adquirirlos con tasas subsidiadas. En conjunto, los cambios ofrecían un seguro de salud a 22 millones de estadounidenses.
Para costear las populares provisiones, la ley exigía que los estadounidenses contrataran un seguro o pagaran un impuesto; y, por otra parte, aumentaba la controvertida cobertura contraceptiva a las mujeres. Pero todo ello, sumado al simple hecho de que la propuesta de ley se abriera paso en un Congreso dominado por los demócratas, indignó a los republicanos.
Los opositores a la ley intentaron desmantelarla en el Tribunal Supremo, y presentaron decenas de revocatorios. Sin embargo, la ley nunca ha estado en una posición tan débil como ahora. Trump hizo campaña por la «anulación y sustitución» de Obamacare, y su partido ha pasado a controlar el Congreso y la Casa Blanca. De hecho, su ministro de Sanidad será un congresista que se opuso fervientemente a la ACA: Tom Price.
Los datos demuestran que la gente está contratando más seguros de salud que antes, aunque el sistema sanitario que Obama ayudó a crear diste de ser perfecto. La epidemia de opiáceos provoca más de 30.000 muertos al año; la población está indignada con el aumento del precio de los medicamentos y las empresas siguen cargando miles de dólares a los pacientes a través de copagos y desgravaciones. Pero, si los republicanos cumplen su promesa de derogar la ACA, los estadounidenses se van a llevar una lección sanitaria tan rápida como dolorosa.
Política internacional (I)
Julian Borger
La política internacional de Obama recibió un visto bueno general antes de que empezara. Sólo llevaba nueve meses en la presidencia cuando le concedieron el premio Nobel de la Paz, aunque sus principales logros habían consistido en unos cuantos discursos bonitos sobre Oriente Medio y la proliferación nuclear. Cualquiera habría sospechado que le daban un Nobel prematuro por el simple hecho de no ser George W. Bush.
Se daba por sentado que la actitud de Obama sería la antítesis de la posición de su predecesor. Había aprendido la dura lección de la invasión de Irak: que las intervenciones militares estadounidenses, alimentadas por una mezcla de arrogancia e ignorancia, empeoraban radicalmente unas situaciones que ya eran peligrosas.
Si la «doctrina Obama» se pudiera reducir a un lema, sería éste: «No hagamos estupideces». De hecho, se encargó de que sus funcionarios repitieran esa frase en multitud de reuniones; y cuentan que, en el año 2014, durante un viaje al extranjero, ordenó al equipo de prensa de la Casa Blanca que las repitieran después de que él las pronunciara, como si se estuviera dirigiendo a unos alumnos particularmente torpes en una clase de enseñanza primaria. Pero era una doctrina tranquilizadora tras la etapa de Bush, y tuvo sus logros.
La decisión de amenazar a Irán sin considerar a dicho país la encarnación del mal, sino una sociedad compleja con una veta fuertemente pragmática, llevó en última instancia al acuerdo de Viena (julio del 2015), por el que Teherán se comprometía a aceptar una limitación estricta de su programa nuclear a cambio de un levantamiento parcial de las sanciones. Tuvo la suerte de su parte –la elección del presidente Hassan Rouhani, ese mismo mes–, y también tuvo sus puntos débiles y sus críticos; pero sigue siendo uno de los mayores éxitos diplomáticos de las últimas décadas.
Sin embargo, el mantra de Obama no era una base sólida para una doctrina. Hacia el final de su mandato, se había convertido en una carga y una excusa para la duda y la parálisis. Había gobiernos y líderes que hacían cosas estúpidas por arrogancia, ambición o debilidad, y el resto del mundo se volvía hacia Washington en busca de una respuesta. En tales circunstancias, la inacción cuenta como acción.
Obama maquilló la actitud de EEUU ante el conflicto libio: se mostró a favor de intervenir, pero «dirigiendo desde la retaguardia». Consciente de los errores cometidos en Irak, acudió a la ONU para que apoyara la intervención militar y, tras conseguir un mandato, abusó de éste –al menos, a ojos de Moscú– y provocó un cambio de régimen. Gadafi cayó, y Obama no hizo gran cosa para evitar que Libia se hundiera en el caos.
La guerra de Libia emponzoñó las relaciones con Rusia, y contribuyó a que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas permaneciera en punto muerto durante la mayor crisis de la era de Obama: la guerra de Siria. Washington apoyaba a los rebeldes de forma renqueante e ineficaz, dudando de los grupos con los que trataba. Además, el presidente cometió un error fatídico con su promesa de intervenir de forma directa si el Gobierno sirio utilizaba armas químicas, promesa que incumplió en agosto del año 2013. Al final, la marcha atrás de Obama llevó a la eliminación de casi todo el arsenal químico de Siria, pero envalentonó a Assad y creó un vacío que llenó Vladimir Putin, con consecuencias funestas para la población.
La guerra de Siria, que ya ha causado medio millón de muertos, ensombrece el legado de Obama del mismo modo en que la guerra de Irak ensombreció el de George Bush. Para un presidente de los Estados Unidos, los pecados de omisión pesan tanto como los pecados de acción.
Política internacional (II)
Spencer Ackerman
Obama llegó a la Casa Blanca con el programa más progresista en materia de seguridad nacional desde Jimmy Carter. Se comprometió a poner fin a la guerra de Irak, prohibir las torturas de la CIA, cerrar Guantánamo y establecer un diálogo con los adversarios tradicionales del país. Sin embargo, prometió una escalada de la guerra de Afganistán, violó la soberanía paquistaní para perseguir a Osama Bin Laden, votó a favor de un aumento masivo de los programas de vigilancia y convirtió a John Brennan –un directivo de la CIA que estuvo en el sistema de torturas desde el principio– en su asesor antiterrorista más cercano.
Obama detuvo la guerra de Irak a cambio de seguir con la guerra contra el terrorismo, algo que molestó tanto a sus seguidores como a sus críticos, porque no encajaba en su imagen de progresista ni en la imagen de pacifista ingenuo que los conservadores tenían de él. Su relación con los militares fue bastante precaria al principio, aunque les dio mucho y recibió poco. Retrasó el repliegue de Irak y ordenó el envío de 30.000 soldados a Afganistán; pero se retiró de Irak en el 2011, el mismo año en el que estaba previsto el fin de la escalada afgana. La experiencia dejó al presidente con una sensación de frustración, porque interpretó que había una casta militar que pretendía enredarlo en sus planes. Pero tenía una alternativa.
Convencido de que los militares apoyaban las lentas y costosas guerras terrestres, Obama les dio la espalda y acudió a los drones de la CIA, la red de vigilancia global de la NSA y los sigilosos pero violentos ataques del Jont Special Operations Command. De hecho, permitió que actuaran con restricciones mínimas y extendieran el alcance digital de la guerra contra el terrorismo a todo el mundo, y el alcance físico a Somalia, Yemen, Pakistán, Libia, Malí y la República del Níger. Mientras afirmaba que «la marea de la guerra» se estaba retirando, la llevaba a costas nuevas.
Ni las revelaciones de Edward Snowden sobre la NSA ni el descubrimiento de que los drones habían matado a un menor estadounidense de 16 años sirvieron para que Obama cambiara de actitud. Al final de su mandato, se había limitado a restringir los seguimientos masivos de comunicaciones telefónicas y a limitar modestamente los ataques con drones. La CIA era crucial para su estrategia, y su negativa a procesar a los torturadores le hizo parecer un defensor del programa de torturas.
A pesar de ello, las agencias de espionaje no están contentas con la libertad que Obama les concedió, y Donald Trump está decidido a darles más. En materia de seguridad nacional, Obama traicionó sus promesas progresistas y, en lugar de levantar una barricada entre la era de Bush y la de Trump, les tendió un puente.
Inmigración
Ed Pilkington
Obama deja un legado claramente irregular en lo tocante a la inmigración. Por un lado, se ganó el calificativo de «deportador en jefe» y, por otro, se esforzó por legalizar la situación de millones de jóvenes inmigrantes y de sus padres.
El poco halagador calificativo fue un regalo de las comunidades de inmigrantes y los grupos de derechos civiles, consternados ante la deportación de más de dos millones y medio de personas: más de lo que había deportado ningún Gobierno anterior. Los últimos datos del Pew Research Center (PRC) demuestran que el Gobierno de Obama mantuvo un índice de expulsiones muy superior al de George W. Bush.
En noviembre del año 2014, Obama afirmó que las autoridades federales se limitarían a perseguir a los delincuentes peligrosos. «Malhechores, no familias», dijo. Pero las cifras del PRC implican que incumplió su promesa. Durante sus años en la Casa Blanca, el porcentaje de deportados sin antecedentes penales se ha mantenido alrededor del 60% del total.
Obama será recordado de forma más amable entre los 11 millones de inmigrantes ilegales por sus intentos de regularizar su situación y proporcionarles permisos de trabajo, aunque la oposición republicana en el Congreso impidió que se llegara a la concesión de la ciudadanía. Más de 700.000 «soñadores» que llegaron a los EEUU cuando eran niños se han beneficiado del programa Deferred Action for Childhood Arrivals (DACA), que retrasa la amenaza de deportación durante dos años y les permite salir a la luz y trabajar a la vista de todos.
El plan avivó el compromiso cultural y político de los jóvenes hispanos ilegales, y contribuyó a la creación de una red de activistas que podría ser crucial para resistirse a Trump y a su mano dura contra los inmigrantes. Sin embargo, ese aspecto del legado de Obama no está exento de problemas. Los tribunales de Justicia impidieron el desarrollo del Deferred Action for Parents of Americans (un programa parecido al DACA, pero dirigido a los padres de los «soñadores»), que pretendía extender el status legal a otros cinco millones de personas.
Obama aprobó los dos planes mediante una orden ejecutiva, haciendo uso de sus poderes presidenciales. De ese modo, pudo puentear al Congreso y asegurar sencilla y rápidamente los derechos de personas que, hasta entonces, estaban condenadas a vivir en las sombras. Pero la táctica llevaba la semilla de su propia destrucción, porque Trump podrá anular los programas y tirarlos al basurero de la historia con la misma sencillez y rapidez.
Mujeres, género y derechos de LGBT
Molly Redden
El presidente Obama firmó la ley Lily Ledbetter Fair Pay en enero del año 2009, que abría la posibilidad de que las mujeres que sufrieran de discriminación salarial recibieran compensaciones económicas. Fue la primera ley de Obama, un acto simbólico que anunció un aspecto importante de sus ocho años de Gobierno. Obama ha actuado de forma reiterada en favor de las personas históricamente discriminadas por su sexo o identidad sexual.
El Obamacare prohibió que las aseguradoras cobraran más a las mujeres, y extendió los métodos anticonceptivos disponibles a millones de personas, sin coste añadido. El Gobierno devolvió el golpe a los Estados que pretendían retirar los fondos de los programas de planificación familiar, y se encargó de que el Departamento de Educación obligara a las universidades a tomarse en serio el azote de las agresiones sexuales en los campus, además de determinar cómo debían tratar a los estudiantes transexuales. Por otro lado, el Departamento de Justicia ayudó a que las restricciones del derecho al aborto y las limitaciones al matrimonio de personas del mismo sexo acabaran en el Tribunal Supremo. Y el propio Obama se convirtió en defensor del matrimonio homosexual, tras «haber evolucionado» en ese sentido.
¿Sobrevivirá alguna de esas conquistas a la era de Trump? El nuevo presidente ha insinuado que respeta la legislación sobre matrimonio homosexual, pero nada más. Los republicanos del Congreso apoyan medidas que permitirían que las empresas discriminen a los LGBT, y están preparando una ofensiva sin precedentes contra el derecho al aborto. Mientras tanto, el destino del Obamacare es incierto, aunque los republicanos pretenden eliminar sus aspectos contrarios a la discriminación de mujeres y transexuales.
Además, los activistas universitarios temen que se pierda lo conseguido en materia de agresiones sexuales, y el propio vicepresidente de Donald Trump, Mike Pence, ha declarado que el Gobierno dejará de exigir que los colegios den plazas a alumnos transexuales y que las empresas incluyan los métodos anticonceptivos en sus planes de salud. Sobre el asunto de los alumnos transexuales, Pence aseguró en octubre del año pasado que eran «las propias comunidades quienes lo debían resolver, a partir de los patrones que quieran para sí mismas».
Es posible que la mayor conquista que sobreviva sea el cambio cultural que provocó Obama con su apoyo directo. El presidente demócrata aprovechó su mandato para legitimar a los activistas que luchaban contra los altos índices de agresiones sexuales y a los movimientos de defendían los derechos de los transexuales. Derogó la política de «prohibido preguntar, prohibido decir» en las Fuerzas Armadas; se encargó de que el Pentágono anulara la prohibición de que las mujeres ocuparan puestos de combate y estableció normas para permitir que los transexuales sirvan en el Ejército.
Mara Keisling (directora del National Center for Transgender Equality) declaró hace poco a the Guardian que los cambios culturales que hicieron posible esas conquistas no van a desaparecer por el simple hecho de que llegue alguien nuevo a la presidencia. «Los transexuales han estado educando a sus familias, sus compañeros de clase y sus compañeros de trabajo durante décadas. Les han hecho ver lo que son y, aunque el Gobierno acabe con algunas de sus conquistas políticas, no les podrán quitar la dignidad que se han ganado por sí mismos.»
Control de armas
Lois Beckett
«Fue el peor día de mi presidencia», dijo Obama sobre la masacre de la escuela de primaria de Sandy Hook (diciembre del año 2012) . Pero, antes de aquella masacre, en la que murieron 20 niños, no había hecho prácticamente nada en materia de control de armas. De hecho, cuando su fiscal general mencionó la posibilidad de prohibir los fusiles de asalto, el Jefe de Gabinete de Obama contestó de forma rotunda: «cierre la puta boca».
Sin embargo, el suceso de Sandy Hook convirtió a Obama en un defensor apasionado del control de armas. Intentó aprovechar su fuerza para que el Partido Demócrata dejara de considerarlo un asunto menor y lo convirtiera en un asunto prioritario. Algunos familiares de las víctimas afirmaron que su compromiso con la causa parecía tan personal como político; y no sólo como presidente de la nación, sino como el padre que había llorado en una rueda de prensa al referirse a la masacre.
Desgraciadamente, los intentos de Obama fracasaron. A pesar de la ofensiva de la Casa Blanca de principios del año 2013, el Congreso rechazó hasta la modesta tentativa de renovar la prohibición de los fusiles de asalto y aumentar los requisitos federales para poder comprar armas. El tiroteo del club Pulse de Orlando (junio del 2016) provocó un nuevo intento, que fue rápidamente rechazado. «Obama hizo lo que pudo, pero su Congreso se mostró impotente», dijo Mark Barden, que había perdido a su hijo Daniel –de siete años de edad– en Sandy Hook.
Ante la pasividad de la Cámara, Obama optó por decisiones presidenciales de carácter más simbólico que otra cosa. Hasta la National Rifle Association (NRA), que se opone al control de armas con argumentos apocalípticos, estaba asombrada con su actitud. En enero del año pasado, Obama pretendió mejorar las comprobaciones para la venta de armas mediante el procedimiento de sacar un folleto gubernamental donde se explicaban las leyes que debían cumplir los ciudadanos. «¿Eso es todo? –ironizó un portavoz de la NRA–. No se puede decir que estén haciendo mucho».
Durante los dos últimos años de la presidencia de Obama se ha batido el récord de masacres en la historia reciente del país y, por si eso fuera poco, se ha producido un aumento radical de los asesinatos con armas, que estaban en declive: en Baltimore llegaron a su punto más alto en el 2015, y en Chicago –la ciudad de Obama– se produjo un aumento del 50% al año siguiente, que también afectó a los tiroteos. De hecho, el aumento de los asesinatos en Chicago llega a tal extremo que, durante el año 2016 alcanzó una cifra similar a siete masacres de Orlando.
No obstante, Obama ha prometido que, cuando deje la presidencia, seguirá trabajando con organizaciones de todo el país para prevenir la violencia armada.
Ningún presidente de la historia de los Estados Unidos aumentó tanto el gasto en armas nucleares como Obama, laureado con el premio Nobel de la Paz; ningún presidente de los Estados Unidos deportó a más personas que Obama (de hecho, deportó a más personas que todos los presidentes que ocuparon la Casa Blanca entre los años 1892 y 2008) y, por último, ninguno acudió tantas veces a la ley de Espionaje, que ha usado más que todos los Gobiernos anteriores, juntos.
Tradución de Jesús Gómez