Uno se toma un vinito y una cañita y otra y otra y (¿por qué no?)vamos a pasar a las copas: llega ese momento de excitación y euforia, la conversación fluye por doquier, se rompen las inhibiciones, las timideces, todo es estupendo y esto es una fiesta, mientras van cayendo tragos y tragos, se exalta la noche y la amistad y, de pronto, como una presa que se quiebra y libera toda el agua… uno se echa a llorar. A llorar como si no hubiera mañana. El alcohol etílico, el etanol, es una molécula curiosa. Dependiendo de la cantidad que ingiramos puede llevarnos de una leve y excitada euforia a una avería sentimental. “En general, el alcohol es una sustancia depresora del sistema nervioso [sedante y tranquilizante: que disminuye la actividad cerebral, según el Instituto Nacional de Abuso de Drogas de EE UU], aunque a dosis bajas puede actuar como excitante”, explica el investigador David Rodríguez, profesor de la Universidad de Salamanca y autor del libro Alcohol y cerebro (Absalon Ediciones).
Todo tiene que ver con el funcionamiento químico de la masa gris. Los miles de millones de neuronas que se comunican dentro de nuestro cerebro lo hacen a través de los neurotransmisores, unos compuestos químicos que transmiten información de una neurona a otra neurona consecutiva y de los que seguramente han oído hablar con relación a la alegría, la tristeza, el amor o el deporte: la serotonina, la dopamina, las endorfinas, acetilcolina, etc. El alcohol, como las otras drogas, interfiere en esta comunicación. Las emociones se entremezclan.
Un ‘guerrero’ contra los efectos del alcohol en el cerebro
Al atracón de alcohol, se le conoce como binge drinking, término que muchas veces asociamos con el botellón o con otro tipo de ingesta descontrolada. Un grupo de científicos de la Universidad Complutense de Madrid ha investigado los efectos de este tipo de consumo agudo en el cerebro y, además, han dado con una molécula que podría reparar los daños. Esta panacea se llama oleoiletanolamida (OEA) y es uno de los compuestos que se encuentran en el chocolate negro y es responsable de la saciedad. Resulta que tiene propiedades neuroprotectoras.
El equipo de la investigadora Laura Orío ha sometido a ratones a altas dosis de alcohol en poco tiempo (lo equivalente a cinco copas en tres horas, lo que puede hacerse en una noche de fiesta, es decir, una especie de botellón para los roedores). “Ante este gran aumento de la concentración de alcohol en sangre se produce daño cerebral”, dice la investigadora Laura Orío, “se produce una respuesta inflamatoria, el sistema inmune se activa de manera excesiva”.
Y resulta que la OEA actúa como un potente antiinflamatorio a nivel cerebral, inhibiendo la inflamación y las señales de daño. “Esto podría mejorar los efectos negativos tras el consumo de alcohol (la resaca, hablando en plata) y ayudar con el síndrome de abstinencia en los alcohólicos”, concluye Orío.
El sistema límbico, según MedLine Plus, es el encargado de controlar los asuntos de la memoria y las emociones en el encéfalo (parte superior y de mayor masa del sistema nervioso central). Y, por supuesto, puede llegar a verse afectado cuando se bebe demasiado. Neurotransmisores entorpecidos, encéfalo alterado… Es por esa razón que muchas mañanas nos despertemos sin recuerdo de lo que ha ocurrido la noche anterior. Y también es por ese motivo que la noche anterior hayamos vivido en un carrusel loco de emociones: cambios de humor y emociones extremas. De ahí a acabar hecho un guiñapo y con los ojos húmedos hay un paso. El alcohol en exceso nos vuelve histriónicos. Si somos tendentes a la melancolía sin beber, la cosa no hará sino empeorar con unas copas encima.
Así, el consumo de copas puede proporcionar, primero, momentos de euforia y llanto antes de que aparezcan efectos no tan agradables, como la pérdida de capacidad motora, la descoordinación de movimientos, la alteración de la visión, el mareo generalizado, etcétera. «Estos efectos depresores pueden llegar a causar que la persona caiga en coma, o incluso muera”, alerta Rodríguez: “Sin embargo, es poco frecuente que lleguemos a este último punto, por la circunstancia de que alguien muy borracho ni siquiera puede llevarse el vaso a la boca. Un ejemplo del efecto depresor del alcohol es que cuando uno bebe mucho suele acabar en la cama o, directamente, dormido en el sofá con la tele puesta”.
A largo plazo, el alcohol moldea al cerebro a su medida. “Este se adapta y es cuando se produce la adicción”, explica el experto, “se llega a un momento en el que el alcohólico ya no bebe para obtener placer y relajación, sino porque es la única forma de estar normal, de reequilibrar su química cerebral. De que se le quite por las mañanas el temblor de las manos. Y hay que tener en cuenta que beber alcohol es una elección, pero ser alcohólico es una enfermedad”.
Seguro que todo esto les suena: España bebe bastante
Hay que tener cuidado con el etanol, porque en España el consumo de alcohol está muy aceptado socialmente e integrado en la vida cotidiana, hasta el punto de que no se entienden celebraciones familiares o fiestas populares sin su ingesta. Pero la tendencia es buena: la tasa de alcoholismo se ha dividido por dos en los últimos 30 años y el consumo anual por persona se sitúa en 9,8 litros de alcohol puro, la media de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), quien ofrece estos datos. El equivalente a dos latas de cerveza al día (hay que tener en cuenta que estos datos son de media, es decir, incluyen a los abstemios. Luego el que bebe, bebe más).
Pero el gran problema, según señala Rodríguez, es que el primer contacto con el alcohol se produce a los 16 años, cuando el desarrollo del cerebro no está completado, y el 70% de ellos lo obtienen con facilidad en pubs, discotecas y supermercados. “El tema del alcohol es algo que nos tenemos que plantear como individuos y como sociedad”, concluye el científico. Haya lágrimas o no de por medio.
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