Defender la democracia en América Latina… pero ¿qué democracia?

Escrito por Stefano Palestini

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Desde principios de los años 90, las élites políticas de las Américas han acogido con entusiasmo los valores y prácticas de la democracia. A nivel internacional, este entusiasmo se tradujo en compromisos colectivos para defender la democracia ante sus enemigos a través de instrumentos específicos agregados al marco legal de las organizaciones regionales existentes. La tendencia ha continuado con el cambio de siglo a medida que nuevas organizaciones – como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC) – han ido comprometiéndose también a ayudar y, si es necesario, sancionar a aquellos países en los que se infrinja la democracia.

Los intelectuales y políticos liberales interpretaron rápidamente (tal vez demasiado) estos desarrollos regionales como pruebas de la consolidación de la democracia en el hemisferio occidental. Sin embargo, merece la pena detenerse a examinar con atención este fenómeno, especialmente en una fase como la actual, en la que parece que las democracias antiliberales y los regímenes autoritarios han venido para quedarse por un tiempo junto a las democracias propiamente dichas, tanto en las Américas como en Europa.

¿Qué “democracia” debe protegerse?

No existe una definición única y no controvertida de democracia. Como mostramos – con Carlos Closa y Pablo Castillo – en un estudio publicado por la Fundación EU-LAC, la comprensión de lo que es la democracia varía mucho entre las organizaciones regionales y dentro de ellas. Negociar entre 28 gobiernos (en la Unión Europea) o 35 (en la Organización de los Estados Americanos, OEA) lo que significa la palabra democracia y, a la inversa, qué tipo de acciones constituyen una «infracción democrática» puede llegar a ser una tarea abrumadora. La solución que han encontrado la mayoría de las organizaciones regionales en América Latina, pero también en Europa, ha sido mantener una definición «imprecisa», con lo que el compromiso colectivo con la democracia se vuelve un contrato incompleto.

Hay, por supuesto, distintos grados de imprecisión, y hay también distintas maneras de ser imprecisos. En las Américas, la Carta Democrática Interamericana de la OEA, por ejemplo, destaca por ser un instrumento relativamente preciso que define, en varios artículos, lo que significa democracia. Durante la redacción de la Carta se dio un conflicto entre dos concepciones: mientras la mayoría de las delegaciones defendían el concepto de democracia representativa, la delegación venezolana se esforzó por introducir la noción de democracia participativa. Prevaleció la primera, pero en un sentido amplio, abarcando elementos de la segunda, como la participación política, así como otros elementos socialmente progresistas, como la igualdad de género.

Los instrumentos de la Comunidad Andina (CAN), del Sistema de Integración Centroamericana (SICA) y de la Comunidad del Caribe (CARICOM) son mucho menos precisos. El Protocolo Adicional de la CAN no define la democracia, aunque esto no le impide fijar las sanciones contra los comportamientos no democráticos. El SICA y la CARICOM adolecen, a su vez, de imprecisión, pero no por ser demasiado parcos (como la CAN) sino, por el contrario, por ser demasiado ambiciosos: estas organizaciones enumeran una gran variedad de valores y principios, sin conectarlos explícitamente ni a una definición de democracia ni a procedimientos explícitos cuando se violan esos principios.

La imprecisión puede considerarse un fallo institucional. De hecho, lo es en varios sentidos. Sin embargo, también es funcional para aquellos que deben hacer cumplir esos instrumentos – a saber, los gobiernos. Recordemos que a diferencia de los sistemas de protección de los derechos humanos, en los que existen instituciones judiciales autónomas (por ejemplo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos), las normas de protección de la democracia las interpretan y aplican los propios gobiernos. Los gobiernos tienen, por consiguiente, un amplio margen de maniobra y discreción cuando las reglas son imprecisas, y pueden decidir cuándo y cómo aplicarlas. Además, la falta de reglas precisas favorece que en la mesa de negociaciones se presenten consideraciones de poder e ideológicas, como cuando argentinos y brasileños decidieron hacer cumplir las normas de protección democrática y suspender a Paraguay del Mercosur, a la vez que aprobaban la adhesión de Venezuela, hasta entonces bloqueada por el parlamento paraguayo.

Quién es la víctima, quién es el infractor

A la democracia hay que defenderla, pero ¿contra quién? ¿Y a quién debe protegerse? ¿Quién «encarna» la democracia? Estas son cuestiones más fáciles de resolver en un sistema de protección de los derechos humanos, ya que existe una lista de los derechos que deben protegerse y porque esos derechos están encarnados en individuos que pueden recurrir a los órganos judiciales con jurisdicción sobre derechos humanos, nacionales o internacionales.

Todo esto se vuelve bastante más confuso cuando de lo que se trata es de defender la democracia, no sólo porque la definición es imprecisa, sino también porque no está claro quién es víctima de una violación de la democracia y a quien debe recurrir esa víctima, sea quien sea. Si analizamos el diseño de los instrumentos para la protección de la democracia en América Latina y los casos en que se aplican, nos daremos cuenta de que existe un fuerte sesgo hacia concebir como víctimas a los gobiernos en ejercicio. Esto se explica en gran parte por el hecho de que los estados latinoamericanos son, todos, regímenes presidenciales y, también, por la larga historia de golpes de estado en la región. Siempre que los presidentes hayan sido elegidos democráticamente, cualquier intento de destituirles por medios inconstitucionales se considera automáticamente una violación democrática. Los jefes de estado y de gobierno (el poder ejecutivo) son, pues, las víctimas naturales, pero ¿qué pasa con las otras ramas del Estado y las organizaciones de la sociedad civil?

El sesgo hacia el gobierno en ejercicio hace que la mayoría de las organizaciones regionales de las Américas tiendan a convertirse en “mecanismos de “protección gubernamental” en vez de “mecanismos de protección de la democracia”. Dicho esto, la historia reciente de la región muestra que este sesgo puede revestir formas muy diferentes, dependiendo del contexto político. Podemos identificar tres momentos distintos desde principios de 1990, cuando se sancionaron los primeros compromisos regionales para proteger la democracia: el liberal, el post-liberal y el momento en el que estamos entrando ahora, todavía demasiado reciente para ser bautizado.

El momento liberal (1988-2001)

En este primer periodo, la mayoría de los países salían de regímenes militares (América del Sur) o de una guerra civil (América Central). La transición a la democracia se sustentó en un amplio movimiento internacional pro-democracia apoyado por Estados Unidos y la Unión Europea, ambos comprometidos en promover la democracia liberal y las economías de mercado en sus respectivos patios traseros: América Latina y Europa del Este. La democracia era el «espíritu de la época» y los gobiernos latinoamericanos mostraban ufanos sus credenciales democráticas en todos los foros posibles, incluyendo las organizaciones regionales, que se convirtieron en clubes de las democracias.

En el momento liberal, determinar quién era víctima y quién era infractor era una tarea relativamente fácil. Los gobiernos latinoamericanos creían que las víctimas de las recaídas autoritarias eran las nuevas democracias inestables, como Haití, Paraguay y Bolivia. Los gobiernos de democracias igualmente jóvenes como Argentina, Brasil o Chile consideraban que sus países eran ya tierras en las que la democracia era «la única alternativa» y apoyaban por consiguiente el compromiso colectivo de proteger la democracia en sus inestables países hermanos. Los infractores eran, por supuesto, los militares todavía políticamente activos en esas democracias inestables y el instrumento colectivo para proteger a los regímenes democráticos tomó la forma de cláusulas diseñadas para disuadir a los generales sin escrúpulos de llevar a cabo golpes de estado. El Protocolo de Washington (OEA), el Protocolo de Ushuaia (Mercosur) y el Tratado Marco de Seguridad Democrática (SICA), estos últimos con un componente de seguridad más fuerte, son ejemplos paradigmáticos de instrumentos liberales de protección de la democracia.

Puede argumentarse que el momento liberal terminó con la adopción de la Carta Democrática Interamericana (OEA), apresuradamente aprobada aquel fatídico 11 de septiembre de 2001. De hecho, la Carta se inspiraba ya en un tipo distinto de «infractor», como Alberto Fujimori y su «auto-golpe», y representa por lo tanto una evolución con respecto a las cláusulas democráticas anteriores.

El momento post-liberal (2002-2013)

A la década que siguió a la adopción de la Carta Democrática podemos llamarla “post-neoliberal”, término que debemos a José Antonio Sanahuja, ya que se caracterizó por tener gobiernos ideológicamente en desacuerdo con los de los años noventa. Llegaron al poder gobiernos de tendencias izquierdistas con programas políticos orientados a reformar de manera más o menos radical las estructuras sociales y económicas establecidas, alimentando así la oposición política. Mientras que en algunos casos la oposición se canalizó a través de canales institucionales, en otros tomó la forma de los tradicionales golpes (por ejemplo, en Venezuela en 2002, en Honduras en 2009, en Ecuador en 2010). En otros casos, sin embargo, la oposición política adoptó un carácter híbrido, sin respetar plenamente los canales institucionales ni tampoco seguir el patrón del golpe de estado tradicional, para el que se habían diseñado las cláusulas democráticas (por ejemplo, en Nicaragua en 2004, en Bolivia en 2005 y 2008, en Ecuador en 2005, en Paraguay en 2012).

Los gobiernos de izquierda sostuvieron que se habían convertido en la nueva víctima de acciones antidemocráticas, especialmente de una nueva y sutil amenaza: los llamados «golpes institucionales o blandos» articulados por fuerzas reaccionarias opuestas a los cambios sociales. Y dichos gobiernos podían argumentarlo fácilmente, ya que disponían de ejemplos clarísimos. Exigieron y diseñaron cláusulas democráticas más adecuadas y mejor adaptadas al nuevo escenario. El Protocolo de Georgetown (Unasur, 2010) y el Protocolo de Montevideo-Ushuaia II (Mercosur, 2011) fueron diseñados para dar respuesta no sólo a golpes flagrantes, sino también a la «amenaza de violación del orden democrático» – categoría en la que cabían perfectamente los «golpes institucionales». Lo importante de esas nuevas cláusulas democráticas es que incorporaban una lista de sanciones que incluían no sólo la suspensión como miembros de la organización, sino también severas sanciones económicas y diplomáticas contra aquellos estados en los que se produjese un golpe de estado – duro o blando.

El momento antiliberal (desde 2013)

La muerte del presidente venezolano Hugo Chávez y la polémica elección de su sucesor designado Nicolás Maduro abren una nueva fase en la corta historia de la protección colectiva de la democracia en América Latina. Como ocurrió a finales de los años noventa con los gobiernos neoliberales, la crisis económica (y la mala gestión) ha ido erosionando el apoyo político a los líderes izquierdistas. Como consecuencia, están llegando al poder gobiernos de centroderecha, ya sea a través de elecciones (como Mauricio Macri en Argentina) o no (como Michel Temer, tras el impeachment de Dilma Rousseff en Brasil).

¿Por qué es este período diferente a los anteriores? No sólo por el discutible cambio de posición ideológica de varios gobiernos clave en la región, sino porque las preguntas de quién es la víctima y quién el infractor de la democracia se están respondiendo de manera distinta. Por supuesto, algunos gobiernos izquierdistas todavía pueden afirmar que están siendo objeto de «golpes blandos» – como Nicolás Maduro, que lo ha ido repitiendo durante todo su mandato. Sin embargo, la crisis venezolana ha evidenciado que también la sociedad civil puede ser víctima del comportamiento no democrático de un gobierno electo y recurrir a organizaciones regionales para reclamar protección democrática.

Como argumenta de manera convincente Andrés Malamud, la lista de pruebas del giro autoritario de Nicolás Maduro es larga: cierre de medios de comunicación, violación de los derechos civiles y políticos, encarcelamiento de adversarios políticos, etc. Durante más de dos años tras la elección de Maduro, las organizaciones regionales (especialmente la OEA y Unasur) quedaron paralizadas por su incapacidad para determinar quién es la víctima: ¿el gobierno elegido amenazado por la orquestación de un golpe blando? ¿O (parte de) la sociedad civil, amenazada por un gobierno cada vez más autoritario? A la OEA le rechazó rápidamente el propio gobierno de Maduro, mientras que Unasur languidecía en un agotador proceso de mediación en el que muchos actores nacionales e internacionales le acusaban de tomar partido por los gobiernos. Esta acusación refleja el fuerte sesgo estructural ya mencionado de las organizaciones regionales latinoamericanas hacia la protección de los gobiernos en ejercicio.

Este sesgo se cuestionó, sin embargo, cuando en julio de 2016 el secretario general de la OEA, Luís Almagro, ex ministro de Relaciones Exteriores de Uruguay, inició los procedimientos para activar la cláusula democrática de la organización contra el gobierno venezolano. Almagro empezó su intervención con un llamamiento extraordinario a los representantes nacionales: «La OEA debe saber hoy si su Carta Democrática es un instrumento fuerte para defender los principios de la democracia, o si se le debe dar carpetazo y guardarla en los archivos de la organización. Ustedes tienen la palabra». Aunque la cláusula, de momento, no se ha aplicado a Venezuela, esta intervención tiene un significado especial ya que, sin romper el sesgo pro-gobierno en ejercicio, por lo menos ha desvelado las tensiones que lo rodean.

Proteger la democracia en “tiempos antiliberales”

¿Cuál será en el futuro el papel de las organizaciones regionales como defensoras de la democracia en América Latina? Se pueden sugerir escenarios. Puede decirse que los gobiernos latinoamericanos no están desde luego atados a ninguna trayectoria preestablecida hacia la consolidación democrática, como algunos estudiosos liberales sugirieron hace décadas. El compromiso colectivo con la democracia tomó la forma de un contrato sumamente incompleto que dejó amplio espacio a los gobiernos para acomodar futuras incertidumbres políticas. Hoy en día, la incertidumbre proviene no sólo de la región, sino también – y quizás sobre todo – de fuera. Mientras que en el «momento liberal» la democracia parecía ser el «espíritu de la época» que se difundía desde Estados Unidos y Europa hacia el resto del mundo, el discurso político actual tanto en Estados Unidos como en Europa está dominado por discusiones sobre la desigualdad de los ciudadanos, la exclusión de las minorías y el retorno de los racismos y del nativismo como discursos legítimos en la esfera pública.

El escenario optimista supone un proceso de ir completando progresivamente el contrato democrático a través de instrumentos que definan con mayor precisión y amplíen el concepto de democracia aceptando, por ejemplo, que no sólo los gobiernos en ejercicio, sino también los demos puedan ser víctimas de violaciones de la democracia cometidas por gobiernos democráticamente elegidos. Este escenario optimista implicaría, entre otras cosas, asignar un papel más relevante a los órganos supraestatales de la organización a la hora de decidir cuándo y cómo aplicar esos mecanismos. Durante los momentos liberal y post-liberal, los gobiernos elaboraron un consenso básico sobre el compromiso democrático. Este consenso será difícil de mantener en los próximos años, al volverse más heterogéneo el espectro ideológico de los gobiernos de la región y al estar, al parecer, Estados Unidos menos interesado ​​en respaldar los valores liberales. En el escenario optimista, sin embargo, esta falta de consenso básico podría dar pie a buscar una hoja de ruta más precisa – a saber, mayor precisión en las definiciones y las reglas y quizás también más delegación de competencias de los gobiernos hacia entidades más independientes. Por supuesto, esto sólo es posible si hay un liderazgo regional dispuesto a colmar la brecha que, como mínimo bajo las cuatro últimas administraciones (incluida la actual), Estados Unidos no parece dispuesto a ejercer.

El escenario pesimista parte de las mismas premisas, pero saca conclusiones diferentes. La falta de consenso y la aparición de casos de alteración política que no pueden clasificarse fácilmente como golpes de estado, frenará el uso de las organizaciones regionales y sus instrumentos de protección de la democracia por parte de los gobiernos. El hecho de que, por primera vez desde que la OEA adoptó un compromiso democrático, un gobierno de los Estados Unidos pueda seguir políticas contrarias a la propia definición de democracia de la organización, muestra los niveles de incertidumbre a los que tienen que hacer frente los gobiernos de la región y las organizaciones regionales. Y la incertidumbre, junto con la falta de liderazgo alternativo por parte de un México demasiado atado al Norte y de un Brasil con demasiados conflictivos internos, probablemente generará parálisis – en cuyo caso la advertencia del Secretario General Almagro podría hacerse realidad: las cláusulas democráticas se archivarán… al menos por un tiempo.

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