El domingo, poco después del sonar de las trompetas, José Tomás ya estaba en terreno conocido: a centímetros de unos cuernos, tan cerca que hasta rozaban el traje de luces de seda rosada que vestía.
El matador no movió un músculo, para no provocar al toro, y se mantuvo firme, solo, en el centro de la Plaza de México, la más grande del mundo. El culto a este torero es tal que sus seguidores son llamados ‘Tomasistas’ y este domingo más de 45.000 espectadores acudieron a la plaza, la mayor asistencia en la historia reciente de La Monumental.
Todos estaban ansiosos por presenciar una faena del Grande antes de que decida retirarse, o antes que una cornada termine su carrera por él.
José Tomás, de 40 años, no es como otros matadores. Es la encarnación del misterio, dentro y fuera del ruedo. Por años se ha negado a conceder entrevistas o a aparecer en televisión. Para verlo hay que verlo en vivo, y sus actuaciones son tan escasas (una o dos al año) que las entradas se agotan en pocas horas.
Bellotero, el primer toro de José Tomás el domingo, llevó al matador al ruedo. José Tomás ha perfeccionado un estilo tan peligroso que casi le ha costado la vida en más de una ocasión. Credit Adriana Zehbrauskas para The New York Times
Las actuaciones de José Tomás son un ballet salvaje, una mezcla de elegancia, arrojo, ritmo y sacrificio. Parece determinado a acercarse a los toros tanto como sea posible, llevando al límite la cercanía que cualquier hombre puede tener ante el animal.
“Es un místico”, afirmó Allen Josephs, profesor de literatura y estudios españoles de la Universidad de West Florida, y quien ha escrito bastante sobre matadores y toros en la revista True.Ink. “Queremos que el gran matador se acerque cada vez más al animal. Juega con la muerte. ¿Por qué? Porque al jugar con la muerte, de alguna manera, la superamos”.
Al superar la muerte, José Tomás es un símbolo de inmortalidad, pero ahí estaba el domingo, balanceando su muleta roja tras su espalda mientras que Bellotero, de 522 kilos, su primer toro de la tarde, contemplaba su minúscula cintura. Finalmente, José Tomás hizo un pase y la multitud explotó.
“¡Olé!”
Otro pase.
“¡Olé!”
Entonces se acercó demasiado. Un cuerno se atoró en la parte interior de su pierna. Se estrelló contra la arena del ruedo y el público gritaba mientras el toro atacaba sus muslos.
Cuando era adolescente en un suburbio de Madrid, donde las escuelas de toreo son quizá las más competitivas de España, a José Tomás le costó conquistar la atención de los promotores, los apoderados y los empresarios que apadrinan a los jóvenes matadores. Se mudó a México para conseguir esa atención y perfeccionó un estilo tan peligroso que casi le ha costado la vida en más de una ocasión.
En 2010, en Aguascalientes, México, el torero había terminado un pase, casi sin esfuerzo, cuando un toro le clavó un cuerno en el muslo izquierdo. Le perforó la arteria femoral y causó una peligrosa hemorragia. Por un momento no era claro si sobreviviría.
Una mujer se cubre del sol con un afiche de José Tomás el domingo en La Monumental de Ciudad de México. Credit Adriana Zehbrauskas para The New York Times
“Cuando tu mente se ha acostumbrado al hecho de que te vas a morir y no te mueres, la vida se torna de otro color”, afirma Antonio Barrera, un matador que ha resistido numerosas cogidas y que casi se desangra cuando era un adolescente por una herida similar a la de José Tomás en Aguascalientes. En 2012, Barrera habló para el documental “Gored”, que captura su última corrida y retrata cómo el haber superado la muerte le ha permitido abandonarse al momento de actuar.
“Para mí, el toro es como un dios”, comenta Barrera. “El toro salvaje tiene valores que comparte con el ser humano: es feroz, es impetuoso, tiene casta, tiene autoestima, pelea por lo que quiere, pelea por su vida. Por eso lo consideras un dios y por eso en muchas culturas también se le considera así”.
El toreo es más una religión que un deporte, más sacrificio que matanza, un ritual remanente del mundo antiguo. Entre los faraones de Egipto, las tribus nómadas del Levante, los anfiteatros cretenses y griegos, los toros eran deidades.
“Para estas personas, el toro se convierte en un símbolo del poder y fertilidad”, escribió Jack Randolph Conrad en “The Horn and the Sword”, un estudio antropológico sobre la relación entre el toro y el ser humano.
En el antiguo Egipto, las mujeres aparecían desnudas frente a los toros para absorber su fertilidad y los soldados romanos se bañaban en sangre de toro y comían sus testículos para ganar su inmortalidad. Los toros eran sacrificados en rituales liderados por sacerdotes taurinos, que entregaban sus dotes al público. El toreo moderno puede interpretarse como un pariente lejano y una versión comercial de estos ritos arcaicos.
“El sacrificio es la esencia”, dijo Josephs. “Los matadores son los únicos sacerdotes taurinos que quedan de esos días paganos”.
El domingo, en la Plaza México, mientras José Tomás sufría en la arena, sus ayudantes alejaron a Bellotero. Pero no por mucho tiempo. Unos pocos pases después, luego de que el toro clavara sus cuernos en el interior de su chaquetilla, Tomás estaba de nuevo en el suelo. De alguna manera los pitones no le alcanzaron y Tomás logró una actuación notable. Sus derechazos largos y sus pases suaves estuvieron perfectamente sincronizados. Luego clavó la espada con limpieza y se ganó una oreja pese a que el público pedía dos, un honor parecido al de salir en hombros de la plaza.
“A mí me produce una gama entera de emociones”, dijo Pedro Pérez, un “Tomasista”, mientras que José Tomás regresaba a la barrera con el rostro cubierto de arena. “No sé si estar feliz o triste, si quiero aplaudir o llorar. Nunca sabes qué ocurrirá después”.
Pérez había llegado temprano desde Tlaxcala, un estado a unas dos horas de la capital mexicana, y se sorprendió cuando vio las calles aledañas repletas de gente. Los vendedores sacaron asadores y paelleras, y las mesas de los restaurantes estaban llenas de aficionados con sombreros y fulares que disfrutaban tacos de camarón con salsa de queso y unas micheladas.
A mediodía sortean los toros que le tocan a cada matador. Credit Adriana Zehbrauskas para The New York Times
Sorprendentemente era difícil encontrarse con activistas defensores de los derechos de los animales, que se han ganado una presencia en la Ciudad de México con sus discursos que dicen que un acto tan cruel como el toreo debería abolirse en los sitios que aún celebran la fiesta: el sur de Francia, España (con la excepción de Cataluña), Portugal, Perú, Colombia –salvo en Bogotá–, Ecuador, Guatemala, Venezuela y México.
La corrida aquí, cuyo cartel formaron José Tomás y Joselito Adame, un matador mexicano, ha sido la más grande de la temporada de invierno. Antes de que abrieran las puertas, algunos asientos de primera fila se revendían en sitios web por más de 8.000 dólares.
El toreo ha sufrido un importante golpe financiero en los últimos años por las protestas, las prohibiciones y la crisis económica en España, pero José Tomás ha sido considerado una suerte de salvador de un espectáculo que desfallece. Una figura solitaria que, con su valentía y su arte, todavía puede inspirar a una nueva generación de entusiastas.
Pero dentro de la plaza, mientras el sol acaecía y las luces se encendían, José Tomás no lo tuvo fácil. A su segundo toro le hizo falta fuerza y, pese al cuidado de algunos pases que cortaban el aliento, falló y no pudo rematar la faena con la espada al primer intento.
Y con el último toro nunca tuvo una oportunidad. Cuando salió el animal, la multitud, frustrada, lo recibió con silbidos. El toro, pese a su velocidad, era muy pequeño, según el juicio de los aficionados. Pidieron que se reemplazara al animal. Este otro también era pequeño y falto de fuerzas, y José Tomás no tuvo otra opción más que matarlo rápido para terminar su faena más decepcionante en años.
Adame, entonces, aprovechó el momento. Con el último toro de la tarde, hizo todos los trucos para ganarse al público. Se arrodilló, hizo giros con el capote y se acercó tanto al toro que le tocó los cuernos con los dedos.
Hasta intentó un estilo peligroso para la estocada final, el “recibiendo”, que consiste en dar la estocada mientras el toro le embiste de frente. El movimiento coronó una faena en la que estuvo ausente la poesía de José Tomás. Adame, y no José Tomás, salió en hombros de la plaza mientras que algunos aficionados tocaban su mano, su traje de luces, o cualquier parte que pudieran alcanzar. Como si estuvieran tocando a un santo.
De regreso en su hotel, José Tomás salió a cenar con su círculo. Vestía jeans negros, zapatos oscuros y una bufanda. Le preguntaron como se sentía.
“¿Qué puede hacer uno?”, respondió y sacudió la cabeza. Se veía hosco y desanimado, como cualquier matador, un mortal tras una tarde difícil, ya no el misterioso dios de los toros que tanta gente había venido a ver.