Prince, la eterna resurrección

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Lucy, la recepcionista del Country Inn and Suites de Chanhassen, Minnesota, no puede evitar reírse. Es el tercer cambio para la cita con el taxi en apenas dos horas. “No te preocupes, puedes hacerlo diez veces más si quieres. Es Prince”, dice. Si la primera modificación del programa llegó en forma de lacónico correo desde Dinamarca, esta vez han usado el teléfono. Trevor Guy, asistente de Prince, nos comunica que la hora del encuentro con su jefe será finalmente a las siete de la tarde y que nos han preparado “un montón de sorpresas”.

No es que los retrasos sean sorprendentes. Prince ha cultivado siempre la imagen que mantiene hoy: un brillante y esquivo genio, virtuoso en docenas de instrumentos, que apenas habla ni mira a nadie a los ojos. Un ser que solo piensa en su arte, que solo él puede crear. Y la prensa no encaja en esas coordenadas. En 1982, en su primera campaña de promoción, con su quinto álbum, 1999, concedió una sola entrevista y salió jurando que era la última. Cumplió su palabra durante dos años y medio. En los noventa, un periodista pasó seis días alrededor de Paisley Park, su estudio fortaleza de Minnesota, el Medio Oeste estadounidense, para terminar hablando con Prince por teléfono.

Parece disfrutar jugando al gato y al ratón. Desperdigados por los hoteles de la zona hay cinco periodistas de cinco países. La convocatoria ha sido precipitada y vaga y llegó con solo dos días de antelación: Si queríamos “encontrarnos” con Prince, había que estar a las cinco de la tarde del sábado en Paisley Park. Sin grabadora. Solo papel y bolígrafo. Nos dirá después: “Hice un brainstorming hace dos noches y pensé: ‘Traigo unos cuantos periodistas, les digo que no cuenten nada, y al día siguiente lo sabrá todo el mundo’. Pero amo a los críticos, porque ellos me aman. No bromeo. Mira, todo el mundo nota cuando alguien es perezoso, y ahora, con Internet, es imposible que un redactor lo sea, porque todos le señalarán. Ahora es embarazoso decir algo falso. Te conviene decir la verdad”.

Hemos recorrido 9.000 kilómetros hasta llegar a Chanhassen, un pueblo de 20.000 habitantes a unos 30 minutos –en coche. Aquí las distancias se miden así– de la urbe que componen Minneapolis y St. Paul, donde nació Prince Rogers Nelson en 1958. Un chico bajito, hijo de un pianista y una vocalista de jazz, ambos negros. Chanhassen fue elegido segundo mejor lugar de EE UU para vivir, por Money Magazine en 2009. Coquetas y anodinas calles residenciales. Lo que llaman la plaza es una zona comercial. Solo se camina por sus aceras para pasear al perro. Y al mediodía de este soleado sábado de noviembre el termómetro marca tres grados. Todo el mundo aquí conoce Paisley Park, un complejo compuesto por tres estudios de grabación y dos salas de conciertos. Lo más excitante que le ha pasado en 30 años a la localidad. Prince lo abrió en 1985, en el cenit de su popularidad. En 1984 amenazó a Warner con no renovar su contrato si no le dejaban protagonizar una película. Aparecer en las pantallas de cine del mundo le parecía la forma de llegar a un público más heterogéneo. La multinacional prefirió concederle el capricho antes que dejarle escapar. El resultado fue Purple Rain, un éxito absoluto, 20 millones de copias vendidas, Oscar a la mejor banda sonora. Y su conversión en un artista negro para todos los públicos. Durante un periodo fue tan grande como Michael Jackson. Cualquier artista se quejaría de la alargada sombra de ese álbum. Pero él asegura no sentirse aburrido de tocar siempre esas canciones. “¿Tú te cansarías de que te aplaudan? Nunca te cansas del aplauso. Nunca te aburre. Y no puedes aplaudir algo que no has oído antes, que no conoces. Si tocara una canción que conoces, sería una experiencia para ti en la que estás implicado. Usas una parte diferente del cerebro que cuando escuchas algo que no conoces”.

Al parecer, Paisley Park está aquí al lado. En algún lugar a cinco minutos del motel –en coche, claro– se encuentra el feudo del último gran excéntrico del rock. Ayer dio un concierto allí, cuentan. Uno de esos directos sorpresa que hace convocando a sus fans por Twitter. “Va por rachas. En los últimos meses lo ha hecho mucho. Debe de llevar 10 o 12”, cuenta uno de los camareros de un bar del pueblo.

“Cuando se fueron todos, estuve en el escenario tocando y cantando solo para mí otras tres horas. Y fue maravilloso”, dirá luego Prince. Había entrado en lo que llama “la zona”. “No podía parar. Es como experimentar que has abandonado tu cuerpo. Como estar sentado entre el público viéndote a ti mismo. Eso es lo que quieres. Trascender. Y cuando eso sucede…”, hace un gesto con la cabeza y suelta, “oh, muchacho”.

Parece de lo más cómodo y relajado. Lleva un rato sentado al piano en uno de los escenarios de Paisley Park. Ha aparecido de repente y está desgranando sus teorías sobre la música, la industria y su próxima gira. Un tour solo con piano por capitales europeas que suspenderá pocos días antes de su comienzo como consecuencia de los atentados de París, que han dejado 130 muertos y tres centenares de heridos. Ya se habían puesto a la venta las entradas para los conciertos británicos. El tirón de Prince es tal que a las pocas horas la reventa pedía 2.500 euros por un tique.

Ni por asomo se diría que tiene 57 años. Parece mucho más joven, quizá 40. Quizá menos, incluso. Aunque es posible que ese aspecto se lo dé la luz tenue que ilumina la sala. Lleva un peinado afro, y va vestido de blanco de arriba abajo con lo que parece la versión pijama de esos quimonos que Elvis usaba en Las Vegas. Calza sandalias blancas de plataforma con calcetines blancos. Una combinación singular, que resulta más curiosa cuanto más la miras.
Y es inevitable mirar, porque estoy, literalmente, a los pies de Prince. La entrevista para la que hemos recorrido 9.000 kilómetros a la carrera consiste en recostarnos sobre un escenario mientras él toca el piano. La situación recuerda una de esas láminas en las que Cristo habla a discípulos que le escuchan arrobados.

Antes de llegar a pasar una hora en esta incómoda postura, los cinco periodistas europeos, de Reino Unido, Italia, Holanda, Bélgica y España, nos hemos visto las caras de noche ante una valla cerrada, en un cruce de carreteras en medio de la nada, que hemos identificado como la entrada principal de Paisley Park. No hay señal visible de ser humano cerca ni timbre al que llamar. Al fondo se adivinan un grupo de edificios, uno de los cuales está iluminado por un foco púrpura. Su color fetiche. Es todo muy frío, muy práctico. Una nave industrial no es la idea de la madriguera de uno de los músicos vivos más extravagantes.

Trevor Guy nos recibe en la entrada de carga y descarga que da a la sala donde después veremos a Prince. Ofrece una visita guiada por lo que llama “el país de las maravillas de la música”. Los estudios son enormes. Hay una sala revestida de granito, de arriba abajo, para grabar pianos. Otra a oscuras, con estrellas fosforescentes, que llaman “the galaxy room” y se usa para meditar. En las paredes, sus premios. No está la estatuilla del Oscar, pero en lo que llaman la oficina de producción está aparcada la mismísima moto púrpura de la portada del disco Purple Rain. Un icono de la historia del rock. Al pasar por un estudio señalan un folio abandonado con unos garabatos como si fuera una reliquia, la prueba de que ha estado trabajando aquí mismo hace poco. “No tiene sentido del tiempo. Con él no hay horarios. Siempre está trabajando. A cualquier hora”.

Huele a lavanda. “Tenemos velas perfumadas 24 horas al día”, dice Trevor, que se disculpa por no enseñarnos las zonas privadas. “Él no vive aquí, no puedo decir dónde vive porque no lo sé. Cuando no está en Paisley Park, se desvanece”. Todo indica que reside habitualmente en Los Ángeles desde 2008, tras su segundo divorcio.

En un pasillo, un mural mesiánico –en general todo tiene un desasosegante aroma a culto a la personalidad– sitúa a Prince en el centro. A su derecha, sus predecesores: Santana, Hendrix… Un lugar destacado lo ocupa Larry Graham, bajista, la persona que convirtió a Prince a la fe de los testigos de Jehová en 2001.

Su fe impregna el ambiente. En Paisley Park no se sirve ni carne ni alcohol. Sus canciones ya no son aquellas incitaciones al sexo de sus primeros años. En 1980 editó Dirty Mind, un manifiesto de 30 minutos a favor de la liberación sexual y la ruptura de los tabús, pero ya no quiere hablar de temas como Head, en el que aparecía eyaculando en el vestido de una novia que se dirige a su boda. “Tienes una copia de ese disco, ¿no? He escrito tantas canciones que ni pienso en ella. No me siento atado a un tema de esa manera. No podría avanzar si estuviera vinculado a una canción de mi pasado. Ser testigo de Jehová ha hecho que me esfuerce más en contar las mismas cosas de otra manera. Me ha acercado a la verdad. Además, ahora los fans son mayores, tienen familia, quieren traer a sus hijos. Es un buen movimiento, llegas a un público mayor para que experimente lo mismo”.

Un poco antes de su conversión había recobrado su nombre. Durante los noventa se enzarzó en una disputa legal con su discográfica. Entre otras cosas, Warner había registrado su nombre y él decidió rebautizarse con un símbolo impronunciable. Ahora está en todos los tamaños posibles adornando las paredes de Paisley Park.

En 1985, Prince, en su máximo momento de esplendor.
En 1985, Prince, en su máximo momento de esplendor. / Life (Getty)

Prince es la creación de Prince Roger Nelson. Un prototipo fabricado por él basándose en un modelo teórico diseñado también por él. Ha funcionado tan bien que, sin haber publicado un disco de auténtico éxito desde 2006, sigue teniendo las prebendas de una superestrella. Aunque si definimos superestrella como un personaje universalmente reconocible más allá de fronteras, razas o generaciones, Prince ya no encaja. Genera noticias y llena estadios, pero aunque el suyo es un nombre familiar para mayores de 30 años, aquellos capaces de recordar lo que era importante entre 1984 y 1994, apenas existe para la mayoría de los menores de 25. A los que además aconseja que no firmen contratos con discográficas. Él, que firmó el primero con 17 años. “No soy quién para decirles a los jóvenes lo que tienen que hacer, pero es evidente que las compañías ya no tienen dinero. Yo no conseguí lo que conseguí por una discográfica. Si no hubiera logrado un contrato, hubiera seguido tocando. Teníamos una gran banda y tocábamos. Y cada vez que tocábamos, éramos mejores. Teníamos un estudio para grabar. Y cuanto más grabábamos, mejor lo hacíamos. Las compañías no me enseñaron nada, yo tenía mis propios maestros”.

Además, asegura que a la música actual le falta riesgo. “¿Cuándo fue la última vez que te asustó alguien? En los setenta, entonces daba miedo. Ahora no hay nada que copiar”.

Es curioso, porque construyó su mito intentando ser un artista que pudiera entrar en el salón de cualquier casa. Al principio evitando ser visto como un artista para el público negro. Algo que todavía considera un lastre para las relaciones con la industria. “Solo hay que mirar la historia. U2 ama a su compañía discográfica. En cambio [la estrella del soul] Sam Cooke murió por su culpa”, afirma rotundo cuando se le pregunta si las relaciones con los sellos son más difíciles en el caso de los artistas negros. En sus inicios incluso ocultó su origen asegurando que su madre era italiana. Hoy parece haberlo olvidado y se ríe del caso de la activista pro derechos de los afroamericanos Rachel Dolezal, que mintió sobre su raza. “Esa señora que aseguraba que era negra cuando era blanca”, suelta con un gesto pícaro.

Ahora se siente apreciado, dice. “Más respetado y escuchado que nunca. Hoy puedo hacer muchas más cosas”. Tras probar todo tipo de distribuciones para sus álbumes, lleva 38 en 37 años de carrera, cree haber dado con la clave: Tidal, la plataforma que ha creado el rapero Jay Z para hacer la competencia a Spotify y Apple Music. En ella ha publicado su último disco, Hit n’Run, en septiembre. Solo en formato digital. Él, que dijo que Internet había muerto. “Y tenía razón: dime un músico que se haya hecho rico con las ventas digitales. Sin embargo, a Apple le va bastante bien con ello, ¿no?”.

Se baja del escenario sin apenas despedirse. Nos espera la última sorpresa, un concierto en nuestro honor. Lo ha convocado esa misma tarde, pero la sala está a rebosar. Delante del escenario ha colocado sillones y cojines. El resto está lleno de mesas altas con taburetes. La orden es no empezar hasta que todo el público esté sentado. “¿Pero por qué tengo que sentarme?”, le dice un veinteañero a uno de los porteros. Está apoyado en una pared sin molestar a nadie y, si se agacha, no verá nada. “Porque él lo quiere así”, le responden. Y el joven se acomoda en el suelo. Hay cosas que no se discuten.

elpaissemanal@elpais.es

Un as en la manga

Diego Manrique

Parafraseando a Mario Vargas Llosa, deberíamos preguntarnos: ¿en qué momento se jodió la carrera de Prince? Digamos que fue hacia 1993, cuando exigió ser identificado por un símbolo impronunciable. Tras el choteo inevitable, los medios decidieron rebautizarle “el artista antes conocido como Prince”.

Había cierto método en su locura. Algunos sugieren que realmente creía que, cambiando de nombre, anulaba el acuerdo firmado con Warner Bros. Al final, resolvió sus compromisos contractuales sacando cinco álbumes entre 1994 y 1996. Discos comercialmente poco atractivos, que recordaban el conflicto original: Warner quería dosificar sus lanzamientos, dado que sus ventas iban en descenso desde 1989, cuando llegó al número uno con la banda sonora de Batman, gracias al músculo promocional de Hollywood.

Nadie discute el talento de Prince, capaz de grabar discos enteros en solitario, tocando todos los instrumentos y cambiando incluso de voz. Sin olvidar su eclecticismo: sin esfuerzo, salta del funk al rock o al pop. Otro asunto es que supiera cómo prolongar el interés del gran público, atraído por Purple Rain y los extraordinarios álbumes que vinieron a continuación.
El problema: su contrato resultaba oneroso para Warner, ya que incluía financiar su sello particular, Paisley Park Records, que no generaba éxitos. Y Prince se negaba a mirar las cuentas. Existen técnicas para mantener la visibilidad, la reputación de un artista cuyas ventas pasan por un bache; son argucias legítimas que dominan precisamente las multinacionales.

Por el contrario, Prince se independizó y tomó decisiones equivocadas. Editó abundantes discos de los que pocos se enteraron (se vendían por correo o a través de pequeñas distribuidoras). También publicó material vistoso en potentes compañías –EMI, Arista, Columbia, Universal, ¡y hasta volvió con Warner!– que esperaban asegurarse sus servicios a largo plazo. Y no: para el siguiente proyecto, probaba con otra discográfica. Parece disfrutar tomándolas el pelo: pactó con Sony la distribución mundial de Planet Earth (2007) sin avisar que se iban a regalar millones de copias con el periódico británico The Mail on Sunday. Extremadamente celoso de sus derechos, sus empleados patrullan Internet para evitar que aparezca cualquier vídeo o audio que no sea oficial. Ha amenazado con demandas millonarias a los sitios web que aglutinan a sus fans.

Los directos son el as que esconde en la manga. En el show business estadounidense se susurra que Prince suele ser el promotor de sus propios conciertos: alquila recintos y espera que funcione el boca a boca. Y funciona: los fieles saben que sus actuaciones son imprevisibles, torrenciales. Así, sin pagar a intermediarios o hacer publicidad, se lleva mayor porción de la tarta que sus colegas.

Hasta rentabiliza sus legendarias apariciones after show. Antes se trataba de un desahogo: tras actuar en un espacio grande, buscaba un local pequeño para tocar a capricho. Ahora esas actuaciones íntimas están anunciadas y tarifadas con entradas de precios astronómicos. Aquí tampoco hace excepciones en cuestiones de copyright: cuando algún espectador vip saca el móvil, es inmediatamente expulsado por su servicio de seguridad.

elpais

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