La salida de la izquierda de América latina

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SHLOMO BEN-AMI

La aplastante derrota del gobierno chavista en las recientes elecciones parlamentarias de Venezuela, después de tantos años en el poder, junto con la culminación de 12 años de régimen peronista en la Argentina, marcan el fin de un ciclo de hegemonía de la izquierda en gran parte de América Latina. Pero no se trata de un punto de inflexión político que marca la renovación de la confrontación ideológica. Más bien es una transición medida hacia el pragmatismo político. Y eso es una muy buena noticia.

Quizá la mejor evidencia de que no se trata de un cambio impulsado por la ideología resida en aquello que lo disparó: una recesión económica. Durante más de una década, la región se basó en el «socialismo del siglo XXI» que el difunto presidente de Venezuela Hugo Chávez utilizó para galvanizar agrupaciones como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) y Petrocaribe, una alianza petrolera conformada por estados caribeños y Venezuela. Pero el colapso económico, la hiperinflación y las escaseces de alimentos han destruido la fe en ese sistema.

Debería destacarse que los mismos factores, que en gran medida son el resultado de condiciones globales implacables, les permitieron a los partidos de izquierda de América latina ganar y consolidar el poder culpando a las políticas orientadas al mercado que los antecedieron. Los brasileños eligieron a Luiz Inácio Lula da Silva para la presidencia en 2002 y los argentinos, a Néstor Kirchner en 2003. El colapso financiero volvió a llevar al poder al Partido Revolucionario Institucional en México en 2012, y el partido de izquierda Nueva Mayoría de Michelle Bachelet ganó en Chile en 2013.

Los gobiernos de izquierda luego supieron aprovechar un boom sostenido de las materias primas para aumentar el gasto en subsidios a los consumidores y la asistencia social, sin depender de los acreedores internacionales. Desde 2003, el año de la elección de Kirchner, hasta 2011, cuando su esposa y sucesora Cristina Fernández de Kirchner fue elegida para su segundo mandato en un triunfo aplastante, los precios de la soja aumentaron más del 7% anual, en promedio, impulsando el crecimiento general del PIB.

De la misma manera, la economía de Brasil, impulsada por sus propias exportaciones de materias primas, creció alrededor del 4,5% por año. Esto le permitió al país, al igual que la Argentina, combatir la pobreza extrema e impulsar el poder adquisitivo de una clase media emergente, que luego se volvió profundamente leal a los gobiernos de izquierda. En la Argentina, una tasa de inflación del 30%, escándalos masivos de corrupción y restricciones a las compras de moneda extranjera es lo que se necesitó para que Mauricio Macri, de centro derecha, obtuviera una mayoría ajustada en la reciente elección presidencial.

El problema de origen de este cambio de suerte fue un contexto global que ya no podía sustentar precios elevados de los commodities. En particular, la desaceleración del crecimiento de China ha debilitado la demanda de materias primas latinoamericanas. En Ecuador, el presidente Rafael Correa se ha vuelto cada vez más autoritario -recientemente enmendó la constitución para poder presentarse a un cuarto mandato- en respuesta al impacto de la contracción de la economía en el respaldo popular a su «dictadura del corazón».

En Venezuela, donde el petróleo representa el 95% de los ingresos por exportaciones, los votantes naturalmente se volvieron en contra del gobernante Partido Socialista. Mientras que el sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, sigue siendo presidente, la oposición ahora cuenta con dos tercios de los escaños en la Asamblea Nacional.

Mucho antes de la elección venezolana, el gobierno de Cuba, que se había vuelto sumamente dependiente de la generosidad chavista, ya estaba tomando medidas pragmáticas a favor de la normalización de las relaciones con Estados Unidos. Raúl y Fidel Castro -que saben de primera mano cómo el deceso de la Unión Soviética, el principal benefactor de Cuba durante la Guerra Fría, afectó a su país- se dieron cuenta de la inminente pérdida de los subsidios pródigos de Venezuela y actuaron en consecuencia.

Inclusive en Chile -quizá la economía mejor administrada de la región, pero todavía profundamente dependiente de las exportaciones de cobre- la tasa de popularidad de Bachelet se ha derrumbado a mínimos sin precedentes, lo que amenaza su ambiciosa agenda de reformas constitucionales y educativas. Si a esto le sumamos los escándalos de corrupción que involucraron al hijo de Bachelet y las debilidades en la coalición de centro izquierda en el poder, el retorno de la centro derecha al poder en las elecciones presidenciales de 2017 parece cada vez más probable.

Sin embargo, las elecciones no son el único medio de impulsar el cambio. Frente a la desaceleración económica más severa en 25 años que expande el déficit presupuestario a niveles sin precedentes, la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, se vio obligada a tomar medidas de austeridad, entre ellas recortes en los beneficios por desempleo y asistencia social. Sin duda, los escándalos masivos de corrupción también han erosionado seriamente la posición de Rousseff y son la razón esencial por la que hoy enfrenta procesos de juicio político. Pero cuando la economía crecía, la corrupción, desde un punto de vista político, era menos explosiva.

De la misma manera, después de que el ejército de Venezuela dejó en claro que no valía la pena oponerse a la voluntad popular defendiendo al chavismo, Maduro se vio obligado a prometer que la revolución ahora «pasaría a una nueva fase». Y aun si Macri no hubiera logrado acceder a la presidencia en la Argentina, su opositor Daniel Scioli -que se desempeñó como vicepresidente de Néstor Kirchner, pero representa un peronismo más moderado- probablemente habría tenido que implementar políticas pragmáticas destinadas a impulsar la confianza de los mercados.

Tal vez la última estocada a la política de izquierda latinoamericana provenga de Colombia, donde el presidente Juan Manuel Santos ha hecho de la paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el grupo guerrillero más antiguo de Latinoamérica, su principal prioridad. Santos, un presidente de sesgo derechista, ganó la reelección en 2014 haciendo hincapié en esos esfuerzos de paz, lo que le valió un fuerte respaldo de la izquierda. Ahora las dos partes están en el umbral de un acuerdo de paz, que supuestamente se firmará en marzo.

La paz en Colombia, aún más que las actuales dificultades económicas, generadas en gran medida por fuerzas globales, será lo que reforzará para los votantes latinoamericanos los beneficios del pragmatismo por sobre la ideología -algo que hasta las FARC han reconocido-. Una nueva era moderada y sensata de diseño de políticas podría ser lo que le permita a América latina diversificar sus economías y construir una prosperidad más sustentable e inclusiva.

 

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