Hammershoi, el pintor que encontró la belleza entre cuatro paredes

El artista danés pintó con su inagotable paleta de grises y blancos más de sesenta veces los interiores de su casa familiar de Copenhague

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Una imagen clásica con puertas altas de madera blancas, tan blancas como el mantel que cubre una mesa y la vajilla mínima que alguien ha dispuesto para un desayuno austero. Una luz indirecta ilumina la escena. Muros grises y una mujer con un papel en la mano. Blusa oscura, falda clara, cabello recogido. El cuadro se llama Ida leyendo una carta y es una pintura del danés Vilhelm Hammershoi (1864-1916), cuya obra, en la que también pueden hallarse paisajes, se caracteriza sin embargo por haber conseguido el milagro de retratar el silencio.

Cuentan que a Hammershoi no lo seducía la novedad; amaba lo antiguo. Hijo de un comerciante adinerado, deslumbró con su talento a los ocho años, cuando comenzó a estudiar dibujo. Estudió en la Academia de Bellas Artes de Copenhague antes de unirse a los Talleres Independientes de Tuxen y Krøye. Vivió hasta el final con Ida, hermana de su amigo y también pintor Peter Ilsted, cuando un cáncer de garganta se llevó sus últimas palabras.

Hammershoi no era afecto al bullicio ni a la estridencia de los colores, en consonancia con el espíritu luterano de su entorno. Prefería la quietud, la serenidad de lo doméstico y tal vez por eso eligió como modelos para sus cuadros a su hermana Anna y a su esposa Ida -un par de veces también a su madre- y pintó con su inagotable paleta de grises y de blancos más de sesenta veces los interiores de la casa familiar en Copenhague, con sus ventanas a la calle, tan cerca, tan lejos. Un artículo periodístico de 1911 señalaba que entrar a su casa era como entrar a uno de sus cuadros. Gran parte de su obra se encuentra en colecciones privadas aunque algunos de sus cuadros pueden verse en el Museo de Orsay, de París, en la Tate de Londres y en el Museo Guggenheim de Nueva York

El retrato de interiores era un tema muy popular entre los jóvenes pintores daneses de principios del siglo XX. Hammershoi consigue, a través de su paleta, retratar no solo muros, cuadros, cortinados o muebles sino además lo que el dramaturgo argentino Tito Cossa llamaría el “gris de ausencia”.

«Sunshine in the Living Room» (1903). Shutterstock

El artista explicaba así sus elecciones serenas: “Tengo cariño por las casas y los muebles viejos, por el carácter tranquilo que esos objetos tienen”. Los cuadros de Hammershoi parecen replicarse hoy en la estética de algunas películas o series contemporáneas, como en La chica danesa, la película de Tom Hopper basada en la novela del mismo nombre de David Ebershoff, que cuenta la historia del paisajista Einar Wegener, uno de los primeros casos en la historia en someterse a una cirugía de cambio de sexo. Allí es posible ver el ambiente y la luz propios de los cuadros de Hammershoi, algo que también está presente en escenas de Algo en qué creer, la deslumbrante serie danesa sobre la fe, las lealtades, las traiciones y los mandatos familiares que protagoniza Lars Mikkelsen. La luz de Hammershoi y los interiores plenos de ventanas a través de las cuales entra cada rayo de sol pueden verse sobre todo en las escenas que transcurren en la casa del pastor Johannes, una casa antigua y clásica del universo nórdico, que antes fue habitada por varias generaciones de la misma familia.

Los críticos ven en sus pinturas un diálogo con las de los intimistas holandeses. Ida leyendo una carta parece una respuesta, doscientos años después, a Mujer leyendo una carta, de Vermeer. Hammershoi viajó a Holanda en 1887 y recibió influencias de la pintura de Vermeer y sus contemporáneos. Hay, también, una inscripción en el linaje del norteamericano Whistler y sus soledades interiores y dicen quienes saben que los personajes taciturnos del norteamericano Hopper siguieron esta tradición de ambientes crepusculares.

Ida leyendo una carta nunca estuvo en museos, estuvo siempre en manos privadas, primero la de los descendientes del propio artista y luego, a partir de 1984, de coleccionistas. La última venta se hizo en 2012, en Sotheby’s; el comprador pagó más de 2 millones de euros por llevarse con él esos muros, esa mesa, esa luz cetrina, esas puertas y esa mujer severa que se dispone a leer una carta.

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