Algunos de los problemas que llevaron a los ciudadanos a tomar las calles para provocar la caída de gobernantes autoritarios en países más pobres, como Egipto o Túnez, son hoy motivo de tensión Arabia Saudí: corrupción, desempleo, pobreza y ausencia de cualquier perspectiva seria de reforma política. En los últimos años se han multiplican las incertidumbres en torno a la sostenibilidad del modelo económico en un momento de relevo generacional y caos regional.
El politólogo estadounidense Samuel Huntington acuñó la expresión “dilema del rey” para describir el fenómeno al que se enfrenta la familia real saudí, apremiada a poner en marcha reformas pero en una dosis muy precisa para no poner en peligro su propia supervivencia. Esta implementación deberá ser prudente para que el país no se encuentre en la situación postperestroika de liberalización económica y social a la que Rusia hubo de enfrentarse. Cualquier movimiento modernizador podría ser bloqueado por dos actores clave. En primer lugar, por las resistencias dentro de la familia real, que ya ha hecho muestra de su crispación con respecto al dilema sucesorio, que reduciría la influencia de los Saud en los asuntos de Estado. En segundo lugar, por una postura de bloqueo por parte del estamento religioso más conservador, que puede llegar a negar la legitimidad de las decisiones adoptadas por Palacio.
La sociedad saudí es heterogénea y cada vez son más profundas las brechas que separan a sus ciudadanos: desigualdad entre comunidades, entre ciudadanos, entre géneros y entre generaciones. Por el momento resulta difícil negar que existe un vínculo de pertenencia y lealtad –creencia en la obediencia absoluta (wali al-amr) al rey– que les mantiene unidos. Una sociedad estructurada en torno a lo que el islamólogo francés Oliver Roy denominó “ignorancia santa” para referirse al fenómeno socio-cultural contemporáneo en virtud del cual la modernidad secular conduce a la objetivación de la religión.
Lo que no ha conquistado la educación, lo consiguen poco a poco las redes sociales. Los jóvenes tantean el pensamiento crítico y comienzan a plantear exigencias de reforma: una reforma gradual y no súbita que pueda poner en peligro la estabilidad del país. Thomas Lippman señala que “hay poca evidencia de que alguna parte sustancial de la población saudí quiera reemplazar el régimen. […] Para bien o para mal, el mundo exterior puede asumir que la Casa de los Saud resistirá mientras los ingresos del petróleo continúen fluyendo en sus arcas”. Con la perspectiva de que no siempre será así, el régimen introduce reformas tímidas e insuficientes. El objetivo final que persiguen puede ser doble: lanzar un mensaje de apertura a Occidente y responder a algunas de las demandas de la población. Su éxito dependerá de la capacidad de las elites de dar una respuesta convincente a las exigencias de los ciudadanos y a los grupos reformistas saudíes.
La Casa de los Saud se adivina sitiada, como evidencia la ferocidad de sus enfrentamientos y represión dentro y fuera del país. El Reino está dirigido por una gerontocracia desconectada de una población joven, y su economía está lastrada por una apremiante falta de dinamismo. El mantenimiento de las lealtades y la sostenibilidad del Estado rentista dependen en gran medida de la evolución de los precios del crudo, que en los últimos años han estado sometidos a una espiral bajista. El reto que afrontan el Rey Salman y su hijo Mohammad bin Salman, símbolo del relevo generacional, no es sino lograr la transformación de la economía para que sea competitiva y moderna sin ceder el poder absoluto de la familia y poner en peligro la propia esencia de su legitimidad. Modificar el contrato social sin llegar a romperlo, a lo que ayuda enormemente que muchos saudíes se sientan afortunados al comparar su situación con la de otros países árabes y estimar así sobremanera la estabilidad de la que el régimen se presenta como garante.
Mohammad bin Salman ha hecho depender su reputación personal de dos iniciativas paralelas: la intervención militar en Yemen y su Plan Visión 2030 para revitalizar la economía. Si tiene éxito, podrá silenciar a las voces críticas dentro de Palacio y progresivamente devolver al país a un lugar cómodo entre las naciones ricas. Si, por el contrario, fracasa, se enfrentará a una doble crisis, no solo desde arriba sino también desde abajo. Cuando, como parece inevitable en el medio plazo, el petróleo se agote, Arabia Saudí estará abocada a la inestabilidad económica y social. Si la lealtad no se puede comprar con petrodólares, Mohammad bin Salman y sus aliados tendrán que replantearse sus reformas económicas –los recortes seguirán siendo la tónica en el corto y medio plazo– y quizás incluso esbozar alternativas que den a los saudíes mayor voz en el futuro del Reino, algo que podría representar una amenaza para la propia dinastía.
En los países de mayoría musulmana estos últimos años han traído consigo una tensión constante entre modernización y tradicionalismo religioso. Algunos sectores ven la modernización como el vehículo a través del cual el Reino puede, de una vez por todas, enfrentarse y derrotar al extremismo, promover un sector privado dinámico y superar los retos económicos que se avecinan. Los propios ciudadanos saudíes son conscientes de que asegurar la longevidad del actual sistema implica también cambio, aunque sea una transformación de carácter gatopardiano que implique cambiar todo para que todo siga igual. La transición generacional en curso ha dado lugar a una centralización del poder, a una política más intervencionista y, a la vez, menos consensuada. Una asertividad que también se ha hecho sentir en el ámbito exterior. Arabia Saudí se postula como líder indiscutible del mundo árabe y de la comunidad suní, pero sus recientes incursiones han desatado críticas sin precedentes. En tiempos de austeridad y de recursos limitados, los gastos en defensa y ayuda a otros países compiten, en las mentes y corazones de los súbditos, con las inversiones en bienestar y empleo.
A la hora de acometer estas necesarias reformas, Arabia Saudí se enfrenta a obstáculos mucho mayores que sus vecinos Qatar y Emiratos Árabes Unidos. El reino encabeza una intervención militar directa en Yemen –cuyo trasfondo no es sino la pugna con su archienemigo, Irán, por el liderazgo regional– que cada vez parece más difícil de gestionar, por no hablar de otros frentes de batalla en los que Arabia Saudí interviene con menor intensidad o por delegación como Siria. El intervencionismo sin precedentes del país y sus líderes parece más reflejo de su creciente preocupación por un posible colapso del orden regional que una muestra de confianza en sus propias capacidades.
Arabia Saudí debe hacer frente a otros dos desafíos internos de calado. Por una parte, las demandas de igualdad de una minoría chií denostada por la narrativa oficial y gran parte de la población, pero imposible de ignorar a estas alturas. De otra parte, la amenaza de Daesh no sólo en los países fronterizos, sino incluso en territorio saudí. Una organización yihadista producto del renacimiento islámico, puesto en marcha en los 80 con el fin de restaurar el prestigio de los Saud: dentro en ámbitos como la educación y la moral pública, fuera con apoyo a la yihad afgana (Osaba bin Laden fue uno de los miles de jóvenes voluntarios que, en connivencia con las autoridades saudíes, partió hacia Afganistán) y la exportación del modelo wahabí con la financiación de mezquitas y madrasas en diversas partes del mundo
Hoy en día, la estabilidad de Arabia Saudí no sólo pasa por garantizar la ausencia de muestras de descontento socio-político en el interior de sus fronteras o la seguridad de su círculo de aliados regionales, sino también en evitar vacíos políticos que puedan ser rentabilizados por Irán y sus aliados. Riad se siente además enormemente frustrado por lo que considera una respuesta insuficiente de Estados Unidos frente a estos retos que tendrán una influencia determinante en el devenir de la región, especialmente cuando cada vez más voces en Washington cuestionan la conveniencia de mantener la alianza tradicional con los saudíes en los mismos términos que hasta ahora. La llegada de Donald Trump a la presidencia de EE UU no hace más que acrecentar las incertidumbres a este respecto. Al igual que ocurrirá con la propia llegada a la Casa Blanca de su nuevo ocupante, sólo el tiempo podrá hacernos ver si el gigante con pies de petróleo que es Arabia Saudí podrá convertirlos en mármol o desplomarse en la arena del desierto.