El método Macron

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La elección de Emmanuel Macron como presidente de Francia da a la Unión Europea una oportunidad de superar los conflictos internos que han acelerado su desintegración. En vez de una opción excluyente entre las viejas élites o los nuevos populistas, Macron prometió convocar una base de apoyo político amplia bajo la bandera de la reforma europea. Pero, ¿cuáles son sus posibilidades reales de insuflar nueva vida en un proyecto desfalleciente?

En el encuentro de Macron con la canciller alemana Angela Merkel, el nuevo presidente ofreció un plan para poner fin a la guerra fría entre el norte y el sur de Europa, o lo que es lo mismo, la tensión entre los defensores de la austeridad y los que están a favor de políticas de crecimiento. Y cuando esta semana se reúna con el presidente ruso Vladimir Putin, tal vez encuentre el modo de trascender la división entre el flanco oriental de Europa y el flanco occidental, que quieren, respectivamente, una política de contención o de relación con Rusia.

Asimismo, Macron trató de reconciliar la idea de una Europa de brazos abiertos con la defensa de una “Europa fortaleza”. A la vez que quiere recibir más refugiados, exhorta a la UE a crear una fuerza de fronteras con 5000 soldados y acelerar la repatriación de migrantes ilegales.

Muchos líderes europeos recibieron la elección de Macron con alivio; pero en muchos casos, es porque esperan que el nuevo presidente francés traerá nueva vida al viejo proyecto europeo, más que un corte radical con el pasado. Para generar cambios auténticos, Macron tendrá que trascender los dos modelos políticos que han definido la última década de gobernanza de la UE, dos modelos que se contradicen y a la vez se refuerzan mutuamente: la tecnocracia y el populismo.

La tecnocracia ha sido un aspecto central de la integración europea desde el inicio. Jean Monnet, el economista francés considerado uno de los fundadores de la UE moderna, tenía una capacidad notoria para convertir grandes conflictos políticos en pequeñas cuestiones técnicas. Este método fue muy exitoso durante el período de reconstrucción europea de la posguerra, porque permitió a diplomáticos y funcionarios de diferentes países pasar por alto desacuerdos nacionales o resentimientos irresueltos y encarar los problemas más acuciantes del continente.

Pero con los años, la discusión de políticas en la UE se alejó del modelo de Monnet, y ahora tiende a estar totalmente desconectada de las políticas nacionales, y a depender de la lógica de las instituciones europeas tanto como de las necesidades de los estados miembros. Además, las decisiones de nivel europeo quedaron impresas en códigos rígidos que los estados miembros deben respetar, aun si sus gobiernos o sus electorados no están de acuerdo. La combinación de estas tendencias alentó la difundida idea de que no hay otras formas posibles de gobernanza para la UE, y que a Europa la gobiernan élites a las que poco preocupan los intereses de las personas a las que supuestamente deberían servir.

La explosión populista de los últimos años es una reacción natural a esta forma de tecnocracia desconectada. No es casual que líderes como Marine Le Pen en Francia, Geert Wilders en los Países Bajos, Viktor Orbán en Hungría y Nigel Farage en el Reino Unido coincidan en hacerse pasar como tribunos del “pueblo”. Mediante referendos (su herramienta política favorita) han logrado infligir daño al tratado constitucional europeo, al Acuerdo de Asociación entre Ucrania y la UE, a los acuerdos de repatriación de refugiados y, con el Brexit, a la composición misma de la UE.

A los intentos de los tecnócratas europeos de resolver las crisis del euro y de los refugiados con integración encubierta, los populistas respondieron con una oposición aun más intensa; y cada vez que impulsando referendos contra los tratados de la UE obligan a los gobiernos a refugiarse en más tecnocracia, el relato populista se refuerza.

Las negociaciones para el Brexit ya se han convertido en un campo de batalla entre tecnócratas y populistas, en el que cada bando lucha por obtener un resultado que sostenga su propio relato. La afirmación de la primera ministra británica Theresa May de que quiere que el Brexit sea “un éxito” enciende alarmas en Bruselas y otras capitales europeas, porque ese resultado podría inspirar a movimientos populistas contrarios a la UE en otros países.

Para evitarlo, algunos integrantes del gobierno alemán, temerosos de no poder hacer lugar a otras demandas de Macron (en particular las referidas a la reforma de la eurozona), confían en poder colaborar con él para quitarle atractivo al Brexit. Ese también parece ser el objetivo al que apuntó este último tiempo el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, quien declaró: “El Brexit mostrará cuán atractivo es ser parte de nuestra Unión. Europa da a la gente libertad para vivir, comprar, amar y comerciar sin distinción de fronteras”.

Es comprensible que la dirigencia europea quiera aferrarse al Brexit, como único tema en que los estados miembros de la UE pueden ponerse de acuerdo. Pero por desgracia, el debate por el Brexit tiende a sacar a la luz los peores instintos de las élites de la UE, sobre todo porque las alienta a luchar por el statu quo en vez de por la reforma y la innovación.

Si la UE va a seguir ensimismada en torno de los cuestionamientos que le plantea el Brexit, los próximos cinco años serán tan estériles e improductivos como los anteriores. La gran pregunta ahora es si Europa puede agarrar el salvavidas que le tira Macron y mirar hacia el futuro en pos de un nuevo proyecto, en vez de hacia el pasado y sus dificultades.

Es verdad que muchos observadores se burlan de Macron por negarse a tomar partido en ningún debate. Y los autores satíricos señalan su costumbre de empezar casi todas las oraciones con “en meme temps” (al mismo tiempo). Pero en una UE que lleva largo tiempo paralizada, los grandes acuerdos que propone Macron pueden ser una salida valiosa, basada no en cambios institucionales, sino en la búsqueda de equilibrios políticos.

Las políticas de seguridad de Macron tratan de compatibilizar la dureza contra el terrorismo con la adopción de un enfoque más humanitario en relación con los refugiados. En materia de política económica, ofreció reformas a cambio de inversiones. Y con su postura firme ante Rusia, sumada a su apoyo a la acción en África y el Mediterráneo, tal vez consiga reunir a los países del sur y del este de la UE en torno de una causa común en política exterior.

Si Macron cumple sus promesas, no defenderá ni la tecnocracia ni el populismo, sino una auténtica tercera vía. Aunque se trata de una expresión indudablemente desgastada, tal vez Macron pueda imbuirle nuevo significado, si logra armonizar (en vez de aceptar) las falsas antinomias del presente. Para esto tendrá que trascender las divisorias geográficas de la UE y posicionarse como alguien capaz de conjugar europeísmo y patriotismo, sistema y antisistema, aperturismo yproteccionismo, crecimiento y responsabilidad fiscal.

¿Puede el método Macron dar a la dirigencia de la UE un modo de cortar el círculo vicioso de tecnocracia y populismo, y poner fin a la parálisis de la última década? Por ahora, la única certeza es que (si se nos permite usar otra frase trillada) no hay otra alternativa.

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