Llegados al fin de 2015, en el mundo hay pocas áreas de crecimiento firme. En un momento en que tanto los países desarrollados como los emergentes necesitan un crecimiento veloz para mantener la estabilidad interna, es una situación peligrosa, reflejo de una variedad de factores, entre ellos poco aumento de la productividad en los países industriales, el sobreendeudamiento de la Gran Recesión y la necesidad de reformular el modelo de crecimiento exportador de los mercados emergentes.
¿Cómo compensar la falta de demanda? En teoría, mantener tipos de interés bajos debería impulsar la inversión y crear empleo. En la práctica, si el sobreendeudamiento implica insuficiencia continua de demanda de los consumidores, el rendimiento real de las inversiones nuevas puede derrumbarse. Incluso puede ocurrir que el tipo de interés real neutral identificado por Knut Wicksell hace un siglo (grosso modo, el tipo de interés que se necesita para llevar la economía a pleno empleo con inflación estable) sea negativo. Esto explica la atracción que sienten los bancos centrales por políticas monetarias no convencionales, como la flexibilización cuantitativa. Pero su capacidad de impulsar la inversión y el consumo internos no está totalmente demostrada.
Otro modo tentador de estimular la demanda es aumentar el gasto público en infraestructura. Pero en los países desarrollados, la mayoría de las inversiones obvias ya están hechas. Y aunque la necesidad de reparar o reemplazar infraestructuras ya creadas es evidente (los puentes en Estados Unidos son un buen ejemplo), una mala asignación del gasto puede aumentar el temor del público a posibles subas de impuestos, incrementar el ahorro de las familias y reducir la inversión de las empresas.
Puede decirse que el potencial de crecimiento de los países industriales ya era reducido antes de la Gran Recesión. El ex secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Larry Summers, popularizó la frase “estancamiento secular” para describir la falta de demanda agregada causada por el envejecimiento de poblaciones que quieren consumir menos y la mayor participación en el producto de los más ricos, quienes difícilmente aumenten su ya elevado nivel de consumo.
Son razones estructurales de crecimiento lento que señalan la necesidad de reformas igualmente estructurales: medidas que aumenten el potencial de crecimiento alentando la competencia, la participación y la innovación. Pero esas reformas chocan contra los intereses creados. Como dijo Jean-Claude Juncker, por entonces primer ministro de Luxemburgo, en lo peor de la crisis del euro: “Todos sabemos lo que hay que hacer; lo que no sabemos es cómo lograr que nos reelijan después de hacerlo”.
Si a los países desarrollados les cuesta tanto conseguir más crecimiento, ¿por qué no conformarnos con menos? Después de todo, la renta per cápita ya es alta.
Una razón para pedir más es cumplir con los compromisos del pasado. En los sesenta, las economías industriales hicieron grandes promesas de seguridad social para el público en general, luego seguidas por compromisos fiscalmente insostenibles con los trabajadores del sector público. Además, el crecimiento es necesario para mantener la armonía social, porque los jóvenes (que siempre pueden salir a las calles a protestar) tienen que trabajar para pagar las promesas hechas a las generaciones anteriores. Y si para un nivel dado de crecimiento, el cambio tecnológico y la globalización implican menor disponibilidad de buenos empleos de clase media, se necesita más crecimiento para evitar que la desigualdad se agrande.
Por último, está el temor a la deflación, de lo que el ejemplo típico es Japón, a cuyas autoridades se las acusa de permitir que se afianzara un círculo vicioso de caída de los precios, depresión de la demanda y estancamiento del crecimiento.
Pero en la práctica, puede ser que esa visión convencional esté errada. Después del estallido de la burbuja de activos japonesa, a inicios de los noventa, las autoridades prolongaron la desaceleración al no hacer limpieza del sistema bancario o reestructurar las corporaciones sobreendeudadas. Pero en cuanto emprendieron acciones decididas, a fines de los noventa e inicios de este siglo, el crecimiento per cápita llegó a niveles comparables al de otros países industriales. No solo eso, sino que la tasa de desempleo promedio entre 2000 y 2014 fue 4,5%, contra 6,4% en Estados Unidos y 9,4% en la eurozona.
Es cierto que la deflación aumenta la carga real de las deudas. Pero ante un exceso de deuda, una reestructuración discriminada es mejor que diluirla con inflación.
Independientemente de estos argumentos, el espectro de la deflación acecha a gobiernos y bancos centrales. De allí el dilema de las economías industriales: cómo reconciliar el imperativo político de crecer con la realidad de que las medidas de estímulo resultaron ineficaces, las condonaciones de deuda son políticamente inaceptables y las reformas estructurales crean demasiado sufrimiento inicial como para que los gobiernos estén muy dispuestos a adoptarlas.
A los países desarrollados solo les queda otro camino al crecimiento: estimular las exportaciones depreciando el tipo de cambio, por medio de una política monetaria agresiva. En condiciones ideales, los países emergentes, financiados por las economías desarrolladas, absorberían esas exportaciones mientras invierten en su futuro, y eso reforzaría la demanda agregada global. Pero la crisis de los mercados emergentes en los noventa enseñó que depender de capitales extranjeros para financiar las importaciones necesarias para la inversión es peligroso. Por eso a fines del siglo pasado varios países redujeron las inversiones y empezaron a mantener superávits de cuenta corriente, decididos a acumular reservas de moneda extranjera para mantener un tipo de cambio competitivo.
En 2005, Ben Bernanke, entonces uno de los directores de la Reserva Federal de Estados Unidos, acuñó el término “sobreabundancia de ahorro global” para describir el fenómeno de esos superávits externos (sobre todo en los mercados emergentes) que fluían a Estados Unidos. Bernanke señaló las consecuencias negativas, especialmente una mala asignación de recursos que llevó a la burbuja inmobiliaria estadounidense.
Dicho de otro modo, antes de la crisis financiera global de 2008, los países emergentes y los desarrollados estaban atrapados en una peligrosa simbiosis de flujos de capitales y demanda, exactamente contraria a la pauta igualmente peligrosa que se había asentado antes de las crisis de los mercados emergentes de fines de los noventa. Después de 2008, la pauta volvió a invertirse, conforme el flujo de capitales comenzó a ser desde los países desarrollados a los emergentes, lo que creó fragilidades que saldrán a la luz cuando los primeros comiencen a aplicar políticas monetarias más restrictivas.
En un mundo ideal, el imperativo político del crecimiento no iría más allá del potencial de las economías. En el mundo real, donde las promesas de seguridad social, el sobreendeudamiento y la pobreza no desaparecerán, necesitamos formas de conseguir crecimiento sostenible. Al fin y al cabo, hay que evitar estrategias de empobrecer al vecino, como la aplicación de políticas monetarias no convencionales o la intervención sostenida en los tipos de cambio, que más que nada inducen salidas de capitales y devaluaciones competitivas.
La conclusión es que las instituciones multilaterales como el Fondo Monetario Internacional deben ejercer su responsabilidad de mantener la estabilidad del sistema global, analizando y juzgando cuidadosamente cada política monetaria no convencional (entre ellas la intervención sostenida del tipo de cambio). La falta actual de un sistema está llevando al mundo hacia la flexibilización monetaria competitiva, que no beneficia a nadie. Crear un consenso para el libre comercio y la ciudadanía global responsable (lo que implica resistir a presiones provincianas) sentaría las bases para el crecimiento sostenible que el mundo necesita con urgencia.