Los rápidos avances de la tecnología han reducido dramáticamente el costo de la obtención de datos. Sensores en el espacio, el cielo, los laboratorios y el terreno, junto con nuevas oportunidades para la colaboración masiva o crowdsourcing y la adopción generalizada de Internet y los teléfonos móviles están poniendo grandes cantidades de información al alcance de quienes antes no tenían acceso a ella. Un pequeño granjero en la zona rural de África, por ejemplo, ahora puede acceder a los pronósticos meteorológicos y los precios del mercado con solo tocar una pantalla.
Esta revolución en los datos ofrece un potencial enorme para mejorar la toma de decisiones en todos los niveles, desde un granjero local hasta las organizaciones mundiales para el desarrollo. Pero reunir datos no es suficiente. También hay que administrar y evaluar la información (y hacerlo adecuadamente puede resultar mucho más complicado y caro que obtenerla). Si no se identifican y analizan previamente las decisiones que se deben mejorar, el riesgo de que gran parte del esfuerzo de obtención de datos se pueda desperdiciar o emplear mal es elevado.
Esta conclusión misma está basada en un análisis empírico. La evidencia es poco convincente, por ejemplo, de que las iniciativas de monitoreo en la agricultura o la gestión ambiental hayan tenido un impacto positivo. El análisis cuantitativo de las decisiones en muchos campos —entre ellos el de la política ambiental, las inversiones empresariales y la seguridad informática— ha demostrado que la gente tiende a sobrestimar la cantidad de información necesaria para tomar una buena decisión, o que no entiende correctamente qué tipos de datos son necesarios.
Además, se pueden cometer graves errores cuando se exploran grandes conjuntos de datos con algoritmos automáticos sin haber examinado antes adecuadamente qué decisión hay que tomar. Existen muchos ejemplos de casos en los cuales la minería de datos ha conducido a la conclusión equivocada —entre ellos, diagnósticos médicos o casos legales— porque no se consultó a los expertos en ese campo y se dejó información crítica fuera del análisis.
La ciencia de las decisiones, que combina la comprensión del comportamiento con los principios universales de la toma coherente de decisiones, limita esos riesgos al vincular los datos empíricos con el conocimiento de los expertos. Si debemos aprovechar la revolución de los datos para ponerla al servicio del desarrollo sostenible, las mejores prácticas de este campo se deben incorporar a esos esfuerzos.
El primer paso consiste en identificar y enmarcar frecuentemente las decisiones que se repiten. En el campo del desarrollo esto incluye las decisiones de gran escala, como las prioridades de gasto —y, por lo tanto, las asignaciones presupuestarias— por parte de los gobiernos y las organizaciones internacionales. Pero también incluye decisiones a una escala mucho más pequeña: granjeros que se preguntan qué cultivos plantar, qué cantidad de fertilizante aplicar, y cuándo y dónde vender su producción.
El segundo paso implica construir un modelo cuantitativo de las incertidumbres relacionadas con esas decisiones, incluidos los diversos disparadores, las consecuencias los controles y factores atenuantes, así como los distintos costos, beneficios y riesgos involucrados. Incorporar —en vez de ignorar— los factores con elevados niveles de incertidumbre y difíciles de medir conduce a las mejores decisiones.
Al servicio del desarrollo sostenible, ese tipo de modelos a menudo implica proyectar qué impacto tendrán las intervenciones sobre el sustento de la gente y el ambiente a lo largo de varias décadas. Este proceso es más exitoso cuando participan tanto las partes interesadas como los expertos para identificar las variables relevantes y las relaciones entre ellas. Estos participantes deben ser capacitados para poder brindar estimaciones cuantitativas de la incertidumbre que las distintas variables tienen para ellos. Por ejemplo, los expertos pueden estimar con un 90 % de confianza, según los datos disponibles y su propia experiencia, que el rendimiento promedio del maíz para los agricultores en una cierta región es de 0,5 a 2 toneladas por hectárea.
El tercer paso es calcular el valor que puede ofrecer la información adicional, algo que solo es posible si se ha cuantificado la incertidumbre de todas las variables. El valor de la información es el importe que un decisor racional estaría dispuesto a pagar por ella. Necesitamos entonces saber en qué caso los datos adicionales serán valiosos para mejorar una decisión y cuánto debiéramos gastar en ellos. En algunos casos tal vez no sea necesaria ninguna información adicional para tomar una decisión sólida; en otros, los datos adicionales podrían valer millones de dólares.
Este proceso se repite hasta que la adquisición de datos no ofrezca valor adicional y se llegue a una decisión sólida (una conclusión lógica basada en la información, los valores y las preferencias de los tomadores de decisiones o del organismo decisor). Esto brinda perspicacia a los encargados de las decisiones y a las partes interesadas sobre la forma de mejorar las políticas para maximizar los resultados positivos y reducir los riesgos, como la posibilidad de sufrir bajas tasas de adopción o de que la capacidad institucional resulte limitada para la implementación eficaz.
No alcanza simplemente con suponer que la revolución de los datos será beneficiosa para el desarrollo sostenible. Para garantizarlo habrá que reconocer la importancia del análisis riguroso en cada esfuerzo de captación de datos y la formación de una nueva generación de científicos de la decisión para trabajar codo a codo con los responsables de las políticas.