En la ciudad costera de Ilulissat, en el oeste de Groenlandia, el invierno llama.
Pronto, una gran parte de la Bahía de Disko quedará congelada y los hombres sacaran sus trineos tirados por huskys y empezarán a hacer agujeros en el hielo para pescar y cazar focas.
Aquí, el día más corto del año puede llegar a tener no más de tres horas de luz. Pero aunque el invierno es largo, frío y oscuro, tiene también una belleza incomparable.
Mientras el mar todavía está semicongelado, los témpanos gigantes se mueven y surgen algunas de las palabras más evocativas del idioma local: «siku» para hielo, «qaqaq» para montañoso.
Son los objetos más grandes a flote en el hemisferio norte y moverse entre ellos en bote es como estar en medio de una jungla.
Algunos parecen estar hechos de piel, otros parecen copos de crema. Algunos son de un azul intenso como un detergente poderoso.
El hielo en estas latitudes puede ser azul o blanco o puro como el diamante.
Puede tener un año o 250.000, estar moldeado como un coral o un hongo o una tarta cubierta de migas de galleta.
Hay témpanos que son como ciudadelas, con murallas y torres; islas enteras con textura de perlas, mucho más grandes debajo del agua, que se entienden en las profundidades en otra dimensión.
Cuando el gran explorador noruego Fridtjof Nansen escribió sobre su viaje pionero por Groenlandia en 1888, notó estas creaciones magníficas y poco ortodoxas que le hacían recordar los cuentos de hadas de la infancia, pero también la muerte.
Este paisaje es intrínsecamente melancólico.
Unos días más tarde, cerca de la capa de hielo, en el remoto glaciar Eqi, me encuentro con el campamento base de la expedición polar francesa de 1948, todavía de pie sobre una roca negra y todavía llena de artefactos de cocina.
En las paredes todavía se ven grafitis originales que hablan de la sorpresiva tristeza de encontrase en esta lejana costa del norte. «Oh, soy una carga inútil», escribió alguien sobre la madera. «Aquí. En medio del hielo. 1949», dice otro mensaje.
Afuera, el glaciar cruje y gime: pierde hielo. El sonido es desconcertante y continuo. Se escuchan explosiones distantes como si fuese dinamita o el disparo de las armas de un ejército que se aproxima.
El cielo finalmente se torna violáceo: llega lanoche interminable. «¿No te deprime?», le pregunto a la gente. Hay una palabra en groenlandés para este sentimiento: «perlerorneq». Significa carga.
Mi amiga Nikolena se burla. «El sol es aburrido», dice. A ella le encanta el invierno en el que se encierra con sus vecinos adolescentes para ver una maratón de películas de terror por 10 horas.
O comparten historias sobre Qivtoq, humanos que por una u otra razón desparecieron en la naturaleza, donde por furia o desesperación aprendieron a cambiar de forma.
Nikolena dice que una vez vio a un hombre mayor parado en medio de una estampida de ciervos cuando de repente saltó, pero transformado en una liebre del Ártico.
Mente en blanco
Me pregunto si los pescadores, ahí afuera en sus trineos, alguna vez temen al Qivitoq.
Fari, de 29 años, sacude la cabeza, haciendo gestos a su perro favorito, Malesornia, lupino y medio salvaje, gruñendo en modo protector con su dueño.
El año pasado, cuando el trineo de Fari cayó a través del hielo lejos de casa, Malesornia lo arrastró fuera, salvándolo…y luego, empapado y entumecido durante ocho horas en la oscuridad, Fari echó sus líneas para pescar fletán (ese pez plano de gran tamaño, de la familia Pleuronectidae).
Los groenlandeses piensan que los europeos se agitan demasiado. «¡Hablan tanto, me abroncan, tanto ruido!»
Incluso su idioma no tiene palabras para la exageración. Los números solo llegan hasta el 12. Tras eso, solo utilizan un pragmático y poco teatral «muchos».
«¿Qué es lo más raro que has visto a través de un agujero en el hielo?», pregunto, esperando que Fari diga que un narwhal, ese animal con un colmillo en espiral saliente de la parte superior de su mandíbula que los vikingos creían que procedía de un unicornio atrapado en su estómago.
Fari piensa durante un rato, ensartando pequeños abadejos en los anzuelos. «Un hombre», dice tras un rato. «Un hombre congelado. Debe de haber caído de un barco de pesca».
Fari simplemente encoge los hombros.
Para este sagaz groenlandés, se trata de un equilibrio justo: cazas, tomas vida ajena, y un día te toca a ti dar la tuya.
Así que él dejó al hombre en su tumba de hielo sin mirar atrás, y llevó su trineo a otro lugar, al norte del gran glaciar, olvidándose de la gente y el pueblo.
Con nada en su mente durante días salvo el pescado, Malersonia y la larga noche polar.
bbc