¿Por qué las mujeres competimos entre nosotras?

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Tuve un grupo de amigas muy cercanas en la primaria, nos hacíamos llamar las “Seis fantásticas”. Teníamos poder en nuestro pequeño universo, nos sentíamos importantes y exclusivas; vestíamos sacos de sudadera hechos a la medida. Pero pasó el tiempo. Llegó la pubertad, nos moldeó y pasamos de ser una masa amorfa de niños, a hombres y mujeres jóvenes competitivos.

Yo di un estirón antes que los demás y le sacaba una cabeza a todos los chicos de mi clase. Hacía que las chicas parecieran enanas. Me convertí entonces en una chica solitaria y mi vida adquirió una nueva meta: encogerme y ser como mis amigas, pequeñita y encantadora. Un día, mientras charlaba en el autobús con otra de las Seis, me di cuenta de que comparaba nuestras piernas, apoyadas en el asiento de enfrente. Lo dijo con suficiente candor: “Mira, tus piernas son casi el doble de grandes que las mías”. Y tenía razón.

Las mujeres compiten entre sí, se comparan, se restan autoridad y se debilitan unas a otras. Al menos esa es la idea dominante sobre la manera en la que nos relacionamos entre nosotras. Se considera excepcional, o por lo menos digno de atención, que mujeres famosas como Amy Schumer, Beyoncé o Taylor Swift reconozcan que otras mujeres tienen talento y trabajen juntas, en la mayoría de los casos, sin malas intenciones. Esto las convierte en heroínas feministas. Para muchas mujeres es normal sentir que tienen que protegerse del resto de las mujeres. Y eso es agotador. Durante años me cansé tratando de entender por qué otras chicas pasaban de ser mis aliadas más cercanas a mis más temidas enemigas. Soy autora de una columna de consejos y recibo muchas preguntas de mujeres que quieren saber qué hacer cuando no confían en otras mujeres, así que sé que no soy la única.

Hay muchas investigaciones sobre la competitividad femenina desde un punto de vista condescendiente y revelador al mismo tiempo. En 2013, Tracy Vaillancourt revisó el conjunto de estudios publicados al respecto y descubrió que las mujeres en general muestran una “agresión indirecta” hacia otras mujeres y que esa agresión es una combinación de mecanismos de “autopromoción” —que las hacen sentirse más atractivas— y “menoscabo de rivales” —que las lleva a ser malintencionadas con otras mujeres—.

Existen dos teorías de por qué las mujeres son competitivas de manera agresiva pero indirecta. La psicología evolutiva, que recurre a la selección natural para explicar nuestro comportamiento dice que las mujeres necesitan protegerse (léase: sus vientres) de daño físico, así que la agresión indirecta nos mantiene a salvo al reducir el número de mujeres disponibles. La psicología feminista atribuye esta agresión indirecta a la interiorización del patriarcado. Noam Shpancer explicó en Psychology Today que a medida que las mujeres consideran ser valoradas por los hombres (su máxima fuente de fortaleza, valor, logro e identidad) se sienten obligadas a luchar contra otras mujeres por el premio. En resumen: cuando nuestro valor se vincula con quienes pueden fecundarnos —los hombres— nos damos la espalda entre nosotras.

Vi cómo nos pasó eso a las “Seis fantásticas”: sucedió en el momento en que pasamos de divertirnos cantando a probarnos ropa, a señalarnos los defectos o a acicalarnos frente al espejo. Y todo cambió para siempre cuando empezamos a hacer reír a los chicos. Seguíamos siendo amigas, pero tomamos conciencia súbita de una nueva dimensión. Estudié la secundaria en una escuela distinta y esa nueva relación persistió, aunque ahora la veía con nuevos ojos. Pero debido a mi tamaño y mi condición como la nueva de la escuela, nunca encajé.

Ahí fue donde decidí seguir el ejemplo de la naturaleza y decidí que mi “agresión indirecta” en lugar de servir para autopromocionarme o eliminar a mis rivales, adoptaría la forma de lo que se conoce como coloración de advertencia. Abandoné la batalla. Si era poco atractiva, entonces enviaría el mensaje —como hacen muchas mariposas con las manchas de advertencia— de que no deberían considerarme una rival digna. Sería fea a mi manera. Así que vestía prendas artísticamente rasgadas, botas militares y pantalones de hombre.
Era cuestión de tiempo para que decidiera que todas mis amigas eran tontas y las cambiara por amigos. Me encantaban las películas de terror y el heavy metal así que los utilicé para convertirme en una chica que se juntaba con los chicos. Pensaba que segregándome me salvaría de la conciencia de que nunca iba a ser bonita/perfecta/lo-suficientemente-agradable y que con el tiempo podría besarme con alguno porque las hormonas estaban en su máximo esplendor. Cuando otra como yo se unió al grupo nos hicimos amigas de inmediato al lamentarnos de lo tontas que eran las mujeres y, cuando conocíamos a otros chicos, nos poníamos zancadillas mutuamente para coquetear con ellos. Me sentí fatal cuando lo hizo conmigo y sentí una enferma sensación de poder cuando se lo hice a ella.

En lugar de odiar a las mujeres abiertamente, recurrí a la escurridiza hermana menor del odio y me dije que sentía lástima de aquellas mujeres que se esforzaban por ser atractivas siguiendo la norma, que tenían empleos que utilizaban sus atributos femeninos o eran “demasiado femeninas”. “Pobrecita”, cacareaba en las fiestas, “está tan desesperada por llamar la atención. Me pregunto quién la dañó. Vamos a hablar de esta banda de rock artístico que vi la semana pasada”. Autopromoción: hecho. Menoscabo de rivales: hecho.

A los veintitantos había dos chicas en mi grupo de Nueva York, dos criaturas desenvueltas y maravillosas que acaparaban las miradas en cada habitación a la que entraban. Las odiaba con solo verlas y al mismo tiempo no podía quitarles los ojos de encima. Pensaba que eran mágicas, pero con una magia negra que podía robarme el marido. Una vez me topé con ellas en el baño de un bar y, sintiéndome arrinconada por su espectacular perfección, musité algo. Una respondió halagando mi abrigo; la otra comenzó a hablar del tipo con el que estaba y cómo los nervios lo traicionaban. Las vi tal como eran: magnánimas criaturas encantadoras, pero también amables, obsesivas y raras. Mi opinión negativa de ellas no tenía nada que ver con ellas. Era solo una imagen deformada.

La investigación nos dice que las mujeres se sienten obligadas a equilibrar el campo de juego, sin importar cómo, para asegurarse el acceso al mejor material genético. Si en la vida moderna eso ha dejado de ser necesario, nuestra competitividad se convierte en algo un poco más privado y comprensible.

Esa es la tercera teoría de la competitividad femenina que me gustaría proponer: no estamos compitiendo contra otras mujeres, sino, en última instancia, contra nosotras mismas… contra lo que pensamos de nosotras mismas. Al girarnos para mirar a las demás mujeres, muchas de nosotras no vemos más que una versión de nosotras mismas que es mejor, más bonita, más inteligente… más. No vemos a la otra mujer en absoluto.

Nuestras vidas se ven reflejadas en espejos cóncavos y convexos que reflejan una versión inexacta de quiénes somos. Aún así, nos rebelamos contra ella porque es lo más fácil. Sin embargo, no necesitamos minusvalorar al resto de las mujeres. Ya sea por el futuro de nuestra especie o por nuestro bienestar propio. Cuando cada una de nosotras se concentra en ser la fuerza dominante de su propio universo, en lugar de invadir otros universos, todas ganamos.

 

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